El mundo ya no es lo que era, el cine tampoco lo es. Obviedades
al margen, a lo que voy es que hay hoy una universalización que borra las
peculiaridades, el color local, las idiosincrasias y que crea una paridad, una
similitud, una igualdad que reafirma nuestra humanidad a la vez que la diluye. Los
griegos, los armenios, los escoceses y los nicaragüenses son menos griegos, armenios,
escoceses y nicaragüenses y más “humanos” según el modelo triunfante, o sea el
impuesto por el cine de Hollywood, que deja de ser la meca de los sueños para pasar a ser el vocero del imperio, el
perpetuador del modelo a seguir, no solo en el perfil de los personajes, sino
en qué contar y en cómo contarlo, según los dos grandes parámetros, el del cine
industrial y el del supuesto cine independiente estilo Sundance. Lo que hace
que todas las películas del mundo parezcan hechas por un productor yanqui, de
allí que le sea tan fácil a Netflix albergar tanto al cine indio, al turco, al
coreano, al mexicano, al peruano o al argentino, puede que las caras varíen,
pero las ropas, el qué y el cómo se cuentan de maneras tan similares que parecen
iguales.
La semana pasada ante el estreno de la película
italiana Por siempre jóvenes de
Fausto Brizzi, leo en una crítica de un diario principal que “Su mirada sobre
la comedia está más cerca de la universalidad anglosajona que de la sátira de
costumbres latina”. Y no me extraña en lo más mínimo.
Horas más tarde voy a ver La Cordillera de Santiago Mitre y entre el centenar de tráileres con
que nos domestican antes de la película elegida, está el de Hedi, película tunecina de 2016 de
Mohamed Ben Attia, rebautizada para su estreno local como La amante. Como suele suceder con muchísimos tráileres (por no
decir todos) es posible adivinar la historia entera de la película, su
desarrollo y quizá hasta su desenlace, de allí que muchas veces para los que
miramos cine todo el tiempo, nos quede la sensación después de haber visto una
película, que hubiéramos ahorrado tiempo quedándonos con solo la visión del tráiler,
ya que el trámite de verla toda, poco o nada agregaba a lo que ya sabíamos.
En Hedi / La
amante vemos a un hombre joven, dominado por su madre, entregarse a una
vida arreglada por ella, se casará con la mujer que ella eligió y vivirá según
los preceptos y caprichos maternos. Antes de casarse, por su trabajo de
representante de una firma de autos, recalará en un hotel de veraneo y se
enamorará de una guía turística, quien lo reconciliará con sus sueños. Fin.
Pero ¿con quién se queda? ¿Importa? La peripecia vital del personaje pasa por
liberarse de las ataduras de la madre.
Es evidente que se trata de una película festivalera,
lo ratifican los logos de todos los festivales que la invitaron y algunos de
los premios que obtuvo, entre los más importantes, dos Osos de Plata del
Festival de Berlín, uno a su protagonista, Majd Mastoura, y otro a su director
por la Mejor Ópera Prima.
Mi acompañante le baja en pulgar y lo resume con “Ni
en pedo”, le pregunto por qué no la vería y me dice porque es una película Hallmark
made in Túnez. Puede equivocarse, pero todo parece darle la razón.
Con mi acompañante vemos religiosamente todas las
películas de Darín, por eso ahora huimos de la hermosa tarde de sol para cobijarnos
en los rigores de La Cordillera. No conozco
el cine de Santiago Mitre, tengo por ahí copias de sus películas anteriores El estudiante, 2011, y La patota, 2015, (Paulina es su título internacional, “patota” es un término
demasiado nuestro para su exportación) pero todavía no las he visto. Volviendo a La Cordillera por algunas
cosas sueltas que leí, por arriba, de su presentación en Cannes, sé que un
thriller que desemboca en un pacto fáustico o algo así. Comprobaremos que es
más “algo así” que pacto fáustico en nuestra modesta opinión. Más que el inicio de un ciclo faústico, la película
ratificará un modus operandi, una línea de conducta.
Mitre, con un guión propio, co-escrito con Mariano
Llinás, el recordado director de Balnearios,
2002, e Historias extraordinarias,
2008) narra con seguridad y suntuosidad. Hay dos planos, el del hombre común,
el técnico que conocerá la Casa Rosada, y el de los que hacen cosas en su
nombre, los políticos y sus no menos importantes segundos que deambulan por la casa gubernamental y por los mullidos ambientes de ese lujoso hotel de Chile donde más tarde acordarán, o no, políticas energéticas para la región.
El presidente argentino es Hernán Blanco (nuestro
orgullo nacional, Ricardo Darín, en otra actuación antológica) asistido por su
mano derecha, Luisa Cordero (Érica Rivas, impactante como siempre) y por el
jefe de gabinete, Castex (Gerardo Romano, en una caracterización impecable).
Antes de la partida a Chile, Luisa se entera de una crisis en ciernes. El ex esposo
de la hija de Hernán, Marina (Dolores Fonzi, irreprochable as usual) amenaza
con sacar trapos sucios sobre los dineros de la campaña que le permitieron a
Hernán llegar a la presidencia. Como al pasar se menciona un dato que cobrará
relevancia, Hernán pasó de ser un intendente de un pueblito de La Pampa a
presidente de la república, sin cargos intermedios, meteóricamente.
En un principio parece que estamos en un thriller
político, algo que es más culpa nuestra, o de la famosa “grieta” que de la
película en sí. Es claro al desarmarla que da señales inequívocas de no
pretender encerrarse en lo político. No estoy de acuerdo con las críticas que
dicen que empieza en un género y que da un volantazo hacia otro promediando el
metraje. No, hay desde un principio indicios claros que lo político es un
ambiente elegido, no el fin ambicionado. Si tuviera que definirlo con
precisión, diría que se trata de un thriller metafísico, aunque es
imprescindible mencionar que se acerca más a lo fantástico o a lo que se supone
terrorífico, eso sí, advirtamos que no hay nada gore, ni sangriento, ni
espeluznante, sino el choque de las fuerzas del bien y del mal. Y no digo más, para
no caer en un spoiler.
Todo esto viene a cuento porque antes de entrar al
cine nos enteramos que Darín le estaba contestando en Twitter a los que se
quejaban de la película. En la nota daban dos ejemplos, un espectador le
reclamaba las malas elecciones de proyectos que hacía últimamente, a lo que
Darín le respondía con sorna, que le encargaría las elecciones a esta persona
de ahora en más. El otro ejemplo exponía lo siguiente: "Fui a ver La
Cordillera y creo que no entendí el final. @bombitadarin, los espectadores nos
quedamos debatiendo después de la película". A lo que Darín contestó: "¿Eso no es bueno?
Digo, ¿te pasó muchas veces? Un abrazo".
Lo menciono porque una vez terminada la película, algunos
de los espectadores que nos acompañaban expresaban en voz alta su malestar por
el supuesto poco esclarecimiento del final. Decían cosas como “Habrá que
esperar la segunda parte”. O “¿Pretenderán que la veamos de nuevo para
entenderla?”.
Yo tenía ganas de decirles: Pónganse a repasar que fue
lo que vieron y les saldrá solos el porqué termina cómo termina. Pero el cine
contemporáneo no promueve el rearmado de los rompecabezas, no, lo da todo
deglutido, explicado, subrayado, nos dicen las piezas se acomodan así y así, no
se preocupen, mastiquen sus pochoclos y adormilen su inteligencia que nosotros
les diremos qué pensar. La Cordillera
exige un mínimo de capacitación intelectual, de reflexión obvia sobre cómo se
vinculan los elementos y el por qué de esa música harto reveladora,
machaconamente prepotente, única objeción a un film bastante inobjetable. Es tan
mínimo lo que se nos exige que en los años setenta, tiempos en los que las
películas exigían la astucia de los espectadores, La Cordillera estaría dirigida para niños de Jardín de Infantes
como Bolilla Uno de rearmado de enigmas. Según decíamos en un principio, el
mundo ya no es lo que era y el cine, tampoco.
En tiempos de grieta, La Codillera, por suerte, a pesar del ambiente elegido, no es una
película “antipolítica” o sea de derechas… mal. No, en este mundo en particular,
como en el mundo en general, hay una tensión entre las fuerzas del bien y del
mal, de la oscuridad y de la luz.
Gustavo Monteros
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