Chloe es un despropósito. Una de esas películas que al terminar de verlas, uno se pregunta: ¿por qué la hicieron?, o lo que es peor: ¿para qué la vi?
Se trata de una remake de un buen film de Anne Fontaine: Nathalie con Fanny Ardant, Gérard Depardieu y Emmanuelle Béart. Ante una remake que no reformula ni mejora el original, una pregunta se impone: ¿por qué corno se tomaron la molestia? La respuesta que generalmente se da es: porque el público yanqui detesta leer subtítulos. Ahora bien, gastarían la tercera parte que cuesta una remake doblando el original e imponiéndolo con una agresiva campaña publicitaria. Pero, en fin, la mente de los productores es un misterio insondable.
La trama se centra en una esposa despechada (Julianne Moore) que contrata a una prostituta (Amanda Seyfried, la Chloe del título) para que ponga a prueba los límites de la fidelidad de su marido (Liam Neeson). Las insospechables (bah, es una forma de decir) derivaciones de esta situación mutarán el melodrama de celos (intenso) a drama psicológico (leve) que desembocará (¡otra vez!) en thriller con psicópatas.
El egipcio-canadiense (siempre me divirtió que sus nacionalidades remitan a países tan distintos, uno tan soleado y el otro tan nevado) Atom Egoyan es famoso por su erotismo y sus climas hipnóticos y sugerentes. Aquí parece que se autoparodiara. El erotismo le salió estilo soft porno de los setenta (sin las desmesuras gozosas de una de Armando Bo con la Coca Sarli), y la atmósfera resulta tan hipnótica y sugerente como el show de Tinelli (Bueno, Tinelli no será hipnótico ni sugerente, pero sí peligrosamente adictivo, hace como 20 años que muchos no pueden dejar de verlo).
Uno le agradece siempre a Julianne Moore que inunde sus personajes con intensidad emotiva, pero aquí, sin una historia plausible que la contenga, parece una diva de ópera desmelenada y absurda. (Estos triángulos tan raros son más creíbles en francés). Amanda Seyfried, que ensayó todas las variables de la chica buena en ¡Mamma mía!, Querido John y Cartas a Julieta, se calza los tacos de la perversita y se revela como una actriz prometedora. Lo que no quiere decir que redondee el personaje, aunque la chica le pone garra y es un placer ver a alguien en la pantalla con un cuerpo normal con morbideces ante tanta flaca falsa, víctima de dietas abusivas. Y ésta es la película que Liam Neeson rodaba cuando perdió a su esposa en un estúpido accidente de esquí, la querida Natasha Richardson. Mientras la cosa se pone obvia, uno puede jugar al detective emocional y discernir si la escena que le vemos fue antes o después del infausto cercenamiento, eso se nota porque no hay profesionalismo que disimule el dolor de una ausencia inesperada.
No es un bodrio a secas. Es algo mucho más nocivo: un film que nadie necesitaba.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
Gustavo: Lástima que leí tu critica después de verla
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