Para bien o para mal, Kate Winslet y Leonardo DiCaprio son como Romeo y Julieta. Para millones de espectadores de todo el mundo son la encarnación de la perfecta pareja romántica. Por culpa del Titanic, claro. Ella sobrevivió a la hipotermia aferrándose al cubito; y él, convenientemente azulado, se hundió con los ojos abiertos en aguas heladísimas, mientras Celine Dion trinaba estentóreamente hasta quedar sin aliento. Son cosas del cine. Algunos no querríamos ni haber oído hablar de Titanic, para otros es un recuerdo imborrable que agradecerán mientras vivan. Son cosas de los gustos. No critico. No soy quién. A mí si San Pedro me pregunta qué cosa linda traje de esta vida, le diré que vi a Julie Andrews girar en una montaña verde cantando The sound of music (La novicia rebelde, claro). Si no le molestan las sopranos inglesas de dicción perfecta, me dejará pasar. Si tenía que contestar que lloré con Kate Winslet porque perdió a DiCaprio, me quedaré afuera con una mano atrás y otra adelante. Aunque por ahí puedo negociar con Liza Minnelli en Cabaret, que tiene más adherentes o con Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia, que es más indiscutible.
Pero pensándolo bien, si la respuesta correcta es Titanic y no La novicia rebelde, por ahí zafo porque también amo profundamente a Kate Winslet, aunque no por haberse subido al Titanic.
A lo que voy es que Kate y Leo (más Kathy Bates, sobreviviente también del Titanic) vuelven a actuar juntos en este film de Sam Mendes (Belleza americana, Camino a la perdición, Soldado anónimo). Y en el fondo es una guachada. Doris Day y Rock Hudson volvían siempre con la misma comedia romántica. Kate y Leo, después de enamorar a medio mundo, vuelven como un matrimonio fracasado que se insulta mucho. No digo que ahora se enamoraran en medio del terremoto de San Francisco, o que se comieran a sus compañeros o uno al otro después de caer de un avión en los Andes, pero al menos podrían habernos evitado este Strindberg de cabotaje ubicado en 1955 en un suburbio norteamericano.
Sólo un sueño se basa en Revolutionary Road, una novela de Richard Yates, que según los yanquis es buena y famosa.Frank Wheeler (DiCaprio) y April (Kate, oh, Kate) son dos tarambanas que se creen mejor de lo que son. No les va nada mal. Él tiene un buen empleo, la casa en la que viven con sus dos hijos es linda, etc. Pero Frank cree que está llamado a cumplir con un destino más importante. Pobre, es tan boludo que ni siquiera tiene claro en que le gustaría destacarse. Ella, que es igual o más boluda, le propone ir a París para “encontrarse y realizarse”. Encerrados en neurosis varias, discutirán mucho, tomarán Martinis y se meterán los cuernos. Todo terminará mal porque el autor, que no les tiene ni cariño ni conmiseración, perderá la poca paciencia que les tiene. Lástima que eso suceda después de ¡dos horas! El material se presta tanto para la tragedia como para la sátira, Mendes elige filmarlo como un drama Hallmark, pero con gran presupuesto. No se me ocurre quién podría haberle sacado más jugo a este drama estúpido, pero Mendes da vergüenza ajena. Se toma tan en serio su fama de director profundo y revelador que cae en la solemnidad barata. Su puesta en escena es tan autoconsciente y obvia, que hace que todo sea frío y parezca más tonto de lo que es. El problema fundamental es que Mendes falla en darle trascendencia humana a un material muy localista.
Porque Revolutionary Road a nosotros no nos dice mucho. Tanto es así, que la novela de Yates, aunque es de 1961, recién se publicó por estos pagos en 2004, cuando se amenazó que este engendro se filmaría. Parece que el autor se propuso con esta novela radiografiar las desilusiones a las que lleva el fracaso del “Sueño Americano”. Parece que critica el conformismo al que se redujeron los ideales que forjaron la “gran” nación yanquilándica. Muy bonito, que los yanquis se flagelen comprando las versiones de su propio fracaso y que no nos jodan.
Nosotros tenemos muchas desilusiones, pero ninguna surge del fracaso de un gran sueño. Más bien estamos empeñados en no fracasar mucho en la creación de una realidad más o menos justa, que por varios factores siempre nos resulta esquiva. Kate y Leo son buenos actores que entregan trabajos encomiables, pero no logran vencer el fastidio que despiertan sus odiosos personajes. El único trabajo actoral inspirado es el de Michael Shannon, justamente nominado para el Óscar como actor de reparto. Hace de un loquito, que como un bufón shakespereano, lanza verdades a puños. Una pena que nadie las escuche.
Si hay algo que me molesta profundamente es el cipayismo cultural. Ese complejo de inferioridad innato que nos lleva a considerar como mejor todo lo que llega de afuera, lo que no nos permite discernir la paja del trigo, la perla de la bosta. Aquí como afuera, hay cosas que son buenas y cosas que son malas. Y ésta, por más nombres lustrosos que tenga, es mala, muy mala.Mi modesto consejo es que no pierdan el tiempo con este auténtico bodrio. Mejor alquilen, pidan prestado o roben, y vuelvan a ver Luna de Avellaneda. Habla de nuestras frustraciones, de lo que perdimos, de lo que aún no perdimos de una manera mucho más entretenida, sin caer en pedanterías pedorras. Además nos permite una identificación inmediata. No nos va a dar un barniz “culturoso”, pero la pasaremos mucho mejor.
Y perdónenme el chiste obvio, pero no me puedo reprimir: Sólo un sueño es una verdadera pesadilla.
Un abrazo
Gustavo Monteros
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