viernes, 22 de marzo de 2024

Querido diario - Hoy: La chimera


 

En una de las escuelas en las que trabajo como profesor, la biblioteca hace un expurgo por los pasillos. Yo ya me llevé todos los libros de autores que conocía o me interesaban. Pero aquel día no había alumnos y tenía que cumplir el horario completo de las horas que daba. Era la primera o segunda jornada del temporal de lluvia y viento que los medios ya califican de “histórico”.

 

Los libros que quedan juntan polvo en unas mesas mustias. Me pongo a examinarlos para ver si se me pasó alguno que podría reconsiderar. Un título me intriga, La galería de espejos, pero no conozco al autor, Homero M. Guglielmini. Como el tiempo no me urge, tomo el teléfono y busco información en la enciclopédica internet.

 

Me entero que fue un filósofo y literato, que adhirió primero al nacionalismo (de derecha, supongo), después al peronismo y cuando la Revolución Fusiladora lo echó de los lugares en los que trabajaba, fue rescatado por los españoles que le dieron una beca, vuelto al país, trabajó un tiempo de periodista, se instaló en Mar del Plata, donde lo mató un ladrón que quiso entrar a su casa, y su muerte prematura no le permitió dejar exégetas, y así su obra se fue deslizando al olvido en el que está hoy.

 

Me entero también que el libro suyo, que tengo en las manos, ganó un premio importante. Me lo llevo a la sala de profesores y lo hojeo. Leo la contratapa y a pesar de que sé que no debo hacerlo, leo el prólogo. Un profesor de la facultad nos enseñó que el prólogo, aunque está al principio, hay que leerlo último. Lo escribió alguien que ya leyó el libro y ustedes no, nos dijo, entonces puede revelarle datos del argumento o condicionarlos con su opinión, mejor leerlo cuando ustedes ya tengan una idea formada, mejor confrontar la opinión con el prologuista que aceptarla de entrada, solo porque no tienen ni idea de qué trata o cómo es el libro, no hay nada como el criterio propio.

 

En estos días, sus palabras me vienen mucho a la mente, porque se me ha dado por elucubrar que mucho de lo malo que nos está pasando social, política, económica y culturalmente es porque permitimos que, en política, sobre todo, piensen por nosotros, nos levantamos y no desayunamos con nuestros pensamientos, no, prendemos la radio, la tele o nos metemos en internet para que nos digan qué tenemos que pensar, el criterio propio, de tan perdido no existe.

 

Pero esta vez mi transgresión no es tanta. El propio autor escribe el prólogo y más que valorarse de más dándose loas o traicionarse contando lo que no debe, hace una declaración de principios: “Pero ¿dónde empieza lo imaginario y dónde acaba? Nadie lo sabe, nadie lo sabrá nunca. Nuestra vida y nuestro mundo están entretejidos por la inextricable urdimbre y la permanente confusión de fantasía y realidad, de ensuelo y vigilia, de ficción y verdad. Los hilos de la realidad nos parecen más importantes porque son más gruesos y toscos, eso es todo. Pero a cada momento podemos dar vuelta el tapiz, y entonces veremos las figuras al revés (…) No es cierto que vivimos preferentemente instalados en la realidad: la mayor porción de nuestro ser -quizá la mejor- se apoya en la expectativa, el proyecto, el sueño, el temor, la ilusión, la angustia, la esperanza. El pasado se va muriendo a cada minuto, no queda de él sino el recuerdo, a su vez una forma de la imaginación, tenue como un tul. Imaginamos el pasado en forma semejante a cómo imaginamos el futuro. Lo que ha sido, ya no es, lo que habrá de ser, no es todavía. Frente a esa área inmensa de lo recordado y presentido, de lo que anhelamos o rememoramos, el caudal, de la realidad es tan breve que cabe en el hueco de un dedal. (…) Está bien que así sea: nuestra vida sería insoportable si no pudiéramos suponer e imaginar en cualquier momento algo más bello y consistente que ella misma. Los poetas tienen siempre razón”

 

Por eso a la noche, entre las películas por ver, opto por La chimera. Me gusta mucho el cine de Alice Rohrwacher (y no menor es el placer que tengo cada vez que pronuncio su nombre, que en fonética gaucha es algo así como “aliche rorguaker”). Su cine transita la cornisa entre la realidad y el sueño. Su estilo es claramente discernible. Es luminoso, brillante, alegre, aunque con un dejo de melancolía. Celebra las caras idiosincráticas de lo que para ella es Italia, aunque a diferencia de Fellini, al que cita y homenajea, no va por lo fenomenológico, sino por lo peculiar. Los rostros que ilumina puede que no parezcan bellos de entrada, pero a los segundos son elegantes y distinguidos. La belleza en su cine no depende de quién la mire sino de cómo ella la fotografíe.

 

La chimera comienza en media res y si bien no es ningún misterio lo que sucede, se tarda un poquito en descifrar que está pasando, aunque se disfruta enormemente la desazón. Arthur (Josh O’Connor) está durmiendo en un vagón de tren. Viste un traje blanco, sucio y desprolijo. Las chicas que lo acompañan en el compartimento elogian su apostura. Él, cuando se despierte, dirá que tienen el perfil de unos dibujos clásicos, la nariz de las chicas es prominente, pero no las afea. El guarda es quien lo despierta para pedirle el boleto. Arthur le entrega un papel. El guarda le pierde la simpatía que le demostraba. ¿Un papel en vez del boleto? Más tarde comprenderemos que quizá es un certificado que explica que pasó un tiempo breve en la cárcel. Entra un vendedor de medias y le hace a Arthur el chiste de que tiene que comprarle las medias sí o sí, porque las que tiene puestas huelen feo. Arthur reacciona mal, el vendedor le regala unas medias coloridas y se va ofendido. Las chicas también abandonan el compartimento. Arthur las sigue al pasillo, pero de ellas ya no hay rastro, salvo el perrito blanco que sostenían en el regazo que en medio del pasillo parece regañar a Arthur.

 

Nada hay de anormal en esa escena, pero todo está como un poco corrido de lo que es esperable. Y así es en todo el film. Adelantemos un poco. Aunque no hay indicaciones muy definidas, estamos, por la ropa y los muebles y los utensilios, los peinados y los zapatos en la década del ochenta. Arthur y una banda de muy queribles malandras se dedican a saquear tumbas etruscas. Se quedan con las ofrendas y los ornamentos que se ponían junto a los muertos para hacerles la vida más cómoda en el más allá. Este saqueo cultural está penado por la ley, de ahí que deban cuidarse de los policías.

 

Arthur es amigo de Flora (Isabella Rossellini) una anciana que vive en una ex casa solariega que ahora se cae a pedazos. Es la abuela de Beniamina (Yile Yara Vianello), amor por el que pena Arthur sin consuelo y nosotros jamás sabremos si ella se fue sin noticias desde entonces o está muerta. A Flora la sirve Italia (Carol Duarte) que más allá del nombre no es italiana, es portuguesa. Italia le oculta a Flora, confinada a una silla de ruedas, que en la mansión están también sus dos hijas, una bebé y una preadolescente, algo que precipitará la ruptura entre ambas.

 

La música que usa Rohrwaker es variada y va desde Mozart, Monteverdi hasta el folklore y el pop italiano, con todos los intermedios imaginables. En uno de los episodios de Fellini Roma, una de las películas de mi vida, unos arqueólogos abren una habitación enterrada y cubierta de frescos bellísimos, la luz entra y con ella el oxígeno u otros agentes químicos (la ciencia no es lo mío) y los frescos comienzan a borrarse, después de siglos, su belleza es a la vez redescubierta y vista por última vez. Aquí en un momento determinado, al entrar a una tumba, pasa algo parecido, pero los dibujos esta vez no desaparecen, solo pierden su brillo y su definición, pasan a ser un fantasma de lo que fueron. Tiene que ver quizá con algo que se dice por ahí, de que lo que las tumbas guardan no son para ojos humanos. El final puede ser visto como abierto o ambiguo. No creo que sea ninguna de las dos cosas. Porque como dice Gugliemini en el prólogo de su La galería de espejos: “Los poetas tienen siempre razón.

Gustavo Monteros



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