El humor
social es inocultable. Solo hay que saber mirarlo, para poder aprehenderlo. Y
en pocos lugares se hace más evidente que en un aula. Cuando hay, como ahora,
una situación económica de miseria, se intenta en vano soslayarlo. Se hace de
cuenta de que los ajustes no nos abarcan, que seguimos como siempre, sin variar
el modo de vida habitual. Pero el humor social, como el chiflete, se cuela por
los resquicios. Entonces los alumnos padecen una mezcla de hastío, desidia,
frustración. Y la mayoría de las veces se vuelve agresión. Entre ellos, al
docente, o a quien tengan a mano.
Doy clases
en escuelas secundarias públicas, de modo que ellos y yo somos clase media.
(Baja, sería la definición técnica que nos corresponde, pero de eso mejor me
olvido, porque nadie quiere ser lo que es, si de clases sociales bajas se
trata). No es que pasen hambre o vistas harapos. No, pero ya se nota que sus
familias resignaron ahorros, planes de vacaciones, consumos ociosos. Lo que
traen para gastar en el kiosco es un billete más simbólico que sustancial. A
menos que junten lo de dos o tres días, ya no les alcanza para comprar lo que
les gustaba. Tienden a conformarse con las golosinas magras que ahora pueden
permitirse.
No la
expresan como tal, pero la angustia de no poder gastar lo que antes podían, se
les instala. No se necesita ser adivino ni sociólogo para concluir que sus
familias galguean. No resignan apagar la estufa todavía, aunque ya el mes se
les hace largo y comer todos los días es una empresa descomunal.
No es que me
vaya mejor, pero darme cuenta, no me hace más sabio, querido Tolstoi, sino que
aumenta mi impotencia. No es mi culpa, son los reveces de la democracia. La
voluntad de la mayoría que hay que aceptar y apoyar. Pero no juegan limpio,
nadie vota libre de influencias, de maquinaciones, de perturbaciones. Antes te
quitaban el voto, ahora te quitan la capacidad de raciocinio. Te la invaden
tanto que sos un autómata, un zombi, un prisionero al que le dan la llave para
que se encierre solo.
Una mañana
me levanto más desvalido que de costumbre. Me acomete un cóctel de furia y
desidia. No tengo ganas de nada, ni de balearme en un rincón, como dice el
tango. Pero la peleo, porque sé que, si me dejo estar, la cabeza se me va a
llenar de pensamientos negros que alimentan las muertes. Las del cuerpo, las
del alma, las de las ganas de ser y estar y querer y reír y compartir. Como
siempre opto por ir a las películas. El cine no cambiará mi realidad, pero me
pondrá la mente a resguardo. Fantasear también es salvarse.
En una
página que frecuento, subieron The Hurricane, 1937, de John Ford, con
Dorothy Lamour, Jon Hall, Mary Astor y otros notables. Me pregunto por qué Jon
Hall no llegó a ser tan preeminente como Dorothy Lamour o Mary Astor y me pongo
a repasar su carrera en páginas enciclopédicas. La rápida lectura de los
títulos en los que participó me hace detener en uno de 1952, Last Train from
Bombay. Título con el que no me había cruzado cuando escribía mi libro
sobre los trenes en el cine.
Se trata de
una película escrita por Robert Yale Libott y dirigida por Fred F. Sears. Pero
es su productor, Sam Katzman, el que hace la diferencia. Sam Katzman fue un
productor (y ocasional director) que se especializó en filmes de bajo
presupuesto, el abarcador y nunca bien ponderado Cine B. Este pertenece a su
etapa en la Columbia. ¿Se conseguirá? ¡Se consigue! La bajo y me pongo a verla.
Estamos en
la India (por el título, ¿dónde íbamos a estar? ¿En la Antártida?) Diarios y
noticieros nos informan de una revuelta en Janipur (o sea que nos ubican en el
conflicto entre India y Pakistán por los territorios de Cachemira). Fundido a
negro. Dos indios llevan un gran canasto de ropa lavada a un hotel. Lo dejan en
una habitación del segundo piso. Un hombre los recibe, los hace dejar el
canasto y los echa sin darles propina. El hombre, al quedarse solo, revuelve
dentro del canasto y saca el cuerpo inerme, exangüe de otro hombre. (¿Un
cadáver? Y, sí) Lo pone sobre la cama y le destroza la cara de un balazo.
Fundido a negro. Después se ve al hombre que pegó el tiro, cambiado, de
uniforme de soldado indio, con un dastar (o sea el turbante que usan los sikh)
y un parche negro en el ojo derecho. (Si no es futuro villano de la película,
le pasa raspando) Fundido a negro.
Puerto de
Bombay. De un trasatlántico bajan un importante Nawab (especie de príncipe
indio) de Janipur (¿de dónde más iba a ser?) y su hija. Martin Viking (Jon
Hall), nuestro protagonista (ya nos detendremos en él más adelante) por verlo
mejor, le pega un codazo a Mary Anne (Christine Larson) y evita que le saque
una foto. Mary Anne está con su papá, el coronel Frederick Palmer (Matthew
Boulton) un exmilitar que sirvió en la India (en otras palabras, un
colonialista de aquellos). Vienen a ver el Taj Mahal a la luz de la luna (sí,
calcularon las fechas para verlo en plenilunio, gente muy precavida para
cumplir sus deseos). Fundido a negro.
Jon Hall,
quince años después del rol en Huracán que lo inscribiría en la historia
del cine y con un evidente sobrepeso que sepultó su cuerpo apolíneo en una
contextura de rugbier, es, recapitulamos, Martin Viking, un diplomático
norteamericano que va a ejercer de cónsul en Lucknow. Lo vemos dirigirse a un
gran hotel (¿el mismo al que iban los dos indios con el canasto con ropa?, sí,
el mismo) Su amigo Kevin (Douglas Kennedy), registrado en el mismo hotel, se
olvidó de reservarle una habitación. No es problema, por unos cuantos dólares
de más, el conserje le da una habitación de las que tiene bajo la manga para
emergencias. Pregunta por el cuarto de su amigo Kevin y le dicen que está en el
segundo piso. (Sí, Kevin es el que baleó al cadáver y se fue disfrazado de
villano). Martin entra en el cuarto de Kevin y descubre el cadáver con el
rostro desfigurado en la cama. Asume, claro, que se trata de Kevin. Fundido a
negro.
Martin
conoce al Capitán Tamil (Michael Fox) de la Policía, que, tras hacerle unas
preguntas, lo deja ir (Martin tiene pasaporte diplomático). Martin y el capitán
Tamil aceptan a regañadientes que Kevin pudo haberse suicidado, pero no se lo
creen del todo. Fundido a negro. Martin en la estación está por abordar un tren
a Lucknow. Kevin, de uniforme, parche y turbante, manda a un indio a que le
cambie el bolso a Martin, cuando está entretenido con el guarda. El tren parte,
Martin está muy cómodo instalado en un compartimento para él solo, chuchuchú, chuchuchú, pero en la primera parada suben
unos policías. Andan detrás de unas drogas robadas. Le piden a Martin permiso
para revisar su equipaje, aunque puede negarse por ser diplomático. Martin
acepta y le encuentran las drogas perdidas entre sus ropas. Lo detienen y lo
bajan del tren. Fundido a negro.
Otro
encuentro con el capitán Tamil de la policía, que habla un ingles perfecto y
que se nota que es un muy actor, que de nuevo lo deja ir, aunque le sugiere que
deje de meterse en problemas porque si bien su pasaporte diplomático lo exime
de algunos inconvenientes, no es un salvoconducto supremo. Fundido a negro.
Martin descansa en su cuarto de hotel (¿habrá conseguido esta vez un cuarto
disponible u otra vez habrá tenido que coimear al conserje? Ah, misterios de la
continuidad). Golpean a la puerta. Abre, es Kevin, de uniforme, parche y
turbante, que viene a devolver el bolso original de Martin. Martin le hace una
toma candado de catch, creyendo que es un malhechor. Kevin revela su identidad,
despojándose del disfraz. Fundido a negro.
Toman unos
tragos y Kevin le confiesa que el cambio de bolsos fue para sacarlo del tren,
que volará por los aires, antes de llegar a destino, para matar al Nawab que
negociará un tratado de paz en el conflicto entre India y Pakistán. Kevin, que
fue un comando en la Segunda Guerra, junto con Martin, lo invita a ser un
mercenario y recuperar la alegría perdida de estar en peligro constante. Martin
se horroriza, el pasado era una guerra, lo que Kevin propone ahora es
terrorismo y muchos civiles serán víctimas inocentes. Martin toma el teléfono
para comunicarse con el capitán Tamil y Kevin lo ataca para impedírselo. Se
trenzan en una buena pelea.
Antes de
continuar a las piñas, Kevin le propone apagar la luz porque en la oscuridad se
pelea mejor (¡!) (¿Será para que no se note que serán reemplazados por dobles
de riesgo?, ¿o acaso será algo medio homoerótico que tienen entre ellos?, ¿o
tal vez enfrentan una imprevista suba de tarifas? Misterios del guion)
Mientras
pelean cerca del balcón, una daga lanzada acorta la vida de Kevin (¡menos mal
que estaban en planta baja! ¡De haber estado en el segundo piso, como antes, lo
de la daga se complicaba!) Antes de morir, Kevin balbucea algo sobre un
prestamista llamado Samir, o algo así, y de que el jefe de la organización es
un rengo. Expira Kevin y Martin sale corriendo por el balcón rumbo al jardín
para perseguir al asesino.
Al lado de
una fuente de lo más bella, Martin y el asesino se trenzan. En un momento el
asesino intenta estrangular a Martin con una cuerda llena de nudos, igual a otra
con la que jugaba Kevin mientras bebían. (La cuerda remite a una famosa banda
de estranguladores, perdida en el tiempo, aunque muy famosa, hasta estaba un
cuento de Leopoldo Lugones, si mal no recuerdo, igual, esta secta es muy
conocida y aludirla, siempre paga) Martin interroga al asesino metiéndole la
cabeza en la fuente (bueno, che, había que usarla), pero lo deja ir. Fundido a
negro.
(Estamos en
un momento decisivo. Lo lógico sería que Martin fuera a ver al comisario Tamil
y le contara todo lo que sabe para que este se ocupe de impedir el atentado,
investigar la organización terrorista y desmantelarla y seguir su viaje a
Lucknow, pero ¿hacen los protagonistas de los films de aventura lo lógico y
esperable? ¡No! Jamás en sus perras vidas. Claro, la lógica de la acción en un
relato no es la de la vida, y no por eso se suspende la credibilidad, por el
contrario, se fortalece nuestro contrato de fe en el relato: el héroe es héroe,
y no un pusilánime de la calle. O sea que Martin se va a desarmar los entuertos
él solo)
Martin en la
calle busca donde atiende el prestamista. Un chico se ofrece a ayudarlo a
cambio de unos dólares. La sociedad con el chico dura poco. Ven pasar un
cortejo fúnebre, en el que el prestamista es el muerto. Martin va al aeropuerto
para tomar un avión que lo acerque al lugar donde el tren explotará (esto lo
sabe por lo que le contó Kevin del atentado) No hay aviones que salgan para
allá y el que más lo acerca sale al día siguiente, se le advierte que debido al
conflicto India-Pakistán necesita permisos de viaje, algo que no puede
conseguir porque lo busca la policía para interrogarlo sobre la muerte de Kevin
en su cuarto. Martin, que también es piloto, secuestra una avioneta. Al
despegar, el capitán Tamil con otros policías en un jeep le aciertan al tanque
de combustible de la avioneta. Eventualmente Martin se queda sin combustible,
se pone un paracaídas y abandona la avioneta. Cae cerca de un camino por el que
pasan autos a gran velocidad (¿llegarán tarde al trabajo?, ¿las esposas de los
que conducen habrán entrado en trabajo de parto?, ¿se vendrá la marabunta?) Un
auto se detiene. ¡En él vienen Mary Anne y su anciano padre colonialista!
Martin sube al auto e intenta convencer a Mary Anne, a punta de pistola
primero, a seducción galana después de que lo ayude a llegar a la frontera
(¿cuál?, ¡Sabrá Dios!, de repente se ponen a hablar de fronteras) Mary Anne le
dice que sabe de su predicamento por haberlo leído en el diario, tanto andar
con muertos, lo llevaron a primera plana. Hay retenes en el camino y Mary Anne,
¡lo entrega a la policía! (si creíamos que iba a sumarse a la aventura,
estábamos muy equivocados, ella es una dama inglesa muy respetuosa de la ley y
el orden, ¡God save the Queen!, qué carajo. Fundido a negro.
Martin, por
supuesto, huye y termina con el traje roto en un pueblito, donde hay un
bar-cabaret. Pide comida y se le acerca una prostituta francesa, Charlane (Lisa
Ferraday). Martin le pregunta si lo puede ayudar a conseguir permisos de viaje
para que no lo detengan en los retenes. Ella le dice que es algo difícil,
entonces él saca la billetera y le muestra que tiene dinero suficiente para
sobornos. La visión del dinero despierta la codicia del dueño del bar y otros
asiduos parroquianos. Charlane le dice que apure el trago y que no espere la
comida que le va a presentar de inmediato un amigo que le solucionará el
problema de los permisos. Salen y el dueño del bar y un par de parroquianos lo
dejan inconsciente y le roban el dinero que se reparten entre ellos, dándole,
claro, su parte a Charlane. Lo dejan tirado en la calle y todos se van. Fundido
a negro.
Martin
recupera el conocimiento acostado en la cama de Charlane (¿Cómo diablos llevó
Charlane, que es de lo más frágil, a tremendo mastodonte a su cama? Porque no
olvidemos que Martin es todo un rugbier, por no decir un luchador de sumo…bah,
los misterios de la continuidad) Mientras Martin vuelve en sí, ¡llega la
policía con el capitán Tamil a la cabeza! Charlane los atiende en la antecámara
y le contesta todas las preguntas al capitán. Este antes de irse, le ordena a
un sikh grandote de uniforme, turbante y sin parche (este es un sikh legítimo,
no como el trucho que personificaba Kevin) Al quedarse solos, Charlane noquea
al sikh y lo apura a Kevin para que se vaya, le da el dinero que le tocó a ella
del robo y le ofrece un traje de su exmarido, un marine que se fue para no
volver. Charlane le da también un permiso de viaje (¿cómo lo obtuvo? Misterios
del guion) Fundido a negro.
Martin se
toma un colectivo y después un avión para llegar a una ciudad en la que busca
al rengo. Para disimular se puso un turbante (¡cómo si un yanqui grandote de
traje fuera a pasar desapercibido en una ciudad de indios esmirriados, tirando
a bajos!) Deambulando halla una taberna llamada El rengo. Entra, se sienta a
una mesa, pide comida. Cuando se la traen, pone al lado del plato recién
servido, la cuerda con los nudos de los estranguladores. El mozo le dice que lo
siga. A resguardo de miradas intrusas, Martin le dice al indio que debe revisar
la bomba para asegurarse de que todo esté bien. El indio le dice que es muy
raro que aparezca para una revisión, que va a consultar. Martin aprovecha para
huir. Fundido a negro.
Martin va a
ver a la más alta autoridad del ferrocarril que es ¡el rengo! El rengo ordena a
sus secuaces que lo encierren. Camino del calabozo o donde sea que lo vayan a encerrar,
hacen una parada estratégica en la estación de trenes (la ciudad donde están
resulta ser Agra), Martin al ver que en el andén está el famoso tren que será
bombardeado, golpea a sus captores, escapa y se sube al tren. Se encuentra con
la hija del Nawab en un compartimento y la advierte del peligro. Ella le dice
que traerá a su padre para que hable con él, pero no alcanza a ver al Nawab porque
los esbirros del Rengo lo bajan del tren. El tren parte. Chuchuchú, chuchuchú.
En el andén,
se encuentra con ¡Mary Ann! Ella le pide disculpas por haberlo entregado y le
dice que se alegra de que no haya habido ninguna explosión de trenes. Los
esbirros del Rengo oyen tren y se ponen como locos: ¿Qué tren?, ¿qué tren?,
dicen. Martin intenta excusarla, pero por las dudas, marche presa también Mary
Ann. Los esbirros los encierran en una mazmorra en la montaña bajo siete
llaves, pero Martin observa las antorchas y descubre que hay una corriente de
aire, la sigue y hallan un pasadizo entre las rocas como para que pase ¡un
carro! Huyen como por una puerta…abierta.
Llegan a
donde está la bomba, protegida por algunos terroristas a los que Martin pone
fuera de combate, of course. Se viene el tren, ¡directo al túnel dónde está la
bomba! Chuchuchú, chuchuchú. Martin se sube a una zorra. Está a unos metros del
tren que viene. Chuchuchú, chuchuchú. Martin acciona la zorra y salta, antes de
que esta entre el túnel y haga explotar la bomba. ¡Pum! El tren, que viene apenas
unos metros detrás, frena y se salva.
Mary Anne
corre adonde está tirado Martin. Sí, ¡está vivo! Fundido a negro. El capitán
Tamil frente al Taj Mahal felicita a Martin y de paso a Mary Ann. El padre de
Mary Anne, el coronel colonialista, les saca la foto. El capitán les pregunta a
Mary Anne y a su padre si ya se vuelven a Inglaterra. Mary Anne dice que no
todavía, que antes pasarán por Lucknow. Hum… ¿Habrá conseguido novia Martin? No
sé si le conviene Mary Anne, apretada por las circunstancias ¡lo entregó! Pero
es la chica de la película. Fin.
El Cine B, a
pesar de todas las características distintas que abarca, engloba un compromiso
que se mantiene inalterable en todas sus variantes: una voluntad infranqueable
de contar una historia. Este tren de Bombay puede que no sea el Orient Express,
pero tiene su chuchuchú, chuchuchú, chuchuchú. (La realidad sigue dura, pero mi
mente está por suerte más ligera, gracias al chuchuchú, chuchuchú. Un viaje,
aunque por delegación sigue siendo un viaje, chuchuchú, chuchuchú)
Gustavo
Monteros