No es difícil
comprender por qué el mito de la Cenicienta es tan popular, desde un esquimal
de pelo en pecho del delta del Yukón hasta una esbelta maorí de las Islas Cook
conocen la historia de la chica que perdió el zapato. Se considera a Charles
Perrault como su autor, aunque en realidad es su recopilador más famoso, puesto
que el cuento venía contándose casi desde el principio de los tiempos, habría
que ver si no se lo reconoce en los bisontes de la Cueva de Altamira.
A decir verdad tiene
todo para ser uno de los top best sellers de todos los tiempos: chica huérfana
a manos de una cruel madrasta y dos mezquinas hermanastras, un príncipe que da
un baile, un hada madrina de lo más oportuna, una noche de juega con plazo de
vencimiento, la pérdida del zapato en las escalinatas del palacio y la búsqueda
de la dueña que repara la injusticia sufrida y que se parece mucho a una noble
venganza.
El esquema esencial
del cuento (chica humilde que asciende socialmente por el matrimonio con un
burgués/aristócrata/millonario) vertebra miles de historias. En cine, de la
galera, sin profundizar demasiado en el tema, me vienen a la memoria dos
Cenicientas que tuvieron a Richard Gere como el príncipe: Reto al destino (An officer
and a gentleman, Taylor Hackford, 1982) y Mujer bonita (Pretty Woman,
Garry Marshall, 1990). En la primera Debra Winger era una proletaria rescatada
de la fábrica en la que trabajaba por el oficial reciente de reluciente traje
blanco y en la segunda Julia Roberts alcanzaba el estrellato al ser retirada de
la prostitución por un tiburón financiero.
En las luchas
contemporáneas del feminismo, el mito de Cenicienta suena un poco obsoleto,
pero los conservadurismos de toda laya mantienen vivos estos cuentos como
tapadera de la preservación de otros privilegios, es casi como si dijera: la
riqueza no es mala, siempre puede rescatarse una sirvientita sucia e
insignificante y convertirla en princesa.
Por todo lo dicho, no
es de extrañar tampoco que la Walt Disney Company decidiera revisitar el mito
esta vez con actores de carne y hueso y no con dibujos como lo hiciera en 1950.
A esta versión se dice que la dirige Kenneth Branagh, aunque es solo un
concertador, La Cenicienta es una
película que casi se dirige sola, porque poniéndonos borgeanos, nació para realizar
un destino, en este caso canalizar la historia y el estilo Disney.
Los verdaderos
intérpretes de la velada nos son los actores o el director, sino el director de
arte, Dante Ferreti y la diseñadora de vestuario, Sandy Powell, aquí ungidos
como los responsables directos de perpetrar el legado Disney. Y lo logran con
creces, el típico barroco Disney (más cercano a la estética Liberace que a la
de Luchino Visconti) refulge enceguecedor. Todo es dorado, brillante, los
campos siempre están en flor, los días jamás están nublados (solo llueve para
calmar la ansiedad post-baile de Cenicienta), siempre es primavera o verano (en
la última escena hay una sugerencia de nieve, pero es solo para darle más
encanto a una maqueta casi vaticana en su distribución arquitectónica.
Como corresponde a la
tradición Disney, la protagonista está un poco enajenada en su soledad y habla
con animales para paliarla. Aquí son unos ratoncitos tan limpios como
simpáticos y un ganso, que de ganso solo tiene la forma. A mí siempre me dan
como que están un poco del ácido estas princesas, ¡hablan con pajaritos o
ratoncitos!, que encima les resuelven problemas prácticos como coser, remendar,
cocinar o lavar platos. Ojalá fueran tan fáciles de asociar en la vida real.
La única innovación
significativa es la villana (en realidad es una consecuencia del éxito de Espejito, espejito (Mirror, mirror, Tarsem Singh, 2012) con Julia Roberts como la bruja
de una reformulada Blancanieves. Película espejo en realidad de otra de 2012
(en Hollywood, los proyectos vienen en tándem, algo así como “si yo hago
ravioles, ella hace ravioles”), Blancanieves
y el cazador (Snow White and the
Hunstman, Rupert Sanders, 2012) en la que la bruja era nada menos que
Charlize Theron, papel que repetiría en El
cazador y la reina del hielo (The
Huntsman: Winter’s War, Cedric Nicolas-Troyan, 2016). O sea la de poner a
una gran estrella en su luminosa madurez como villana. Aquí el honor le cabe a
Cate Blanchett, que sale bellísima y elegantísima en cada escena, nunca los
superlativos fueron más justos. Y como para que no todo sea pasar por
Maquillaje y Vestuario, los guionistas le dieron una justificación a su
personaje, ya no es solo mala por designio divino.
La otra
particularidad es extra-arte, Kenneth Branagh y Helena Bonham Carter (el Hada
Madrina) fueron pareja y parece que la separación no fue cruenta porque pueden
trabajar juntos. Para nosotros, los espectadores, es un beneficio, combinan
bien sus talentos, tanto en sus roles director-actriz como cuando solo son
compañeros de elenco. Y como Kenneth es muy amigo de sus amigos, en donde él
esté si hay un lugar para Derek Jacobi, allí estará Derek Jacobi (aquí es el
rey). Casi irreconocible, por culpa del peinado, como el Gran Duque está el
gran Stellan Skarsgård.
La Cenicienta puede verse en Netflix. Si tienen alguna curiosidad
con el catálogo Disney disponible en Netflix, no se dejen estar y véanla, ya
anunciaron su divorcio y en breve Disney tendrá su propia plataforma.
Gustavo Monteros
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