Se le atribuye a Alfred Hitchcock
aquello de que una película es igual a la vida sin las partes aburridas.
Nuestra vida, a veces apasionante como un thriller, es habitualmente un relato
de John Cheever con alguna epifanía redentora. Pero cuando una catástrofe azota
el lugar donde vivimos, nadie permanece ajeno y todos tenemos algo que contar.
A días de la trágica inundación, se
nos pidió a los ciudadanos más o menos secos que regresáramos a trabajar, para
que la vida cotidiana se encauce de a poco. Y así los docentes volvimos a las
escuelas para un simulacro de actividad normal. Había pocos alumnos, poco
personal, lo que da, más allá de toda estadística, la magnitud del
desastre. El saludo de rigor fue
reemplazado por el ¿cómo te fue con el agua?, y a los que no nos tocó padecer o
apenas nos mojamos las patas, nos provoca un poco de vergüenza contestar que
bien, que salvo algún inconveniente menor, nada debemos lamentar. Pero al menos
servimos para que nos cuenten, para que desagoten al menos por un rato, los
charcos de tristeza que quizá no sequen nunca. No tengo muchas virtudes, aunque
sé escuchar. Quienes tienen algo que contar saben pronto si alguien los escucha
de verdad, entonces se explayan, se detienen en los detalles y pormenorizan con
largueza. Volvía a casa repleto de historias, pero emocionalmente agotado,
porque uno no es de piedra.
En principio hay dos grandes grupos.
Están a los que el diluvio los pescó en la casa y a los que los sorprendió
fuera de ella. Está el chico al que la lluvia lo sorprendió jugando en la plaza
y, como no paraba, emprendió la vuelta a casa y vio en el camino como cientos
de ratas huían de la inundación todavía en ciernes. El adolescente al que lo
arrastró el agua y se salvó por reírse, ser arrastrado le pareció divertido, no
se desesperó y cuando vio las ramas de un árbol, se aferró y pudo encaramarse.
El padre que con el agua a la cintura estaba en la puerta de la casa para ver
si su hijo llegaba, en la oscuridad vio que la corriente arrastraba un bulto
que parecía de humano, cuando pasó a su lado, estiró el brazo y lo aferró, sin
saber si rescataba un cadáver, no, era un muchacho, más ahogado que desahogado,
pero por suerte todavía vivito y coleando, mientras lo ponía a resguardo, la
mujer desde adentro le gritaba que el hijo estaba bien, en casa de unos tíos.
La señora que cuidaba a la anciana que no quería dejar la casa, la acompañante,
preocupada por el agua que subía, dejó a la anciana en el primer piso y se fue
a buscar al hijo que la había contratado para que la convenciera de salir,
cuando volvieron, aunque el agua estaba lejos de llegar al primer piso todavía,
la anciana flotaba boca abajo en el living de la planta baja, se había tirado
al agua para morir como los capitanes que no dejan sus barcos. La señora que
salió a hacer las compras para la cena y que volvió casi a nado y sin las
compras porque se las arrastró la corriente, al entrar a la casa, empapada,
hedionda y mugrienta, el marido no entendía nada, y ella le dijo: hoy no cenás,
mal no te va a venir, estás muy gordo. El hombre que pasó la noche bajo el
balcón de un edificio, con el agua a los tobillos, tiritanto, mientras
permaneció allí, muchos volvieron al edificio, nadie lo hizo entrar ni le
alcanzó una frazada, no tengo buena pinta y la gente es muy desconfiada, me
dijo con humor y no poca amargura. Los que se salvaron de que les entrara agua
porque la gran pileta de natación que tienen estaba vacía y absorbió toda agua
que les correspondía. El hombre con su familia dentro de una camioneta diesel
que al ver que comenzaban a flotar, hizo abrir todas las puertas para dejar que
el agua entrara al vehículo y permanecieran sobre el pavimento, le pidió a la
camioneta un último esfuerzo y pudo salir marcha atrás de la cuadra anegada. El
taxista fuera de servicio que se volvía a su casa y se conmovió de la señora
espantada con el agua a la rodilla, la subió al taxi y como no pudo llevarla al
domicilio que le indicó, la refugió en su propia casa, la señora me confesó que
era bastante buen mozo y que pensó que por ahí ligaba casa y comida, pero no,
concluyó, no tengo suerte, era casado. El hombre, peleado desde hace años con
su hermano, que al enterarse de que el hermano se inundaba se fue a darle una
mano, entró y sin decir una palabra se
puso a ayudarlo a rescatar cosas poniéndolas en las partes superiores de los
aparadores y placares, no tuvieron suerte, al agua cubrió todo, terminaron en
el techo, ahí recién se hablaron, pero antes se abrazaron y lloraron, el gomón
los encontró riéndose por las cosas que recordaban de cuando eran chicos. La
señora que hizo empanadas para los inundados durante 27 horas seguidas y que
tuvo que parar porque la hija se puso firme que si no hubiera seguido. Y por
último, porque soy un romántico empedernido, una historia de amor. El refugiado
que se puso a ayudar a la voluntaria y cuando ésta, exhausta, se quebró, él la
consoló, bien, tanto que ahora son novios, ojalá sean el amor de sus vidas y no
un bote que pasa en el río de la congoja.
Estas son algunas de las historias
que escuché y que puedo contar porque me dieron permiso para hacerlo. A otras me las contaron en reserva y me
pidieron que no las repita. También me guardo algunas trágicas, porque ya no
tienen remedio y es tiempo de reconstrucción.
De poder optar por un género
cinematográfico para contar un episodio de nuestra vida, creo que todos
elegiríamos una comedia romántica de final feliz, jamás un film de cine
catástrofe, pero nos toca lo que nos toca.
Un
abrazo, Gustavo Monteros
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