La película se abre con una voz en off que nos recuerda
creencias míticas ancestrales. Menciona leyendas que giran alrededor de músicos
capaces de hacer una música tan verdadera que conjura personas que vivieron en
tiempos diferentes y que rasga el velo que separa la vida de la muerte. Estos
músicos pueden curar (tanto física como espiritualmente) comunidades, pero
atraer a la vez el mal (entendido como un absoluto).
De inmediato muestra a un músico cansado, sangrante, con la
cara arañada, que maneja un auto y llega a un templo rural en pleno servicio
religioso. Cuando baja del auto, el músico empuña una guitarra rota. Al entrar
en el templo, comprendemos que el oficiante es su padre y que le pide que
entregue el instrumento, en el sentido de abandonar la música. El músico se
muestra reacio.
O sea que apenas iniciada, la narración exhibe las dos
vertientes por las que hará transcurrir la trama: la música y el mal. Esto
viene a cuento para subrayar que la homogeneidad del relato es sólida y no
vacilante, como se dijo por ahí, que arranca para un lado y termina para el
otro.
Es que, al director y guionista, Ryan Coogler, le quedaron
como dos películas, una musical y otra de terror. La primera más singular y la
otra, más convencional, genérica. Y eso puede confundir al apresurado que no se
detiene a discernir. Porque en realidad, una deriva en la otra.
Estamos en las tierras del Sur de los Estados Unidos, a
fines de los años veinte, comienzo de los treinta. Y los negros son respetados
más en la apariencia que en la realidad.
Los hermanos mellizos, Smoke y Jack (ambos interpretados
por Michael B. Jordan) vuelven a su pueblo natal a gerenciar un bar con músicos
en vivo que inaugurarán esa mismísima noche.
El regreso nos permitirá conocer los amores que tuvieron,
los pleitos que dejaron atrás y los conflictos sin resolver. Y entre las
historias a conocer está la de Sammie Moore (Miles Caton), el músico del
principio.
Esta primera parte es casi antropológica. Conocemos cómo
viven, piensan y, sobre todo, cómo hace música esta gente. Sin embargo, a pesar
de que la música está en primer plano, el personaje de Sammie se pierde, ante
la apabullante star-quality de Michael B. Jordan, que encima viene multiplicada
por dos.
Sammie debiera ser el epicentro de la historia, y los
personajes de Michael B. Jordan los posibilitadores del marco narrativo para
que surja el choque de la Música con el Mal (así en mayúsculas).
En los papeles es así, pero en la realización la empatía
que genera Michael B. Jordan con solo aparecer y estar en el plano, desdibuja y
no poco el diseño narrativo.
Los hermanos que hace Jordan posibilitan que la historia
ocurra, pero no la lideran, no la conducen. Algo que puede confundir porque las
estrellas, por definición y designio, son las que generalmente hacen la
historia. No es este el caso.
Presentados los personajes, con nuestras simpatías creadas
hacia unos y hacia otros no, comienza la segunda parte: la aparición del mal.
La herramienta elegida para diseminarse es el cuerpo y alma
de Remmick (Jack O’Connell) A poco de entrar en escena se consigue dos
secuaces: Joan (Lola Kirke) y Bert (Peter Dreimanis), activos militantes del
KKK (versión “natural” del mal en contraposición de la supernatural que encarna
Remmick)
El tráiler oculta con destreza la forma que adopta Remmick
para propagar su maldición, así que no cometeré spoiler y no adelantaré nada.
Eso sí, permítaseme decir que Jack O’Connell exhibe un talento para la música
que le desconocíamos hasta ahora. Y su voz es también muy agradable en el
canto. El muchacho se está convirtiendo en todo un catálogo de virtudes.
No soy un experto en cine de terror, frecuento muy poco el
género, pero lo que aquí se ve me pareció efectivo y atrapante. Aunque más no
sea por la lógica de ver (o adivinar) quién vive (o sobrevive) y quién no.
Sinners (2025) tuvo una preventa
larguísima. Los primeros avances aparecieron unos 7 meses antes de su estreno.
Mercadeo que no siempre juega a favor, puede saturar. Eso no pasó esta vez.
Se estrenó y fue un gigantesco éxito de público y
sorpresivamente (o no) de crítica. Ryan Coogler es un director talentoso y
astuto. Pero tiende a tomarse su material demasiado en serio, lo que redunda en
una solemnidad involuntaria. Aquí ese defecto no es tan patente. Ligeros toques
de humor disuelven la pomposidad y la seriedad surge de la necesidad de la
historia, no del estilo.
Solo queda razonar el porqué del título. ¿Quiénes son los
pecadores (sinners)? Y ¿por qué? Habrá tantas teorías como espectadores tenga
la película. Para mí son los que necesitan de un músico excepcional para sanar
sus males físicos y espirituales. Lástima que los músicos vengan con sombras no
invocadas.
Gustavo Monteros