Se
habla mucho de Jeremy Saulnier en estos días. ¿Quién es?, se preguntará usted.
No se preocupe, hasta hace dos días estaba como usted, preguntándome lo mismo.
El hombre, joven según las fotos, presenta en Cannes en la Quincena de
Realizadores su última obra The green
room (El camarín en el original,
sabrá Dios qué título le pondrán los distribuidores de estrenarla) mientras que
por aquí se estrena su film anterior Cenizas
del pasado (Blue ruin o sea Ruina triste en el original) que le hizo
ganar el premio al mejor director en la Quincena de Realizadores de Cannes en
el 2013.
Estas
Cenizas del pasado (Blue ruin) llegan a nuestras pantallas
como out of the blue (caídas del cielo), que junto con otras tres películas
independientes (Incomprendida, 2014
de Asia Argento, Mientras seamos jóvenes,
2014 de Noah Baumbach y Motivación cero,
2014 de Talya Lavie) hayan encontrado un nicho en un fin de semana largo, en un
medio monopolizado por la oferta yanqui de pochoclos sin fin, más que una
sorpresa es casi un milagro. Como sea, a disfrutar de la variación de títulos
hasta que los yanquis determinen por milésima vez que se acaba el mundo o que
nos invaden los zombis en otra superproducción tan ruidosa como tonta.
Cenizas del pasado es un policial con argumento de viejo western. Pero no es por la originalidad de la trama por la que se
destaca sino por la contundencia de su realización. Dwight (Macon Blair) tocó
fondo y sobrevive con algo de ingenio. Es un linyera, un homeless, un
desclasado. Duerme en el asiento trasero de un auto viejo que tiene, irrumpe en
casas vacías, de las que no roba nada, para bañarse, come lo que tiran los
restaurantes de un parque de diversiones y se gana unos pocos dólares
reciclando lo que queda tirado en la playa. (Si alguna vez se preguntó cómo
sobrevive un homeless en Yanquilandia, los primeros minutos de esta película le
alcanzan una respuesta.
Parece
que Dwight es un buen tipo porque la policía negra que lo va a visitar, elige
llevárselo a la comisaría para que reciba la noticia que tiene que darle en un
ambiente que lo contenga y con alguien que le dé una mano de ser necesario. Que
quien esté dispuesto a darle una mano sea una representante de la ley y que el
lugar que lo contenga sea una sala de interrogatorios no deja de tener su
ironía, aunque la idea es clara, Dwight merece afecto y respeto y la intención
de la alguacil es buena. La que no es buena es la noticia que tiene que darle:
el asesino de sus padres saldrá libre en unos días.
Lo
que sigue es la clásica historia de venganza, ejecutada por el menos apto para
llevarla a cabo. Sin embargo, como con el personaje que hacía Pablo Rago en El secreto de sus ojos, no hay que
desestimar a los mansos, obligados a ejercer justicia pueden llegar hasta las
últimas consecuencias.
Jeremy
Saulnier se gana la vida como director de fotografía, es decir, llega a la
dirección desde dentro del cine, no desde ninguna escuela y se nota, para bien.
Maneja la historia frontalmente, sin perderse en las trampas intelectuales del
fuera de campo y esas cosas tan escolásticas, que fueron novedosas en los
tiempos de Huston o de Hitchcock y que hoy de tan estudiadas y usadas a
conciencia ya no sorprenden y hasta aburren.
Esa
frontalidad, más la inmensa simpatía que despierta el personaje de Dwight, nos
mete en la película con un deslumbramiento que no sentíamos desde hace mucho.
Nos rejuvenece, nos quita cinismo y nos devuelve la inocente mirada fresca que
tuvimos alguna vez, antes de ver tanto cine.
Gustavo Monteros
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