Hell or High Water (literalmente “pase lo que pase”), rebautizada como Sin nada que perder, es ante nada y por
sobre todas las cosas un ejercicio de cinefilia. Más dispuesto a seguir los
modelos elegidos que a respirar por cuenta propia. Es tanto un western, un
policial como una buddy movie. Como las series Fargo o Quarry abreva en
la estética y la gramática cinematográfica de los 70, con resonancias de Martin Ritt,
Sidney Lumet, Robert Benton, los hermanos Coen, Michael Cimino, Robert
Mulligan, John Carpenter, Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich y siguen las
firmas, más todos los fantasmas que arrastra consigo la presencia del ahora
prócer Jeff Bridges, con más de cincuenta años de cine en sus espaldas.
Como en muchos de los clásicos de los finales de los
sesenta y principios de los setenta, la historia progresa por dos dúos de
personajes. De un lado tenemos a los hermanos Howard: Toby (Chris Pine) buen
hijo, sufrido padre y ex-esposo, brillante para concebir un plan de venganza
contra el sistema financiero y Tanner (Ben Foster) un ex-presidiario, apaleado
a golpes de chico, que sobrevivió a resentimientos varios por el cariño de su
hermano, a veces cruel, otras veces inconteniblemente violento, pero en el
fondo de buena entraña (cualquier parecido con personajes que forjaron la
leyenda de Paul Newman es adrede, no pura coincidencia). Del otro, dos
veteranos Texas Rangers, Marcus Hamilton (Jeff Bridges) y Alberto Parker (Gil
Birmingham) a punto de la jubilación. Marcus
es quisquilloso, impaciente, hosco, malhumorado, de lengua filosa (lo que llamo
un personaje Walter Matthau, porque me recuerdan a los que le dieron un perfil
determinante a la carrera de este gran actor). Alberto es mestizo, con sangre
india y mexicana, paciente, simpático, un humanista que soporta lo mejor que
puede las chanzas hirientes, discriminatorias y xenófobas de Marcus. No se
necesita ser muy despabilado para darse cuenta que Marcus no habla en serio,
que no es un racista, es su manera de no involucrarse demasiado, para no dar
rienda suelta al respeto y al afecto que siente por Alberto (cualquier parecido
a 7000 personajes de Charles Bronson, Clint Eastwood, Robert Mitchum, Kirk
Douglas, Burt Lancaster, o el ya mencionado Walter Matthau, entre otros, no es
pura coincidencia, es adrede.
Los hermanos Howard roban sucursales pequeñas de un
mismo banco, después se comprenderá por qué. Los Texas Rangers van detrás.
Marcus es un excelente policía con un buen olfato y descifrará cómo viene la
mano. Y, claro, habrá un duelo final.
Si verá esta película saltee este párrafo porque
contiene sino un spoiler, una pista demasiado evidente. Desde el inicio del
cine estadounidense, los guionistas insisten con un recurso que llamo Moritat
te saludant, los que van a morir te saludan, frase con la que se presentaban en
la arena los gladiadores del circo romano. En toda película de guerra, acción,
western, policiales y hasta dramas, si un personaje secundario, la mayor parte
de las veces, habla de sus planes de futuro con algún detalle, seguro que lo mataban
sobre el final. El recurso, bastante obvio, consiste en crear empatía con dicho
personaje para después conmocionarnos con su triste destino. Es una
manipulación narrativa tan barata y tan usada, que ya deberían archivarla. Y
sin embargo, no. La revitalizan una y otra vez. Este lugar tan común es, para
los que hemos visto más de una película, muy irritativo. La bronca viene porque
aquí vuelve a usarse groseramente.
En definitiva, si se acepta su juego de espejos con
media filmografía de la década del setenta y se le perdonan lugares comunes tan
viejos como el mundo, se puede disfrutar de esta historia de venganza
justiciera, actuada, eso sí, como los dioses.
Guión de Taylor Sheridan, dirección de David
Mackenzie.
Gustavo Monteros
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