Michael Haneke (La profesora de piano, Cachè: Escondido) es un moralista provocador que no se anda con chiquitas. Procura indagar nada más ni nada menos que el origen del mal, el germen del terrorismo, del mesianismo, del fanatismo. Desnudar la violencia, la crueldad, el odio, el goce por la aniquilación que se recubre de apariencias civilizadas.
Sus películas son obras de tesis. Echan mano a cuanta técnica de distanciamiento se conoce. La cámara parece denunciar su presencia. Los diálogos evidencian el poder de la incomunicación, de tan precisos se vuelven inaprensibles. Su cine parece la amalgama perfecta de influencias irreconciliables (Hitchcock y Bergman) que genera thrillers metafísicos que juegan con misterios cuyos desenlaces asustan no sólo a la mente sino también al alma.
La cinta blanca transcurre en un pueblito imaginario del norte de Alemania entre 1913 y 1914. La voz en off del maestro de la escuela nos informa que se propone contar algunos raros sucesos que pueden echar luz a lo que sucedió después. Sus alumnitos parecen estar detrás de esos extraños acontecimientos. Formados en las rigideces protestantes crecen desprovistos de ternura o afecto. Y no se necesita ser muy lúcido para comprender que la represión fanática de necesidades básicas sólo puede engendrar monstruosidades, el nazismo es este caso.
Implacable metáfora en blanco y negro que remite al origen de todo tipo de fundamentalismos. No se la pierda, un lujo para la inteligencia, mire.
Gustavo Monteros
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