Poder que mata de Doug Liman (Viviendo sin límites, Identidad desconocida, Sr. y Sra. Smith) es una estupidez, una pérdida de tiempo a la que fui arrastrado por el afecto, la admiración y el respeto que siento por Naomi Watts y Sean Penn.
La primera parte relata con módico brío (léase: con ligero interés) algo que ya sabe hasta el más despistado paseador de perros o la modelo más frívola: que la administración Bush inventó que Saddam Hussein tenía armas nucleares para invadir Irak. Entonces Joe Wilson (Sean Penn) escribe en el New York Times que el presidente miente, y el gobierno se venga desclasificando información secreta y revelando que su esposa, Valerie Blame (Naomi Watts) trabaja para la CIA. O sea que para intentar cubrir el cielo con la mano, agitan, con la complicidad de medios poco interesados en la verdad, el siempre rendidor fantasma del enemigo interno. (Es harto conocido, a los yanquis les gritás “antipatriótico”, y salen en manada a agitar banderas y cazar brujas). Y por un tiempo, como dirá más tarde el personaje de Sean Penn, la pregunta pasa de “¿Qué hacemos en esta guerra?” a “¿Quién es la mujer de este tipo?”.
Poco importa que la historia sea real y que sea una variación de David venciendo a Goliat, porque el guión, basado en sendos libros de Valerie y Joe, no promueve simpatía alguna por los personajes ni les da mucho espesor humano. Se presupone que creamos que Valerie y Joe son los buenos de la historia, porque sufren y son interpretados por Naomi y Sean. Y de este lado del universo, eso, sin una elaboración o desarrollo de personajes y circunstancias, es muy difícil de aceptar por más ganas que le pongamos.
La película espera que traguemos dos núcleos (más bien tremendos sapos) para que la identificación con las tribulaciones de Joe y Valerie funcione. Que veamos como heroína a una agente de la CIA (¡andá!) y que aceptemos como verdad revelada la defensa de la democracia que hace Sean Penn en un “supuestamente” conmovedor y componedor discurso que culmina con un “Dios bendiga a los Estados Unidos” (¿no será mucho?)
Como buenos capitalistas, los yanquis te venden todo. Tanto las ínfulas patrióticas que los llevan a cometer cualquier desmán (invasiones, asesinatos, guerras, desastres ecológicos, etc.) como el posterior arrepentimiento, las lágrimas de cocodrilo y el compungido golpeteo de pechos. Todo con la misma convicción, sinceridad y pretensiones de inimputabilidad. Las películas yanquis, hasta las más torpes, no son inocentes. Están imbuidas de la ideología y la lógica del imperio.
No le recrimino a Naomi Watts y Sean Penn el tiempo que me hicieron perder y que podría haber aprovechado mejor leyendo un libro, durmiendo una siesta o cocinando un postre. No. Mi afecto, admiración y respeto por ellos permanece incólume. Son actores y tienen que comer, pagar sus cuentas o expresar sus convicciones políticas. Puede que para ellos, esta película sea de una corrección política pertinente y necesaria. Pero para nosotros es, digámoslo claro, de una pelotudez pomposa, redundante e hipócrita.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
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