Clint
Eastwood es un gran narrador cinematográfico, quizá el último de los grandes
maestros clásicos. También es, por supuesto, un estadounidense. O sea un hombre nacido y criado según ciertos
parámetros, de acuerdo a ciertos valores sociales y respondiendo a una
concepción política determinada. Una verdad de Perogrullo, que no es lo mismo haber nacido en Suecia, Japón,
Cuba o los Estados Unidos. Y eso, a veces, si se tiene amplitud mental no
importa y otras, aunque se tenga un desprejuicio ancho como el cielo, importa y
mucho.
Clint
Eastwood, como todo artista, es a la vez tanto un humanista como un hombre de su
lugar y de su tiempo. Cuando el humanista prima sobre el hombre arraigado en su
país, me gusta dialogar con él a través de las películas que propone. Cuando el
estadounidense típico se impone, no puedo dialogar con él, es más, no me
interesa. No puedo aceptar que me diga que los Estados Unidos es el mejor país
del mundo, cuando no lo es (ni remotamente) y menos que diga que tienen la
fuerza y la moral necesarias para erigirse en defensores universales de la
democracia, porque según ellos lo que los amenaza o perjudica… agrede la
libertad mundial. Fundamentalismo terrorista si los hay, porque de tanto ver la
paja en el ojo ajeno olvidan que, sea cual fuere la definición de terrorismo
que usemos, el mote les cabe y les cae a ellos primero que a nadie. Pero por
ser el imperio, como en el cuento ¿quién le dice al emperador que está desnudo?
Clint
Eastwood, como en la lejana El guerrero
solitario (Heartbreak Ridge,
1986) en la que justificaba la invasión a Granada, vuelve a defender el
intervencionismo militar yanqui, esta vez a Irak. Y no es ideologización
excesiva o susceptibilidad extrema de mi parte, una de las gacetillas de prensa
publicada por la productora lo dice clarito, con todas las letras: “La cinta se
fija en la figura real de Chris Kyle, quien entre 1999 y 2009 mató al menos a
150 insurgentes en Irak como miembro de la unidad de élite SEAL de la Marina
estadounidense, aunque su batalla más dura la libró de vuelta a casa con su
esposa Taya (Sienna Miller) y sus dos hijos pequeños, después de ser absorbido
por la guerra.” (Ojo, la traducción no es mía y lo de “insurgentes”, más allá
del estilo discutible, no admite réplica)
Como
en toda exégesis acrítica, en los intersticios, en los puntos suspensivos
involuntarios se cuelan otros aspectos de la realidad que se pretende ensalzar:
el padre que enseña que está bien ser un matón y que un arma se usa con
impiedad, el machista que “aprende” respeto a la mujer solo para que no lo
rechacen mucho, el cowboy hecho y derecho que obedece las consignas políticas
más vagas y endebles con la ceguera de un chico de catecismo, el hombre que
“perdona” a su hermano no ser “tan” valiente, el “héroe” que llora antes de
matar y así.
En
los Estados Unidos la película gozó de un éxito inaudito en su primer fin de
semana de exhibición. Es claro, entonces, que conectó bien con la sociedad que
la produjo. Pero más allá o a pesar de esto, entre los mismísimos estadounidenses,
surgieron conatos de polémicas. Por ejemplo: ¿un francotirador puede ser un
“héroe” o es solo un asesino glorificado por el concepto de guerra que todo lo
avala?
En resumen, una película pro-intervencionismo
militar yanqui, bien narrada y actuada, pero que, por lo mencionado primero,
obliga a deglutir unos cuantos sapos de gran tamaño durante su proyección.
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