Ayer nomás, bueno, la semana pasada para ser precisos,
decíamos que la globalización trajo, entre sus consecuencias, una uniformidad
cinematográfica, ética y estética, con conflictos similares de personajes
similares resueltos de manera similar, y que eliminaba, o más bien allanaba,
las peculiaridades, las diferencias idiosincráticas.
Y ahora llega una película que anula o limita la
generalización recién apuntada y que le da un baño de humildad a mi
irresponsable capacidad de observación. En mi defensa puedo decir que se aleja
en el tiempo (transcurre en los ochenta) y que por lo tanto se desmarca de
ocurrencias contemporáneas. Pero sería hacer trampa, mi pretenciosa reflexión
no excluía las películas de época.
Esta nos retrotrae, tanto en conflictos como en
personajes, a épocas de mayor autonomía cultural, menos influenciada por usos y
costumbres hollywoodenses, cuando nos permitíamos ser cómo éramos y aspirábamos
a que la universalidad surgiera de nuestras particularidades, sin
reinterpretarlas, limando los aspectos más personales que nos hacen únicos,
para que sean más asequibles a la comprensión, o lo que es peor al gusto, del
espectador universal promedio.
Pero vayamos por partes. La maestra de Jan Hrebjk es una película eslovaca, ambientada en la
Checoslovaquia de los años 80, cuando el comunismo daba los últimos hurras en
una sociedad que todavía quería verse regida por las ideas de camaradería y
prosperidad, aunque en realidad toleraba un sistema anquilosado de corrupción,
que no por desgastado estaba menos vigente.
Después de las vacaciones de verano, en un colegio de
Bratislava irrumpe imponente y carismática, Maria Drazdechova (Zuzana
Mauréry en una actuación que solo puede calificarse de magistral) la nueva
maestra de Eslovaco, Ruso e Historia para hacerse cargo de un curso de
preadolescentes. Como todos los maestros del mundo, comienza por pasar lista.
Llama la atención que no usa para tal fin un registro escolar oficial, sino una
agenda personal en la que anota las profesiones o actividades con las que se
ganan la vida los padres de sus alumnos. Se presenta como una persona bien
ubicada dentro del esquema partidario, es viuda de un militar muerto en acción
heroicamente, y una hermana suya vive, nada más ni nada menos, que en la
mismísima Moscú. Tal encumbramiento le garantizará si no el poder, la palanca
para hacerse atender como una reina, desde servicio de peluquería hasta
conseguir remedios, hacerle la compra en los supermercados con la consiguiente
cola eterna que puede evitarse yendo dos horas antes del horario de apertura, o
que le trasladen por avión confituras para su hermana moscovita, o le arreglen
el lavarropas. And last but not least, ni por asomo, que los alumnos le limpien
la casa o que sus madres generosas le manden comida hecha. Todo gratis, of
course, faltaba más. A cambio ella les avisará a dichas madres en secreto los
ejercicios que tomará en las pruebas orales y escritas. Como buena tirana,
favorecerá a los que le rindan pleitesía y será vengativa con quienes no puedan
o no quieran otorgarle favores.
En paralelo a cómo se
desarrolla este ejercicio de autoridad y sometimiento, somos testigos de una
reunión de padres que busca la firma de una petición, por la mayoría, para
desligarla de su función e iniciarle una investigación. Algo que no pinta
fácil, muchos simpatizan con la maestra, la corrupción nunca es unilateral.
Como puede verse, a esta
historia no le falta interés y atractivo, pero por cómo está estructurada,
cerca de la mitad la acción se estanca y parece perderse en un loop del que no
puede salir, después por suerte lo logra y se llega a un desenlace que remarca
que no solo el comunismo permite el ejercicio tiránico, de modo que podemos
recomendársela a nuestro amigo trotskista o marxista-leninista sin ofenderlo, no, para nada, porque sea donde
sea que haya un poco de poder surge la posibilidad de la corrupción.
Más allá de los reparos
parciales, merece verse.
Gustavo Monteros
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