En
los peores momentos, los actores son unos monigotes inseguros, vanidosos,
narcisistas que se pavonean por un escenario o frente a una cámara para
mendigar, a través de un aplauso tibio, un poco de aprobación. En sus mejores
momentos, cumplen con el noble oficio de entretener y, si están inspirados, de
iluminar conductas.
Y
como en todo, están las excepciones, los angelados, a los que Dios, si existe, los
nombró sus bufones. Bill Murray es uno de ellos. No sabe lo que es el
narcisismo y le basta con aparecer para iluminar alguna falla o virtud humana. Y
al menos a mí y a unos cuantos que conozco nos gusta mirarnos en las imágenes
que nos propone, porque en él, los yerros son casi perdonables y los aciertos,
incluso los más pequeños, casi gloriosos.
A Vincent
no le gusta la gente y él tampoco cae muy bien que digamos. Anda en los sesenta
largos y arrastra los vicios de la juventud de su tiempo: fuma mucho, bebe ídem,
apuesta y debe hasta lo que no tiene, y recibe la higiénica visita semanal de
una prostituta, Daka (Naomi Watts). Un buen día se muda a la casa de al lado
una mujer recién divorciada, Maggie (Melissa McCarthy) y su hijo de unos 10
años, Oliver (Jaeden Lieberher). En el primer día de escuela, a Oliver le
quitan sus cosas, entre ellas, el celular y la llave. En la calle, llama la atención
de Vincent, “Señor, señor”, le dice. Y Vincent, de espaldas a Oliver, lleva sus ojos al cielo y pronuncia: “Llévame,
Señor, no juegues conmigo”. Y uno se ríe, y también se emociona, y no porque
Bill sea Bill, sino porque este hombre aunque odie a los niños, será solidario
con éste que lo necesita. Solidario, no simpático, tampoco la pavada. Claro,
después, mientras progresa la relación con Oliver, sabremos por qué Vincent es
así. Y mucho antes de que Oliver y la película lo canonicen, nosotros ya querremos
a Vincent y seríamos capaces de trompear a cualquiera que dijera de él algo
ruin.
Como
en toda película de relaciones y sentimientos, se necesita un reparto que
despierte inmediata identificación o simpatía. Algo que, Bill al margen,
Melissa McCarthy y Naomi Watts proveen con creces. McCarthy, en su primer personaje no explosivo, logra atenuar su
histrionismo y conmover. Naomi, nominada para varios premios por lo que aquí
hace, ya se sabe, es versatilidad todo terreno. Chris O’Dowd entrega uno de los
curas más ecuménicamente simpáticos que se hayan visto. Y el pibe Jaeden
Lieberher es, según el viejo dicho de las señoras mayores, un sol. Escribió y
dirigió, sin muchos pecados, Theodore Melfi.
Ver
a Bill Murray es siempre la felicidad, y verlo en un buen personaje y en una
buena película duplica la felicidad. ¿Y quién no quiere ser dos veces feliz en
una hora y media, primero, y después
para siempre? Perdón, en una oración anterior puse en duda la existencia de
Dios. Un desatino. Bill Murray es la prueba irrefutable de su existencia.
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