No hay
peor aprendizaje (por lo doloroso) que el que emprende tarde o temprano quien
cree que se las sabe todas y en realidad sabe poco o nada. Ryota Nonomiya
(Masaharu Fukuyama) es uno de esos tipos y la vida parece darle la razón. Es un
arquitecto de éxito, adicto al trabajo, maneja su vida con disciplina férrea,
tiene un departamento soñado, que su esposa ama de casa mantiene impoluto y un
hijo de seis años, que responde a sus exigencias y hasta logra entrar a una
exclusiva escuela privada.
Y entonces
la vida le propina una broma genial que lo dobla en dos y le quita la
respiración: su hijo no es su hijo de sangre, fue cambiado por error por otro
en el hospital donde su mujer lo dio a luz. Claro, el drama no es solo suyo, su
mujer, Midori (Machiko Ono) y la pareja, cuyo hijo él tiene mientras ellos
tienen el suyo, Yukari (Yoko Maki) y Yudai (Riri Furanki) también lo padecen. Pero
es la rigurosa obstinación de Ryota la que más fortalece el drama.
El director
y guionista, Hirokazu Kore-Eda, maneja las riendas con precisión y sin
abandonar jamás un tono mesurado que nos acerca más y más al eje de la
cuestión: ¿qué corno es ser padre?, ¿es más hijo el de sangre o el que se crió
con amor durante seis años? Y doy fe que la cosa atrapa porque hasta yo, que
tengo menos instinto paternal que Herodes, comencé a participar de la
indagatoria.
Lo curioso,
o no tanto, es que a veces para ser un buen padre, hay que aprender primero a
ser un buen hijo.
De tal padre, tal hijo ganó con toda justicia el Premio del Jurado del
Festival de Cannes. No tiene importancia en realidad, la película sería
excelente aunque no hubiera ganado nada, lo menciono porque estamos en
temporada de premios, nada más.
En tres palabras, imperdible, maravillosa, única.
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