jueves, 10 de mayo de 2018

El amante doble


François Ozon es uno de los grandes favoritos de los distribuidores locales, hemos visto casi todos sus títulos estrenados en los cines. No es de extrañar, es impredecible (salta de un género a otro), es arriesgado (juega siempre con temas que bordean lo escandaloso), elegante (su cine es agradable hasta cuando no lo es) y prolífico (se mueve casi a un título por año, la prodigalidad crea hábito y dependencia, lo que acrecienta lo económico). Tiene ambiciones de “autor” y no te hace quedar mal cuando invitas a “la última de”… Hasta ahora.


Nobleza obliga, vi su film el día en que nos comunicaron que volvíamos a la tutela del FMI, algo que el que tiene memoria no puede soslayar, incorporar y manejar, así como así, ya que casi todas las cosas que pudieron ser regulares, fueron horribles por su designio y consejo. A lo que voy es que la realidad me llevaba una y otra vez a los recuerdos de una realidad nefasta, y se necesitaba una narración no tan apegada a la frialdad, a la estética, a la cinefilia para abstraerme.


El amante doble juega con unas cuantas fantasías como la de acostarse con el psicoterapeuta o experimentar el sexo con gemelos. Como todo, absolutamente todo en Ozon remite a la cinefilia, la frialdad deriva de Chabrol, ¿dijimos mellizos?, volvamos a los mellizos de Cronenberg, los de su Dead Ringers/Pacto de amor corporizados por seductora sinuosidad por el inmenso Jeremy Irons, y la anécdota surge de la siempre rendidora premisa de preguntarnos qué filmaría Hitchcok en la actualidad de ser eterno.


El problema es que habrá más espejos enfrentados que en una vidriería, la historia tendrá más dobleces que el hojaldre, y tras el armado del cuento al final, más que la supresión de la incredulidad se nos pide un salto de fe, para desbrozar símbolos primero y compartir después el desenlace de la terapia de la protagonista, que nos condujo con sustituciones y variantes por el frágil laberinto de su mente. La pregunta del millón es si la situación en la que se halla la protagonista interesa o no.


La cosa se inicia con una chica, Chloe (Marine Vacth, descubierta por el mismísimo Ozon para Jeune et jolie, aquí con un corte de pelo que la asemeja a la Juliette Binoche incónica) que es invitada a hacer terapia porque su malestar de vientre no obedece a ningún cuadro clínico y es probable que se trate de alguna psicopatía, de allí que vaya a psicoanalizarse con Paul (Jérémie Renier) que oculta un particular secreto, entonces…


Respecto a la pregunta hecha antes, en lo personal, no me importaba mucho lo que le pasaba a la pobre Chloe, y me parecía que Ozon recurría al sexo casi pornográfico y a audacias ginecológicas para interesarnos. Procedimiento tan lícito como cualquier otro, siempre y cuando no se le note tanto la hilacha como en este caso. Vacth y Renier muestran todos y cada uno de sus lunares en los desfogues sexuales, y cerca del final, en lamentablemente breve actuación reaparece Jacqueline Bisset y uno descubre que fuimos muy injustos con ella, nunca la valoramos en plenitud, es una gran actriz, claro, sin embargo es tan hermosa que siempre nos quedamos en su figura escultural y en su rostro impar y no ahondamos en un talento actoral amplio y flexible.


Ah, cerca del final, por las dudas nos estemos aburriendo mucho, Ozon para acercarse al Cronenberg de Pacto de amor apela a trucos de Grand Guignol, muy en consonancia con el Alien, el octavo pasajero de Ridley Scott.


No sé, sin amenaza inminente del retorno al FMI quizá la hubiera disfrutado más, pero no estoy seguro. Van por su cuenta y riesgo.

Gustavo Monteros

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