El tiempo pasa, nos vamos poniendo
viejos. Nosotros. Las estrellas. Los grandes actores. Los vecinos. Chocolate
por la noticia. El tiempo y la muerte nos esperan pacientemente a todos. Y
claro, los grandes actores necesitan papeles para ejercer su talento hasta el
telón final. Hasta el mismísimo Shakespeare pergeñó grandes personajes para los
histriones veteranos. El mentado Rey Lear de la obra homónima y el Próspero de La tempestad. El cine desde siempre no
fue la excepción. Para no aburrir, mencionaré tres grandes ejemplos. El
luminoso aunque triste e invernal Cuando
huye el día del gran Ingmar Bergman. Esa inoxidable reafirmación de amor y
vida del no menos grande Vittorio De Sica: Umberto
D. Y en un homenaje a la excelente y recientemente partida guionista Aída
Bortnik, la hermosa y entrañable Gringo
viejo de Luis Puenzo, con ese inmensamente humano Gregory Peck. Del cine
industrial-comercial más o menos contemporáneo se me ocurren dos ejemplos que
curiosamente vienen del teatro: En la
laguna dorada, que ya tiene dos versiones, la de cine con Katherine
Herpburn y Henry Fonda y una incluso más bella y tierna para televisión con
Julie Andrews y Christopher Plummer. Y Conduciendo
a Miss Daisy con Jessica Tandy y Morgan, me pongo de pie, Freeman; pieza
que hace poco hicieron en teatro, Vanessa Redgrave y James Earl Jones. Pero
como la ciencia avanza y las expectativas de vida aumentan, ya no bastan dos o
tres grandes papeles para actores en la edad dorada, no, se necesitan
argumentos llenos de venerables ancianos, de allí que surgió el drama o la
comedia geriátrica, dicho con todo respeto, que uno no se pone más joven con
cada día que pasa. Ejemplos recientes de este nuevo género son ¿Y si vivimos todos juntos? de Stéphane
Robelin y El exótico hotel Marigold
de John Madden.
Rigoletto
en apuros (Quartet en el original)
comparte ambiente con El fin del día
(1939) de Julien Duvivier y la obra teatral de Nöel Coward, Waiting in the wings (Esperando en bambalinas). La diferencia
es que esta vez no se trata de una casa de reposo (eufemismo de geriátrico si
los hay) para actores sino para cantantes clásicos. Comparte también con los
títulos mencionados, conflictos y subtramas. Como en El fin del día hay una relación trunca que debe enmendarse o
superarse, más un círculo de personajes coloridos. En Waiting in the wings es necesario hacer una función a beneficio
para anexar un solárium, aquí una gala benéfica se impone para salvar el
geriátrico.
Dustin Hoffman en su debut como
director va a lo seguro, parte de una obra de teatro, estrenada y por lo tanto
de probada eficacia, de Ronald Harwood (El
vestidor, Taking sides) adaptada por el propio autor y se la da a un elenco
que puede hacer entretenidísima la lectura de los tickets del supermercado: Maggie
Smith, Tom Courtenay, Billy Connolly, Pauline Collins y Michael Gambon, más esos
secundarios de lujo que sólo el teatro inglés puede producir. (Que uno de los
reyes del Método elija para su debut glorias inglesas que son lo más
anti-Método que se puedan conseguir, ¿debe interpretarse como el triunfo de
este último modo de actuación? Laurence Olivier, que en un momento del rodaje
de Maratón de la muerte le dijo a
Dustin, quien cómo debía parecer cansado llevaba dos noches sin dormir, ¿y si
lo actúa?, debe estar ostentando una inmensa sonrisa en su nube del Paraíso).
El guión no dice nada nuevo sobre la
vejez, sus renuncios o las carreras cortadas por lo que ya no puede hacerse, lo
que no impide que nos entretengamos, nos conmovamos con el talento, la gracia,
la lozanía de estos actores que se la saben todas y lo despliegan. Sí, más allá
del auspicioso pulso de narrador firme y sensato que exhibe Hoffman (sólo
opacado por algún manierismo inútil como el uso de una grúa para el paseo de la
Smith y Courtenay por el jardín que le da espectacularidad a lo que debe ser
íntimo) es una película de actores y músicos, como lo rubrica el conmovedor
homenaje que les reserva para los títulos finales. Sí, en el fondo es un
tributo de Hoffman a los que como él le dedicaron su vida al espectáculo.
En resumen, una película a la que los
actores vuelven muy, muy entrañable. Verlos es un deleite.
Un detalle, se da a entender
claramente durante todo el film que la gala tendrá lugar en un gran teatro,
pero cuando llega la escena en cuestión el trámite se resuelve en la misma
casa-geriátrico, como si se hubieran quedado sin presupuesto para ir a Covent
Garden y llenarlo de extras. Cosas del cine.
Un
abrazo, Gustavo Monteros
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