domingo, 5 de mayo de 2013

Rigoletto en apuros





El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos. Nosotros. Las estrellas. Los grandes actores. Los vecinos. Chocolate por la noticia. El tiempo y la muerte nos esperan pacientemente a todos. Y claro, los grandes actores necesitan papeles para ejercer su talento hasta el telón final. Hasta el mismísimo Shakespeare pergeñó grandes personajes para los histriones veteranos. El mentado Rey Lear de la obra homónima y el Próspero de La tempestad. El cine desde siempre no fue la excepción. Para no aburrir, mencionaré tres grandes ejemplos. El luminoso aunque triste e invernal Cuando huye el día del gran Ingmar Bergman. Esa inoxidable reafirmación de amor y vida del no menos grande Vittorio De Sica: Umberto D. Y en un homenaje a la excelente y recientemente partida guionista Aída Bortnik, la hermosa y entrañable Gringo viejo de Luis Puenzo, con ese inmensamente humano Gregory Peck. Del cine industrial-comercial más o menos contemporáneo se me ocurren dos ejemplos que curiosamente vienen del teatro: En la laguna dorada, que ya tiene dos versiones, la de cine con Katherine Herpburn y Henry Fonda y una incluso más bella y tierna para televisión con Julie Andrews y Christopher Plummer. Y Conduciendo a Miss Daisy con Jessica Tandy y Morgan, me pongo de pie, Freeman; pieza que hace poco hicieron en teatro, Vanessa Redgrave y James Earl Jones. Pero como la ciencia avanza y las expectativas de vida aumentan, ya no bastan dos o tres grandes papeles para actores en la edad dorada, no, se necesitan argumentos llenos de venerables ancianos, de allí que surgió el drama o la comedia geriátrica, dicho con todo respeto, que uno no se pone más joven con cada día que pasa. Ejemplos recientes de este nuevo género son ¿Y si vivimos todos juntos? de Stéphane Robelin y El exótico hotel Marigold de John  Madden.

Rigoletto en apuros (Quartet en el original) comparte ambiente con El fin del día (1939) de Julien Duvivier y la obra teatral de Nöel Coward, Waiting in the wings (Esperando en bambalinas). La diferencia es que esta vez no se trata de una casa de reposo (eufemismo de geriátrico si los hay) para actores sino para cantantes clásicos. Comparte también con los títulos mencionados, conflictos y subtramas. Como en El fin del día hay una relación trunca que debe enmendarse o superarse, más un círculo de personajes coloridos. En Waiting in the wings es necesario hacer una función a beneficio para anexar un solárium, aquí una gala benéfica se impone para salvar el geriátrico.

Dustin Hoffman en su debut como director va a lo seguro, parte de una obra de teatro, estrenada y por lo tanto de probada eficacia, de Ronald Harwood (El vestidor, Taking sides) adaptada por el propio autor y se la da a un elenco que puede hacer entretenidísima la lectura de los tickets del supermercado: Maggie Smith, Tom Courtenay, Billy Connolly, Pauline Collins y Michael Gambon, más esos secundarios de lujo que sólo el teatro inglés puede producir. (Que uno de los reyes del Método elija para su debut glorias inglesas que son lo más anti-Método que se puedan conseguir, ¿debe interpretarse como el triunfo de este último modo de actuación? Laurence Olivier, que en un momento del rodaje de Maratón de la muerte le dijo a Dustin, quien cómo debía parecer cansado llevaba dos noches sin dormir, ¿y si lo actúa?, debe estar ostentando una inmensa sonrisa en su nube del Paraíso).

El guión no dice nada nuevo sobre la vejez, sus renuncios o las carreras cortadas por lo que ya no puede hacerse, lo que no impide que nos entretengamos, nos conmovamos con el talento, la gracia, la lozanía de estos actores que se la saben todas y lo despliegan. Sí, más allá del auspicioso pulso de narrador firme y sensato que exhibe Hoffman (sólo opacado por algún manierismo inútil como el uso de una grúa para el paseo de la Smith y Courtenay por el jardín que le da espectacularidad a lo que debe ser íntimo) es una película de actores y músicos, como lo rubrica el conmovedor homenaje que les reserva para los títulos finales. Sí, en el fondo es un tributo de Hoffman a los que como él le dedicaron su vida al espectáculo.

En resumen, una película a la que los actores vuelven muy, muy entrañable. Verlos es un deleite.

Un detalle, se da a entender claramente durante todo el film que la gala tendrá lugar en un gran teatro, pero cuando llega la escena en cuestión el trámite se resuelve en la misma casa-geriátrico, como si se hubieran quedado sin presupuesto para ir a Covent Garden y llenarlo de extras. Cosas del cine.
Un abrazo, Gustavo Monteros

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