viernes, 11 de marzo de 2011

El concierto

Hasta no hace mucho daban en la tele una propaganda en la que una chica sorbía una gaseosa en el cine, sonriente y emocionada, deleitada por completo por la película, mientras en off se oía la voz de un crítico que denostaba lo que ella veía. Esto pasa más a menudo de lo que los críticos están dispuestos a admitir. Ya no son, si alguna vez lo fueron, los árbitros indiscutidos de lo que está bien o mal. Los críticos, como algunos políticos, se aíslan a veces de la realidad y se pierden en teorías inválidas que los dejan todavía más solos.

Hace más de un año que vi El concierto. La bajé de internet y suelo cruzármela en las páginas para bajar películas. Es una de las más recomendadas por el público y muchos han dejado elogiosísimos comentarios breves. Supe que si alguna vez se estrenaba sería lapidada por los críticos. Cosa que terminó pasando. Si acerté, no fue porque tenga poderes de clarividencia, sino porque me pasé la vida leyendo críticas y porque por mi manera de ganarme el mango no puedo perder contacto con la realidad.

Estos son algunos de los conceptos utilizados para destrozarla: “…no puede disimular la caótica marcha de un film que acepta cualquier mezcolanza y cualquier incongruencia, ni el postizo añadido de una historia sentimental que apela en vano a la emoción y sólo produce baches en la acción. Ni mucho menos redimirlo del retrato prejuicioso de judíos, eslavos, gitanos, nuevos ricos rusos y homosexuales, puros clichés imperdonables.” (…) “En El concierto, Mihaileanu vuelve a intentar cruzar comicidad y tragedia, picaresca e historia, absurdo y sentimentalismo, pero esta vez fracasa estentóreamente. Allí donde la frescura, la eficacia o la ambición permitían disimular torpezas, simplificaciones y grosores, ahora la ecuación se invierte, con resultados que merodean el desastre a toda orquesta.” (…) “Desde el comienzo se fuerza al espectador a suspender su incredulidad, no una sino mil veces.”

Vayamos por partes. Las mezcolanzas no están mal, salvo que sean indigestas. No existen los géneros puros. Pacto de sangre (Double indemnity, Billy Wilder, 1944) es uno de los ejemplos más preclaros del film noir, sin embargo el final de los asesinos puede transformarla en una desesperada historia de amor. Mi padre odiaba las películas de amor e idolatraba Casablanca, pero él la veía como una historia de aventuras, que también lo era, aunque no lo primordial, que pasaba por el romance.

Los clichés son un elemento narrativo más y distan mucho de ser imperdonables. El cliché es una reducción tipificada, una estereotipificación degrada, una observación limitada que se basa en un recorte de la realidad. Está mal suponer que todos los latinos son amantes ardientes, sabemos que no lo son. Algunos, sí. Y es ese recorte de la realidad lo que creó el cliché. No está mal poner a un latino calenturiento en una película si no es exclusivamente eso o si no se usa ese reduccionismo para segregarlo o perseguirlo. Partir del cliché para ampliarlo o humanizarlo es lícito y hasta bienvenido.

La suspensión de la incredulidad es un pacto entre el espectador y lo que se le cuenta. Tomemos un ejemplo que todos conocemos: Mujer bonita. Sabemos que es prácticamente imposible que un millonario se enamore de una prostituta, aunque sea la mismísima Julia Roberts. Sin embargo, cuando vemos que la cosa viene por ahí, a menos que nos levantemos del cine o cambiemos de canal, indignados por la falacia, aceptamos el entuerto y dejamos que el cuento se desarrolle. ¿Por qué elegimos suspender la incredulidad ante determinadas historias y ante otras no? Porque se nos canta, porque es nuestro derecho, nuestra prerrogativa, nuestro poder en cuanto espectadores. Y lo usamos según nuestro regio antojo.

Ahora bien, ¿por qué me pongo a discutir conceptos que usé, uso o usaré? Porque El concierto, como a muchos otros miles en el mundo, me enamoró. Y ya se sabe, el amor desconoce de lógicas y razones. Y me ofende que maltraten una historia que disfruté y me encantó.

Y no hay nada más difícil que definir el encanto. Lo intentaré. ¿Cómo resistirse ante una historia de compensaciones postergadas, de justicia poética, de reclamos vitales al fin atendidos? Y es aquí donde el contacto con la realidad cobra relevancia. ¿Quién de los que caminan la calle no se siente postergado de recompensas en trabajo, afectos u oportunidades? Si alguien contesta que eso no le pasa, le pido un autógrafo ya.

En cine se acostumbra a hablar de los directores y se relega a los actores. Todo bien, pero Bergman no hubiera sido Bergman sin esos actores impares que corporizaron sus reflexiones. Y los de El concierto exudan una humanidad contagiosa con la que entramos en empatía inmediata que deriva en cariñosa simpatía.

Y el director, Radu Mihaileanu, claro, le tiene una fe inquebrantable a su historia.

Creo que ese coctel de historia de fácil identificación, actores irresistibles y director fervoroso explica, al menos para mí, el encanto de una obra que enamora.

En definitiva, pueden ver El Concierto con la alegría de un perro que retoza en un parque, o como los críticos, con la gravedad de un perro que pasea en un bote. Como siempre, ustedes tienen la última palabra.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

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