Syril (Thomas Doret) es pelirrojito y tiene unos 11 años.
Sostiene el teléfono e insiste en llamar. El adulto que está con él le dice que
es inútil, que ya sabe la respuesta. Syril de todos modos llama. El mensaje
automático le dice que ese número ya no existe, que ha sido dado de baja. Syril
quiere entonces llamar al portero del edificio donde vivían. El adulto le dice
que ya lo han hecho, que sabe la respuesta. Syril no puede comprender que su
padre se haya mudado sin decírselo, sin haberle traído la bicicleta como
prometió. Comprendemos así que Syril está en un hogar de acogida en el que su
padre lo ha dejado y que el adulto es un tutor de la institución. Syril intenta
escapar, lo agarran. Al día siguiente escapará de la escuela, llegará al
edificio de su domicilio anterior, hablará con el portero, quien le dirá que su
padre se ha ido, que no tiene la nueva dirección, que el departamento está
vacío. Pero Syril es como un perro abandonado, tenaz y obcecado, no en vano
después lo apodarán Pitbull. Toca entonces el timbre de unos consultorios
médicos de la planta baja, dice que se cayó y que se lastimó y que necesitan
que lo vean. Le abren la puerta. Syril sube al quinto piso, al viejo
departamento. Golpea, golpea. Un vecino le dice que no hay nadie, que está vacío,
que se vaya. Se sienta en las escaleras y ve venir a los tutores del hogar de
acogida. Trata de huir. Cercado, se meterá en los consultorios médicos. Los
tutores lo siguen. Syril se abraza a una mujer sentada en la sala de espera y
la hace caer. Sólo se calmará cuando el portero le asegure que puede dejarlo
entrar al departamento en el que vivía. Comprueba que no hay nada, que su
bicicleta no está. Días más tarde, aparecerá la mujer del consultorio a la que
se aferró. Se llama Samantha (Cécile de France) y le trae su bicicleta. Le
cuenta que se la compró a un chico del vecindario a quien su padre se la
vendió. Syril dice que no es posible y que si no es su bicicleta no la quiere.
Comprueba que el rayón que le hizo sigue ahí, que es la suya, dice que su padre
no debe haberla vendido, que se la deben haber robado. Samantha parte en su
auto, recorre el callejón hacia la calle, pero cuando está por trasponer los
portones de entrada, Syril le pide que lo saque los fines de semana. Samantha
dice que no cree que sea fácil. Syril le asegura que sí, que es fácil, que
siempre están escasos de familias adoptivas temporarias para los fines de
semana. Entonces…
Y no crean que conté media película, no, conté sólo los
primeros tres o cuatro minutos. Los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne (La promesa, Rossetta, El hijo, El niño, El
silencio de Lorna) narran a acción pura. Sus personajes son “físicos”,
pragmáticos, hablan poco y cuando lo hacen son directos. No se andan por las
ramas y lo que no pueden decir, lo callan a cal y canto.
Los hermanos Dardenne aborrecen la sensiblería habitual.
Jamás hay planos bonitos y violines llorones. La única música con sentido
dramático que se usa es un brevísimo fragmento del “Adagio un poco mosso” del
Concierto para piano N° 5 “El emperador” de Beethoven. Pero préparez vos
mouchoirs (preparen los pañuelos) porque la emoción que provocan es pura y
fuerte. Proviene de la acción, del movimiento, del hecho, no de la manipulación
berreta seca-lagrimales yanqui. Lo de ellos no es el melodrama, no, es el drama
seco, parco. Es como un bofetón. Como un bofetón merecido y bien dado, del que
no hay que disculparse.
El chico de la
bicicleta es un film
de tres íes: insoslayable, imperecedero, inolvidable.
Un abrazo, Gustavo Monteros
(Ah,
el padre de Syril es Jérémie Renier, el que hace de curita belga en Elefante blanco de Trapero.)
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