Ya no hay vuelta
atrás, el 2014, al menos para mí pesará en los recuerdos como el año de las
muchas pérdidas. Cuando todavía, lejos de ello, no me había sobrepuesto de las
partidas de Alfredo Alcón, Norma Pons, Bob Hoskins, James Garner, llega como un
mazazo la noticia del suicidio de Robin Williams. Esta vez la conmoción es
compartida por la purretada, desde el martes no hay clase a la que entre en que
no mencionen a Robin, por edad pueden que no hayan visto Mork y Mindy, Popeye, Moscow on the Hudson, Buenos días, Vietnam, o La sociedad de los poetas muertos, pero
si vieron Patch Adams, Papá por siempre, Jumanji, La jaula de los
pájaros, Una señal de esperanza o
Hook, de ellas y de alguna otra con
Travolta me hablan y aunque solo hayan visto Aladdin doblada, saben que el Genio se armó sobre la personalidad y
talentos de Robin. Andan desazonados, para algunos es la primera vez que
alguien lejano, pero a la vez muy cercano, muere. No saben o no se dan cuenta
todavía que toda forma de arte es un diálogo y que cuando se ha conversado de
verdad con un artista, lo charlado queda en uno para siempre. Es fácil dar
primicias con el diario ya publicado. Ahora todos dicen que se notaba detrás
del histrionismo de Robin, la angustia y la desesperación que lo carcomía. Un
consuelo magro y quizá inexacto. No me voy a remitir a Charles Chaplin o a
Buster Keaton donde el sustrato es obvio, pero toda actuación cómica lograda
deja entrever la tristeza, es el secreto de la efectividad. Jack Lemmon y
Walter Matthau son más cómicos cuando más se desgarran por dentro. Las
criaturas de Peter Sellers o Niní Marshall son outsiders orgullosos de serlo,
pero detrás del orgullo está la nostalgia de no ser el galán o la chica bonita de
la película y de la vida. El personaje más querido de China Zorrilla, la Elvira
de Esperando la carroza es un
monstruo, una egoísta mal pensada, dominante, manipuladora, pero la queremos
porque intuimos que hay en ella una mujer frustrada, dolida, intuición que
termina por tener la razón, porque cuando Mamá Cora por fin aparece, es la
primera en darse cuenta y actuar en consecuencia para que la vieja no sepa que
la estaban velando. Cuando la muerte sorprende a un cómico muy popular, lo
mismo pasó con Alberto Olmedo, a todo el mundo le agarra el ataque de recurrir
a la metáfora del payaso que llora detrás de la máscara de maquillaje blanco (re
I pagliacci o Candilejas) o a la anécdota de Garrick (Garrick fue un gran
histrión inglés del siglo XVIII que se suponía curaba las tristezas de quienes
asistían a verlo. Un día, un hombre deprimido acude al médico, el médico le recomiendo
ir a ver a Garrick, “no me va a ser de ninguna ayuda”, contesta el hombre, “porque
Garrick soy yo”). A lo que voy es que la metáfora o la anécdota son a la vez tanto
consuelo como perogrullada, porque la comicidad es el reverso del drama, del
dolor, de la angustia. La materia prima es siempre la misma, el hombre, ese
pobre infeliz que anda a tientas por el mundo, arrastrando como puede sus
circunstancias. Y a veces es trágico o patético, y en otras, francamente
hilarante.
Si la muerte de Robin
es tristeza hasta para los más jóvenes, la de Lauren Bacall es dolor para los
más mayorcitos. Para los que conocen y aman el Hollywood de la época dorada es
imposible no apreciar y amar a Lauren. Jovencísima se trepó al Olimpo de los
impostergables con solo una actuación, la de Tener o no tener, y como quien no quiere la cosa logró una de las
cumbres del erotismo cinematográfico sin mostrar ni un centímetro de piel de
más, a puro descaro nomás. De paso se quedó con Humphrey Bogart dentro y fuera
de la pantalla. Le dio hijos, y después durante años cargó con el peso de ser
la viuda de Humphrey. A la larga su talento se impuso y ya fue para siempre
Lauren. Tuvo una carrera larga e hizo de todo. En algún momento hizo en
Broadway un par de musicales que dejaron marca: Aplausos y La mujer del año,
en las que lució su hermosa voz grave (y sí, las voces profundas son siempre un
plus atendible) y por las que dejó a crítica y público hablando pavadas para
superar el deslumbramiento. Recibió varios homenajes, entre ellos uno
cinematográfico El fanático que
celebraba su paso por el musical y en la que compartía cartel casualmente con
el recién partido James Garner, y otro, inolvidable, televisivo, nada más ni
nada menos que en Los Soprano donde la
noqueaban para quitarle esos regalos caros (los Bulgari, Vuitton y esas cosas)
que les dan a las estrellas en las galas. Últimamente se hizo notar en un par
de películas protagonizadas por Nicole Kidman, Dogville y Reencarnación.
Como sea, Lauren, ni en los estragos de
la desmemoria estarás ausente en mis recuerdos.
Y para
coronar una semana de luto, cuando ya parecía que habíamos enjugado todas las
lágrimas, nos llega la devastadora noticia de la muerte de Mariana Briski. Mariana
fue (qué feo es el tiempo pasado) una gran actriz cómica que supo conjurar el
under de donde surgió con el mainstream al que llegó a poner aires de frescura
(el programa de Tinelli, por ejemplo). Hizo reír en teatro, televisión, radio y
cine. En cine participó en ¿Sabes nadar?,
Comodines, El favor, Nos sos vos, soy yo,
El viento, Motivos para no enamorarse, El
dedo y Salsipuedes. Aunque sin
duda será recordada por sus trabajos en televisión. En los últimos tiempos era
el alivio cómico infalible de magazine shows. A Mariana no se le puede adosar
el lugar común del payaso triste o la metáfora Garrick, más allá del patetismo
inherente a sus criaturas cómicas, nunca, nunca, se le entrevió la dura lucha
que llevaba. Era como el caballo de Atila, pero por donde pasaba no dejaba
desolación sino risas. Cuando muere alguien joven, con mucho para dar todavía,
uno no puede evitar preguntarse: ¡¿por qué?!
Eso sí, ni Robin, ni Lauren, ni Mariana serán olvidados. Quienes hacen que la vida sea un poquito mejor, viven para siempre.
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