Annie, el musical original de
Broadway (libro de Thomas Meehan basado en la historieta de Harold Gray, música
de Charles Strouse y letras de Martin Charnin) puede que no sea una obra de
arte como lo es el musical original de Broadway Into the woods (En el bosque,
libro de James Lapine, letra y música de Stephen Sondheim), pero es efectivo,
eficaz y entrañable. Es el sueño hecho realidad de todo productor, tiene todos
los elementos para que el público lo disfrute y vuelva por más: niñas huérfanas
maltratadas por una villana más carismática que mala, un perro lanudo, grandote
y adorable, un multimillonario en apariencia duro pero en realidad más blando
que un almohadón de plumas que proveerá más de un final feliz porque si el
dinero no hace a la felicidad, ayuda mucho, y claro, canciones pegadizas que
uno más que tararearlas a la salida, a la semana desea la fórmula de cómo
sacárselas de la memoria. A lo que voy es que Annie es un número puesto, un billete premiado con la lotería, la
apuesta imperdible porque los dados están cargados. Y sin embargo, el cine se
empeña en arruinar la receta una y otra vez.
La versión de 1982
dirigida por el gran John Huston fue acusada, con razón, de que contenía
demasiados claroscuros, no el menor de ellos, la angustiante persecución final,
que en original no es más que una excusa para un desenlace feliz a todo orquesta y
los subrayados de que la pieza es un canto a la derecha más recalcitrante y
retrógrada, con sus millonarios buenos y nobles que prosperaron por aprovechar
las oportunidades que les brindó la generosa yanquilandia, abonando el mito
falso de que comenzaron de cero y que solo con voluntad y empuje llegaron alto.
Huston tenía una carrera detrás sosteniendo lo opuesto, porque le dieran a
dirigir Annie no iba a claudicar y dejar
su ideario de lado.
Si Huston ensombreció
a Annie, en 1999 la productora Disney
en un telefilm navideño del ahora celebrado Rob Marshall (Chicago, Nine, En el bosque) la abrillantó, la endulzó, la adornó
tanto que la corta versión quedó ahogada en almíbar. (A propósito dejo de lado Annie, una aventura real, 1995, de Ian Toynton, secuela de Annie, algo así como Annie en Londres, una especie de musical
que solo utilizaba la archiconocida “Tomorrow”, sin palabras)
En 2011 Will Smith
anunció que haría una versión de Annie
protagonizada por su hija Willow, es decir, Annie y el millonario padre
putativo serían negros, transcurriría en la actualidad y el rapero Jay-Z que ya
versionara “Hard knock life” la produciría musicalmente. El tiempo pasó y
algunos cambios se impusieron. Se le pasó a Willow la edad de encarnar a Annie
y se decidió que Quvenzhané Wallis (La
niña del sur salvaje) ocupara su lugar. Will Smith también se alejaría y Jamie Foxx lo reemplazaría. Y
de la producción musical se ocuparían Greg Kurstin y Sia, la película mezclaría
canciones de la vieja obra con otras nuevas. Y entonces la filmación comenzó.
Mejor no hubiera
empezado. Annie, 2014 es uno de los
musicales más malos de la historia del cine. Es hasta peor que Grease II, lo que ya es decir algo. Es
tan pero tan malo que no sé por dónde empezar. Hagamos al revés comencemos por
lo menos malo.
Con mucha simpatía y
con la mejor de las predisposiciones podríamos decir que Quvenzhané Wallis es
una chica muy simpática y con una calidad estelar lo suficientemente potente
como para no quedar sepultada por el alud de estupideces y torpezas que le
lanzan continuamente. Lo que no significa que esté bien, sino apenas
soportable. Al pobre de Jamie Foxx no le alcanzan ni su innegable talento ni su
proverbial simpatía para ponerse a salvo del desastre, por encabezar el cartel
es la víctima principal. Es de esperar que al menos le hayan pagado bien. Rose
Byrne tiene un juego de comedia que hace hincapié en las neurosis, no la salva,
pero al menos no la hunde desde el minuto cero. El ascendente Bobby Cannevale
da un paso en falso y retrocede unos cuarenta casilleros en su promisoria
carrera. Sin discusión lleva a cabo uno de los peores momentos. Figurará en las
antologías de lo que no debe hacerse en un musical. Si el trabajo de Richard
Gere en Chicago sugería la premisa de
que el musical no es para todos, aunque se sea una estrella, se cante
discretamente y se engarcen un par de pasos; aquí el trabajo de Bobby Cannevale
lleva la premisa a un apotegma, a una verdad universal indiscutible. Pero la
que peor sale de esta desventura es Cameron Díaz, es comprensible que se abalanzara
por ser la Srta. Hannigan, no solo porque en cine ya había sido hecha por Carol
Burnett y Kathy Bates, chicas muy de talento a la vista, y en teatro por unas cuantas damas muy
merecidamente ilustres del arte de actuar, sino porque es un papel con
fascinantes aristas histriónicas y con una de las canciones más graciosas de
los musicales: “Little girls”. En esta versión “Little girls” como Sandy, el
perro, tarda en llegar y cuando llega, como en el caso de Sandy, se transforma
en otra esperanza perdida en este valle de decepciones.
Lo peor de lo peor es
la adaptación y el guión, que no solo no hallaron el equivalente contemporáneo
de estos personajes y sus circunstancias de los años 30 del siglo pasado, sino
que en el camino mataron todo verosímil, elegancia, humor y simpatía, hasta el
perro es feíto. De la partitura original sobrevivieron las canciones más
recordadas en versiones “modernas” y se
le agregaron otras tan malas, insustanciales y pedorras que uno no puede más
que preguntarse ¿por qué?, ¿por qué?
Dirigió, más bien
orquestó este desastre, Will Gluck que en 2010 firmó Easy A bautizada por estas tierras con el Tita-Merelliano título de
Se dice de mí para lucimiento de la
luminosa Emma Stone y sus ojos de animé, y en 2011 Amigos con beneficios con Justin Timberlake y Mila Kunis, que los
que la vieron (no me cuento entre ellos todavía) recuerdan con simpatía. A esta
Annie, en lo posible, en un futuro
más o menos cercano, debería “olvidarla” en su currículum.
En resumen, solo para degustadores sibaritas de irrecuperables
bodrios históricos. Los demás obviarla, ignorarla, soslayarla. Mucho. “Porque
seguro que hay sol… mañana”.
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