Antes,
hace mucho, cuando era más crédulo, me gustaban las películas largas. Eran
sinónimo de épica, de grandiosidad, de personajes extraordinarios. Claro, eran
los tiempos de David Lean y sus Puente
sobre el río Kwai, Lawrence de Arabia,
Doctor Zhivago, La hija de Ryan, de Stanley Kubrik y sus 2001, Odisea del espacio, Dr
Strangelove o cómo aprendí a amar la bomba, Barry Lyndon o El resplandor,
que también duraba lo suyo. Eran los tiempos en que los directores, al margen
de sus veleidades artísticas, pretendían contar historias, entretenernos,
transportarnos a otras realidades. Ahora me dicen que una película dura más de
dos horas y me da un vértigo de aburrimiento, me ataca la idea de que la
relación asentaderas-butaca va a ser más ardua que no ganarse la lotería, que
me sentiré como Charlton Heston en Ben
Hur cuando lo ataban al remo del galeote. Claro, son los tiempos en que los
directores, al margen de sus inmensas y vacuas veleidades artísticas, son más
propensos a mirarse el ombligo que a contar historias o a entretenernos con
algo.
Amadas hermanas (Die geliebten Schwestern, 2014) de
Dominic Graf tiene dos cortes, uno de 138 minutos que es el que se exhibe
comercialmente y uno de 171 minutos que es el corte del director. Yo no pude
elegir y tuve el gusto de ver el corte del director, que es claro el corte
comercial más 33 minutos. Minutos que fueron menos trabajosos de lo que pensé
en un principio, no diré que se pasan en un suspiro, pero parecen menos que los
de un examen en el que no se saben las respuestas.
Narra
la relación tripartita que se establece a fines del siglo XVIII entre las
hermanas Caroline (Hannah Herszsprung) y Charlotte (Henriette Confurius) con el
poeta, dramaturgo, historiador y unos cuantos etcéteras más, Friedrich Schiller
(Florian Sletter). O sea que el film participa tanto del género biopic
(películas biográficas) que Selma, La teoría del todo y unos cuantos
bodrios más me enseñaron a odiar con ahínco como del costume drama (film de
época), que al menos nos permite entretenernos en la reconstrucción de
ambientes y vestuarios, cuando el tedio arrecia.
La
primera hora interesa, los personajes tienen sus aristas y hay un narrador en
off que nos remite de inmediato a Las dos
inglesas (Les deux Anglaises et le
continent, 1971) de François Truffaut que también lidiaba con un triángulo
con dos hermanas como base, claro, Truffaut al margen de ser un maestro con
todas las letras era un narrador prodigioso, de ahí su admiración no solo por
Hitchcock sino también por el gran Spielberg, no olvidar su participación como
actor en Encuentros cercanos del tercer
tipo (Speilberg, 1977). En esta primera hora nos acomete también el morbo
de saber si las hermanas se acostarán juntas con el poeta o si se turnarán en
esto de compartirlo. No quiero spoilear nada, pero la verdad es más prosaica y
menos colorida que una porno. La segunda parte (larga si se ve la versión
completa), excepto algunas histeriquiadas agrega poco interés y uno anhela el
desenlace, que cuando llega, obliga a la pregunta de rigor: aparte de la
peripecia de vida, ¿qué se nos quiso contar?, ¿una instancia del poliamor, tan
mentado por las revistas?, ¿la dificultad de las relaciones que se saltan los
convencionalismos?, ¿las profundidades de la efímera pasión?
Si
es eso, la película salvo detalles ofrece poco. Y deja afuera relaciones más
ricas que las del triángulo, tales como ¿qué corno era por dentro un matrimonio
arreglado con un hombre de buen ver, rico y culto, pero al que no se ama?, o
¿cómo es enamorarse de una mujer que en el coito pone siempre en tu oído el
nombre de otro? Está bien, de acuerdo, son relaciones loser al lado de la
relación winner del trío desbocado, pero Bergman, Visconti o Kurosawa no las
hubieran dejado al margen. ¡Qué difícil es resignarse a que los grandes maestros
ya no estén! Y no es nostalgia por ser viejo, es asumir la realidad. Las
películas, las novelas, la música, los cuadros se han empequeñecido, y uno debe
dar por valiosos films que solo ostentan logros parciales, muy parciales, para
no sucumbir a la desesperanza de haber perdido otra vez horas de nuestro tiempo
que podríamos haber aprovechado mejor paseando al perro, cortándonos las uñas o
reviendo por enésima vez El gatopardo.
Gustavo
Monteros
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