Perdón, resolveré esta crónica por
excesos. No tengo otro modo de decir lo que siento. Un amor
es de esas películas de las que parece imposible hablar sin referirse al
argumento. Me resisto a hacerlo porque es dificilísimo contar un argumento sin
dar una interpretación tendenciosa del mismo. Y Un amor es de esas películas de las que es mejor saber poco y nada,
dejarse ganar por las emociones que despierta y disfrutar las sorpresas que
depara. Como algo tengo que decir, diré que es el relato de un reencuentro. A
tres adolescentes (dos chicos y una chica) les queda trunca una relación de
amor y amistad. Ahora mayores vuelven a encontrarse y a pasar en limpio lo que
fue y lo que no fue.
Un
amor es de esas películas en las que los silencios, las pausas, lo que no se
dice pesa más que lo que se expresa en palabras. Una de esas historias en las
que todo y nada puede pasar y a veces pasa. Y la emoción fluye y nos domina
porque nada conmueve más que el amor que pudo haber sido y no fue. Y me callo
porque estoy haciendo lo que dije que no haría: interpretar, influir,
condicionar. Pero como algo tengo que decir, diré que emociona porque resuena a
verdad, a muertos que todos tenemos en el placar, a esos desvíos que la vida no
tomó porque nos llevó por otro lado.
Ahora sin que se me caigan los
anillos ni la cara de vergüenza, jugaré con sinónimos del mismo concepto y diré
que Un amor tiene una linda historia,
bellamente contada y hermosamente actuada. Y si insisto en que destella el fulgor
de la belleza es porque tiene autenticidad a pesar de ser ficción pura, que es
la mayor de las imposturas.
De Diego Peretti y de Luis Ziembrowski nada podemos decir que no se haya dicho antes. Actores inmensos que deslumbran en cine, teatro o televisión. Aquí, con su buen arte, nos toman de la mano y nos acercan a conductas muy reconocibles por su torpeza humana. Y se los agradecemos no olvidándolos ni en la amnesia, porque quien te acaricia el alma, se gana tu corazón de una vez y para siempre. Elena Roger tiene tanto talento como suerte para lucirlo. En su debut cinematográfico no pudo contar con guía mejor que esta directora, que la contiene, que la protege. De Greta Garbo a Robert DeNiro, los actores dicen siempre que en cine no hay que actuar, sino que hay que seguir el juego y confiar en que la cámara haga el resto. La Roger se deja amar por la cámara, y nosotros si no la amábamos de antes, la amamos ahora con el deslumbramiento de las primeras veces, aunque tengamos circuitos de robot en vez de sentimientos.
Dirigió Paula Hernández que ya
dirigió dos películas entrañables como pocas: Herencia y Lluvia.
Confieso que Herencia es uno de los
recuerdos más gratos de mi experiencia como espectador. Cuando un alumno
esgrime el consabido prejuicio de No-veo-cine-argentino-porque-es-malo, si me
acuerdo y la persona mal no me cae, a la clase siguiente le llevo una copia de Herencia. Al devolvérmela, le pregunto
si todavía puede sostener el prejuicio. Hasta la fecha, nadie falló en
agradecerme y en reconocerme que hablaba sin saber. Juego sucio porque hay que
ser venusino para no encariñarse con las peripecias de la cocinera y el alemancito
de Herencia. Ahora no sé si amo más a
Herencia que a Un amor.
Tendría que concluir, pero no digo
nada, porque si no se dieron cuenta de que la recomiendo ampliamente,
estuvieron leyendo otra cosa o yo soy un inútil que no debería escribir una
palabra más.
Un abrazo, Gustavo Monteros
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