Como bien lo señala el afiche, Duro de Cuidar (The Hitman’s
Bodyguard) es una buddy movie, en su variable comedia policial, motorizada
por las avenencias y desavenencias de sus protagonistas, tal como lo requiere
el género. El bueno de Ryan Reynolds es Michael Bryce, un especialista en
seguridad para ejecutivos caído en desgracia. Su ex novia, Amelia Roussel (Elodie
Yung, la Elektra de Daredevil y The defenders de Netflix) le pide que la
ayude con Darius Kincaid (Samuel L. Jackson) un asesino a sueldo que debe
presentarse a atestiguar en un juicio contra Vladislav Dukhovich (Gary Oldman),
un feroz dictador bielorruso. Darius aceptó hacerlo para que el amor de su
vida, Sonia (Salma Hayek) sea liberada de prisión. La tarea de Michael no será
fácil porque un ejército de asesinos quiere callar a Darius para siempre.
Reynolds y Jackson llevan en el negocio lo suficiente para saber que deben complementarse para que la trama fluya y triunfe. Lo hacen a la perfección, a tal grado que hasta sus voces coordinan, cuando uno se pone en bajo, el otro juega de tenor y viceversa. Y así logran que sean graciosas hasta las líneas nada brillantes, pocas por suerte. Salma está desternillante en un personaje que mezcla su propia latinidad con un toque de Sofía Vergara, que gracias a su Gloria de Modern Family es la reina de las sudamericanas rotundas y estridentes.
Toda película industrial norteamericana contemporánea,
las denominadas pochocleras, debería venir con el subtítulo de Welcome to
Movieland. Ya ningún film de esa procedencia puede verse como una pieza
independiente, es tal el triunfo de la interrelación, de la intertextualidad
que no son nada en sí mismas, sino el capítulo de una novela en progreso. Una
buddy movie se mide en relación a todas las buddy movies que la precedieron.
Tal como mencionamos, un personaje de caricatura pura como el de Salma se mide
en relación a todas las latinas pulposas y gritonas que la antecedieron,
incluso con algunas que ella misma interpretó. El film pochoclero existe según
una lógica sustentada y alimentada en un equilibrio de imposibles, que dimos
por posibles en inmensas suspensiones de la incredulidad. Tanto el perfil
psicológico de los personajes como sus acciones o sus relaciones poco y nada
tienen que ver con lo que llamamos realidad fuera del cine. El cine pochoclo es
convención pura que vive dentro de convenciones ultra puras. Ya es un artefacto
sofisticado, equiparable a la ópera o al ballet. Mucho debe darse por sentado
para aceptar su sistema de signos y seguir una historia.
Es una paradoja que algo tan popular sea, al
analizarlo en detalle, un producto de altísima sofisticación. Supongamos por un
momento lo imposible: que a alguien que nunca jamás haya visto una película se
lo lleve a ver un film pochoclero. No entendería nada. Le parecería delirante
que aceptemos como si nada una sucesión de sinrazones y disparates, y ¡que la
demos por “reales”! (aunque más no sea en el contexto de la ficción)
Esto me retrotrae a otra paradoja. Cuando comencé a
ver cine, o a ser consciente de lo que era cine, allá a fines de los sesenta,
el cine arte necesitaba una preparación previa, una advertencia sobre sus
signos determinantes, sobre su disrupción de la narrativa tradicional, etc. En
cambio, el cine industrial, apegado todavía a la gramática clásica, se
explicaba por sí solo, no necesitaba prólogos ni pies de página. Hoy, en líneas
generales, es casi al revés (nótese que he aprendido a ser prudente con mis
generalizaciones), el cine arte tiende a explicarse por su cuenta, en tanto que
el industrial necesita de ejemplos precedentes para ser decodificado.
Se dice que en el fondo somos chicos y que nos gusta
que nos cuenten la misma historia. El cine industrial cumple dicho precepto a
rajatabla. Siempre nos cuentan lo mismo de la misma manera. La cuestión es que
de tanto relacionarse endogámicamente, más que una imagen es un juego de
espejos enfrentados.
Filosofadas al margen, Duro de cuidar de Patrick Hughes entretiene con gozosa efectividad. Y como ocurre
siempre con las formas que se fosilizan o estandarizan, son los actores los que
dan vida a la velada. El trío ya mentado de Reynolds, Jackson y Hayek devuelven
la entrada y el tiempo invertido con creces y de paso acrecientan nuestro afecto por
ellos. No es poco. Para nada.
Gustavo Monteros
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