No hay que robar zapatos / sin saber correr primero,
decía la canción de Carlos del Peral y Jorge Schussheim que cantaba Nacha
Guevara en los tiempos del Instituto Di Tella. Parafraseándola podría decirse:
No hay que robar manuscritos / sin saber escribir otra novela. O sin saber
lidiar con los chantajes y revelaciones que trae publicar con nombre propio una
novela escrita por otro.
En Un homme
idéal (2015) de Yann Gozlan, Mathieu Vasseur (Pierre Niney) es un joven
novelista sin suerte, su esforzado trabajo ha sido rechazado por una respetable
editorial. Se gana la vida como peón de una empresa de mudanzas. Un día la
empresa recibe el encargo de desarmar una casa en la que un viejo inquilino ha
muerto. Salvo algunos muebles, deben tirar todo lo que encuentren, ropa,
papeles, enseres, etc. Entre los papeles, Mathieu encuentra un diario de las
luchas de Argelia, que bien puede leerse como una novela. Copia este manuscrito
y lo envía con su nombre a otra editorial, distinta de la que lo rechazó, para
probar suerte. Sorpresa, hay verdadero interés de que firme con ellos un
contrato. No se necesita ser muy perspicaz para suponer que será saludado como
un grande de las letras francesas.
Esto del robo de manuscrito corre el peligro de
convertirse sino en un género al menos en tendencia. En el 2012, los directores
Brian Klugman y Lee Sternthal en The
words (apodada por estas tierras Palabras
robadas) contaron cómo un autor bloqueado, el bueno de Bradley Cooper,
hallaba por casualidad un manuscrito perdido con una historia de amor en
tiempos de la segunda guerra y decidía publicarlo con su nombre. En algún
momento se le presentaba el verdadero autor, el legendario Jeremy Irons, y la
cosa se ponía espesa.
Y si en Palabras
robadas todo derivaba para el lado de la parábola del autoconocimiento, la
retribución, la expiación o la capacidad de vivir en la mentira (Jeremy le
decía a Bradley la frase matadora de que
“todos tomamos decisiones, lo difícil es vivir con ellas”, por ejemplo), en El hombre perfecto la historia se
inclina por el viejo y querido thriller. Llegado este punto, se puede presumir de erudición y dejar caer al pasar, como quien no quiere la cosa, los nombres de Alfred Hitchcock y Patricia Highsmith (en realidad, obviedades a evitar cada vez que hay un poco de suspenso o un personaje miente).
Mathieu debe enfrentar unos cuantos demonios que le
aparecen. El director Yann Gozlan juega muy bien sus cartas, porque a pesar de
unas cuantas crueldades y bajezas que Mathieu comete, nuestra simpatía siempre
está con él. Deseamos que se salga con la suya. Simpatía y deseo que le debe no
poco a la caracterización de algunos personajes y a una pertinente
planificación.
El cine francés ha propuesto desde siempre
protagonistas masculinos que se apartan del típico atlético carilindo (Jean-Paul
Belmondo, Yves Montand, Daniel Auteuil, Vincent Lindon, Gérard Depardieu,
Vincent Cassel, Mathieu Amalric, Jean Rochefort, Philippe Noiret, Michel
Piccoli, Lino Ventura, Jean Reno, Fabrice Luchini, Jean-Pierre Bacri, Dominique
Pinon, Michel Blanc, entre muchos otros). Pierre Niney se inscribe en esa
tradición. Por bromear hasta podríamos decir que es un identikit hecho de
actores argentinos, tiene ojos parecidos a los de Sergio Surraco, mira como
Pablo Rago y es incluso más flaco que Juan Minujín. Bromas al margen, sabe
ganarse la atención y justifica el protagonismo concedido. Se lucen también Ana
Girardot, André Marcon, Valéria Cavalli, Thibault Vinçon y Marc Barbé como el
siniestro chantajista.
No será el mejor partido para una chica casadera ni la
opción más confiable para que nos cuide la casa en vacaciones, pero este
supuesto Hombre perfecto ofrece
durante 100 minutos una más que atendible compañía.
Gustavo Monteros
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