domingo, 17 de mayo de 2020

A white, white day


A veces uno llega de pura chiripa a una película que se va a quedar a vivir en uno. A esta me la vendió Ingvar Sigurdsson. Tengo el orgullo de llevar más de una década exponiéndome al cine islandés. Lo subrayo porque muchos llegaron no hace mucho a esa cinematografía y yo quiero lucir mi prosapia sobre los advenedizos.


El hombre tiene una cara difícil, algo muy bueno para un medio que necesita peculiaridades. La cámara de cine es veleidosa, se enamora tanto de la cara apolínea de Brad Pitt como de la inclasificable de Jean Reno. Cuando hablo de caras difíciles siempre tengo que aclarar que no implico feas o desagradables, sino contrarias a las de rasgos regulares, equilibrados, verificables.


Ingvar Sigurdsson tiene ojos claros penetrantes, como si pretendieran hipnotizarte. Una frente ancha que uno siempre asocia a la inteligencia y una quijada fuerte, de esas que uno adivina pueden recibir golpes arteros sin inmolarse. Es alto, medio grandote como todos los de sangre vikinga. Los labios son rectos, de esos que uno equipara a la parquedad. Y la cara tiene el contorno de una máscara.


Ingvar Sigurdsson tiene el espesor de los protagonistas. (El protagonista en algún momento de su carrera por azar, empuje ajeno o decisión propia, asumió el coraje de procurar entretener el tiempo que el cuento necesite). Es un espesor que uno supone de vida bien vivida, de pasados amores desangelados, de lágrimas lloradas con dolor que arraiga, con alegrías plenas de felicidad repentina, de hambres saciados a término, y de anhelos que no define melancolía ninguna. El auténtico protagonista siempre imanta e inclina la vista, la atención a su favor, sin importar con quien esté en escena o lo que sea que pase. Siempre nos importará saber qué siente o cómo reaccione así sea otro el que lleve la batuta de la situación dramática.


Ingvar Sigurdsson, por todo lo enunciado, me “vende” lo que sea. De ahí que como en este caso, me basta identificar su cara en el afiche para comenzar a bajar la película sin ni siquiera atisbar el resumen del argumento, que está ahí para decidirnos a seguir o a apartarnos.


La película se abre con un paisaje neblinoso en el que poco se distingue y un epígrafe bello como la poesía verdadera: “En esos días cuando todo es blanco, y no hay ninguna diferencia entre la tierra y el cielo, entonces los muertos pueden hablar con nosotros que todavía estamos vivos”. Y lo firma un tal Anónimo, que es el autor más representativo de cualquier cultura, porque somos todos.


A continuación la cámara seguirá un auto que apenas se vislumbra entre la niebla, algo que no vemos hace que el auto se desbarranque. Allí viene el título: Un blanco, blanco día sobre fondo negro y pasamos adonde, después veremos, transcurre gran parte de la trama: ¿unas barracas?, ¿unos depósitos?, ¿unos silos? Vemos como cambian según las estaciones, los años, los dueños. El montaje es seductor, pero largo. Lo suficiente como para que me ponga  a asociarlo con el peor Terrence Malick, el de El árbol de la vida (en mi modesta opinión, mamma mia, ¡qué bodrio!), una película artificiosa que nos martilla hasta la desesperación que debemos entender la historia sobre un trasfondo metafísico. Esta también resalta que lo que vaya a pasar está sujeto a la Naturaleza, al Tiempo, al Espacio, al Destino, etc. No hay muchos modos de expresar esto, salvo por la pretenciosidad de un montaje, que puede ser preciosista o muy aburrido.


No planto y me voy, porque Ingvar Sigurdsson y su personaje todavía no han aparecido, pero percibo que le está exigiendo demasiado a mi admiración, que está agotando mi paciencia.


Finalmente su silueta se recorta en el montaje, está convirtiendo uno de los barracones en una casa, después veremos estas escenas de transformación de la casa, desde adentro, de cerca. A la larga, el montaje acaba y a través de ventanas mellizas vemos a Ingvar Sigurdsson que le habla a alguien que se recorta en la otra ventana. Los dos están sentados. Corte al interior y sabemos que Ingvar Sigurdsson hace un personaje que se llama Ingimundur, que el hombre enfrente suyo es un psicoterapeuta, y que Ingimundur es policía, abuelo y viudo,


Y que esos son los tres ejes en los que girará su historia, que es la de la película. Que sea policía le permitirá forzar una situación clave, que sea abuelo de una nieta luminosa a la que quiere como a su propia vida evitará que algunas decisiones sean drásticas, y que sea viudo (y reciente) gravitará en su aflicción que no acepta ni supera.


Ingvar Sigurdsson me vende lo que sea, ya lo dije, lo que agradezco, porque me subyuga con este personaje que acumula presión, tensión y no libera. Y me mantiene en vilo, presente en la historia y me permite surfear el pesado armado del trasfondo metafísico cuando aparece (primero como una sucesión de planos fijos del resultado del accidente del inicio, con números que identifican cada detalle porque se trata de una escena ¿del crimen?, a investigar, esta parte no es tan molesta, como sí lo es la siguiente, espaciada, por suerte, por desarrollos de la trama, y que consiste en un programa infantil que ve en la televisión la nieta de 10 años, y que muestra una misión en ¿la Luna?, que ha fallado y que hace que el astronauta se angustie y grite parrafadas sobre el destino, la vida y la muerte, con efectos y actuación de teatro infantil, es decir, todo muy agigantado y gritado, no es una escena muy larga, pero a mí se me hizo eterna, porque yo ya tenía ganas de gritar: ¡Sí, ya entendí!, nuestra historia, la de Ingimundur, la nuestra, la que sea, es minúscula y se juega contra la eternidad, la nada, el todo.


Pero, por suerte, para mí, el protagonista era Ingvar Sigurdsson, que por anteriores trabajos me vende todo, entonces seguí con el derrotero de su personaje Ingimundur y llegué por fin al momento en que ya no se contiene y desata lo que lleva adentro y lo que él hace, lo que su personaje hace se me vuelve inolvidable, porque él, yo, todos perdimos algo alguna vez y nos costó asumir que lo que estaba ya no está más, que pasó a recuerdo, y que los recuerdos duelen al principio, aunque después consuelan porque nos dicen que lo vivido no fue en vano y que no se irá mientras tengamos memoria o deambulemos la tierra, el tiempo, la divinidad o la nada, ¡sí, ya entendí director y guionista Hylnur Palmason, el cuento se recorta contra lo metafísico!, no me lo recalques más, dejame que Ingvar Sigurdsson y su Ingimundur lleguen a su día blanco, blanco, blanco, que vos, él, yo, todos tuvimos.

Gustavo Monteros



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