martes, 1 de julio de 2008

Los compañeros

Cuando tenía 9 u 11 años, vi Los Compañeros en un ciclo auspiciado por la embajada italiana en el Cine Teatro Catamarca… y fue una epifanía. La deslumbrante revelación de que el cine podía ser esencialmente bello y conmocionante. ¡Las pantallas podían albergar algo más que las aventuras de Tiburón, Delfín y Mojarrita!


En los últimos meses me di cuenta de que en distintas conversaciones y por diferentes motivos, se me aparecían Los Compañeros. Y una tarde, en la que por razones que no vienen a cuento, me arrastraba el ánimo, para contrarrestar tanta tristeza me fui al centro a ver si entre los kioscos de 7 encontraba el DVD de Los Compañeros que hace 3 ó 4 años sacó Página 12.


Lo encontré, pero en el camino de vuelta a casa, me asaltó la duda. ¿Y si había envejecido muy mal como tantas otras películas? ¡No! Sigue tan fresca, joven y vital como cuando la estrenaron.


Cuenta un modesto capítulo de las sangrientas luchas que llevaron a la aceptación y promulgación de los derechos del trabajador. Estamos en Turín a fines del siglo XIX. Hay una fábrica textil en la que se trabaja 14 horas diarias, con un breve recreo que no alcanza ni para merendar decentemente. Un operario, por cansancio o por la monotonía del trabajo mecánico, pierde un brazo en un descuido. Los demás comprenden que, de ahora en más, él y su familia dependerán de la esporádica caridad pública para escapar por un rato a la miseria más absoluta. Comenzarán primero una protesta y luego una huelga que tendrá imprevisibles consecuencias.


Es una obra maestra. No hay fotograma que no esté contando algo, no hay escena que no esté sumando para concebir un todo maravilloso. Es como si un talentoso pintor fuera pintando un fresco grandioso ante nuestros ojos, y cuando la película termina es como si nos alejáramos unos pasos y contempláramos esta creación de gran belleza que atestiguamos trazo a trazo y que ya nunca olvidaremos.


Es profundamente humana. Muestra más de una miseria, pero también noblezas y generosidades que podrían llegar a rescatarnos de la ira divina.


Todos los actores están impecables, pero anda por ahí el gran Marcello. Si el oficio de actuar es primordialmente iluminar o hacer asequible el comportamiento humano, muy pocos lo ejercieron con la genialidad y la humildad de Mastroiani. Actuaba como si jugara. Hacía todas esas cosas complicadísimas que le pedían los grandes directores como si no le costara nada. Actuaba sin alharacas ni narcisismos, como si lo único que lo diferenciara del carpintero, tiracables o chofer de la filmación fuera que él estaba delante de la cámara. Aquí interpreta a un intelectual hambreado y muy chicato. Hay una escena en que todos corren perseguidos por la policía. Es un plano general, él está perdido en la multitud, y corre (doy fe porque uso anteojos desde la cuna) con la torpeza del que no ve el suelo que pisa, con miedo de perder los anteojos que mucho no le sirven, pero sin los cuales estaría perdido. No hay para él un plano detalle, es uno más, sin embargo incluso en esa toma multitudinaria se toma la molestia de contarnos su personaje. Un grande. Un genio. Algo bueno debemos haber hecho para que Dios o el Big Bang nos regalara semejante artista.


Unos días más tarde veía Bajo el sol de Toscana, una comedia romántica tópica que había grabado de la TNT. Es sobre los que descubren su lugar en el mundo en forma fortuita e inesperada. La protagonista, Diane Lane, a lo largo de la película, ve desde su balcón a un viejito que le cambia las flores a una imagen que está en una pared al otro lado de su calle. Es un viejito mala onda, de mirada límpida y profunda, como la de alguien que no ha vivido al pedo. Ella lo saluda, pero él la ignora. Ella quiere ser saludada por él, siente que sería la ratificación definitiva de que es aceptada, de que al fin pertenece a ese lugar. La película está por terminar y ella vuelve a verlo. Como yo estaba viendo el video entre dos clases, decía para mis adentros: “que no la salude, que no la salude, que quede como cuenta pendiente,” porque no se trataba de que yo fuera a mi próxima clase conmovido hasta los tuétanos. (A mí, los súbitos gestos de solidaridad y generosidad me matan, porque siento que es ahí cuando amamos la humanidad, no ya en nosotros sino en cualquiera de los otros). Y ella lo mira y él no la saluda y se va. Pero de repente se da vuelta, la mira y se lleva la mano al sombrero. Y quedo ahí, conmovido, mirando los títulos, aunque llegue tarde a mi clase, para saber quién hace el papel de viejito. No es ni más ni menos que ¡Mario Monicelli, el director de Los Compañeros! Y memorizo el nombre de la directora de Bajo el sol de Toscana, Audrey Wells. Porque quien teniendo la oportunidad, valora, reconoce y convence a Monicelli (que no es actor) para que haga ese papelito, merece que se la recuerde.


Un amigo mío dice que el mejor cine del mundo lo hicieron los italianos. Es una generalización y una exageración. Pero cuando veo Los Compañeros, El Gatopardo, La Strada, Umberto D, Érase una vez en América, Un día muy particular o Pasqualino 7 bellezas, me dan ganas de darle toda la razón.

Un abrazo
Gustavo Monteros

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