Hace un tiempo; mucho, bah; en 1986, los Dos tipos duros (Tough guys de Jeff Kanew) eran Burt Lancaster y Kirk Douglas. Lancaster, de 73 años por entonces, y Douglas, de 70, volvían a reunirse para jugar por un rato a que todavía podían ser los héroes de una película de acción. Viejos y achacosos, pero héroes al fin. Por aquella época, Al Pacino, Christopher Walken y Alan Arkin eran más o menos jóvenes. Hoy, Pacino, de 72 años, Walken, de 69, y Arkin, de 78, son los Tres tipos duros (Stand up, guys).
En los títulos en español y en las edades de los protagonistas se acaban las similitudes, porque la trama de Dos tipos duros no tiene nada que ver con la de Tres tipos duros. La primera era una comedia de acción, ésta, la contemporánea, es una comedia dramática.
Val (Pacino) sale de la cárcel tras cumplir una condena de 28 años. Lo espera su amigo y ex colega, Doc (Walken), quien tiene la misión de liquidarlo para cumplir la venganza del ex jefe de ambos, Claphands (Mark Margolis). Doc no lo mata de entrada porque si no se acabaría la película. No, demora si lo hará o no 90 minutos más para que no sea un medio metraje. En algún momento, tras diálogos y situaciones pretendidamente amenas, Val y Doc rescatan a Hirsh (Arkin) del geriátrico en el que cuasi vegeta y lo llevan a despabilarse un poco. Entonces pareciera que estamos más cerca del final, pero no, todavía nos quedan unos 50 minutos. Por ahí Walken dice: “El mañana ya es hoy”; y tiene razón porque el tiempo no para, y a la hora y media, bah, más precisamente a la hora y 34 minutos y algunos segundos de empezada, la película termina.
Tres tipos duros del actor Fisher Stevens no es muy mala, es mala a secas. A su favor diré que no es torpe y que tiene una cierta elegancia, pero el guión tiene menos sorpresas que el regado de las plantas y trucos sentimentales más berretas que político de derecha. Ahora bien, ¿tres tipos de inmenso y probadísimo talento no pueden volver visible y tolerable una película no muy avispada? Walken y Arkin, sí. Pacino, no. Al menos este Pacino.
Los grandes actores de personalidad fuerte y definida y de ego acorazado son un peligro, hay que dirigirlos con mano inflexible si no se ponen a hacer lo que ellos creen que hacen mejor que no es otra cosa que un festival insoportable de manierismos absurdos, divismos recalcitrantes e histrionismos vetustos. Un par de años atrás, un actor argentino de características muy marcadas y reputado maestro de actores contaba que, en el primer día de ensayo de una obra que haría, le dijo a su director, un tipo muy joven: “Vos dirigime, no te guardés nada, no me dejés hacer peor lo que hago siempre, no me tengás consideración o nos va a salir mal lo que puede estar bien”. Y es así nomás, una verdad grande como una galaxia. Porque actuar es un acto de soberbia, pero también de humildad, y no estoy haciendo un juego de palabras. Hay que pavonearse y agigantarse, pero también bajar la cerviz ante el director y escucharlo como si revelara la palabra divina. Cuando un actor no puede dominar la soberbia y cree que sabe más que el director o que quien sea, está en problemas. Y el público también.
Pacino se supone que hace un personaje fastidioso, pero en realidad hace uno insoportable. Uno tiene ganas de quitarle el arma a Walken y pegarle dos tiros de una vez para que deje de actuar así. Arkin y Walken, que no tienen necesidad de sacar chapa todo el tiempo de ser los mejores del mundo ni los más inteligentes de la clase, entregan actuaciones medidas, sensibles y elocuentes. Pero no bastan para que no queramos sacar a Pacino de escena de una vez.
En resumen, van por su cuenta y riesgo. Y perdón si aman a Pacino hasta en sus mayores equivocaciones. Yo lo quiero, pero a tanto no llego.
Un abrazo, Gustavo Monteros
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