La cosa empezó mal. En la sala muchos
espectadores zambullían sus manos en baldazos para pescar el pochoclo, llevarlo
a la boca y deglutirlo. Tanto cranch, cranch, cranch poco ayudaba a adentrarnos
en el clima que la directora Margarethe Von Trotta quería crear. El silencioso
secuestro de Eichmann en 1960 en San Fernando, Buenos Aires, interrumpido levemente
por música suave transcurrió a pleno cranch, cranch, cranch. Una señora muy
molesta dijo en voz alta: No deberían vender pochoclo para películas como ésta.
Otra, más molesta todavía, dijo: A ver si la cortan con tanto ruido. Los
pochocleros, impertérritos, seguían con sus cranch, cranch, cranch. En la
pantalla, la película iba de mal en peor, cometía todos los pecados de la peor
miniserie biográfica, diálogos tan explicativos y situaciones tan didácticas
que dejaban al Pato Lucas de algunos cartoons con sus carteles de “Éste es el
malo”, “Éste es el bueno” a la altura de un Bergman. Hay muchas maneras de
presentar personajes con antecedentes, pero la Von Trotta y su coguionista Pam
Katz, elegían las más obvias. Groseramente nos contaban que Arndt era una
filósofa famosa, que había sido alumna y algo más de Martin Heidegger (quien
terminó defendiendo al Nazismo), que había estado internada en un centro de detenidos
judíos en Francia (eufemismo si los hay) y que había sido salvada de ser
trasladada a un campo de exterminio por una visa para EEUU que consiguió su
querido marido, Heinrich, a quien Hannah le perdona una relación paralela de lo
más blanqueada con una psicóloga, que la novelista Mary McCarthy es la amiga y
admiradora que la integró a la intelligentsia estadounidense, que su amigo Hans
se salvó de los campos y luchó contra los Nazis tras alistarse en el ejército
inglés y que tiene una visión opuesta a la de Hannah en todos los temas, que no
tuvo hijos pero que su joven secretaria, Lotte, es mejor que una hija porque la
familia no se elige y los amigos sí, etc. Pensándolo bien, quizá no estuviera
mal que esta parte de la película tuviera el cranch, cranch, cranch de los
pochoclos de fondo, porque la resolución del guión era de lo más pochoclera.
Ejemplo flagrante, Hannah Arndt escribe a la revista New Yorker para solicitar ser
su corresponsal en el juicio a Eichmann en Israel y el editor está tentado a
aceptar, pero cuenta con una bruja de asistente que pregunta: “¿Y ésta quién
es?” Entonces el secretario del editor saca un libro de una estantería y dice: “Es
la autora de Los orígenes del
totalitarismo, leelo”. El editor le da el trabajo, se ve a Hannah en un
autobús en Israel y comienza otra película, muy buena, excelente tal vez. (Para
entonces, los deglutidores de pochoclo, gracias a Dios, habían terminado su
faena.
En Israel, Hannah se reencuentra con
su querido amigo Kurt, un sostenedor del sionismo, con quien poco coincide,
pero con el que siempre se reconcilia. Comienza el juicio y Van Trotta toma una
decisión clave que se vuelve significativa, no pone a un actor a hacer de
Eichmann (como dijo en un reportaje, le hubiera pedido que lo imitara a la
perfección) sino que usa la grabación televisiva del juicio con el mismísimo
Eichmann. Quiere que corroboremos o no lo que Arndt ve. Porque dos cosas llaman
la atención de Hannah: la profunda mediocridad de Eichmann que contrasta con el
horror de la tarea a su cargo, llenar los trenes que iban a los campos y dos,
la justificación de unos de los líderes judíos sobrevivientes que provoca una
dolorosa reacción en uno de los miembros del público. Volverá a los EEUU y
concebirá una interpretación que despertará tumultuosas polémicas y le dejará
unos cuantos ex amigos. En esta, digamos, segunda parte, el film se vuelve
apasionante, atrapante, desafiante. Tersura que se ve opacada por flashbacks
que remiten a su relación con Heidegger, como dijo alguien en algún lado los
flashbacks lucen elegantes y cohesionados en el cine clásico, pero en el cine
moderno parecen un artilugio mañoso.
Toda buena obra de arte parte de una
realidad muy acotada para alcanzar resonancia universal. Pero Hannah Arendt establece con nosotros un
diálogo más cercano y relevante. Por desgracia hay unos cuantos puntos de
contacto entre el régimen nazi y la dictadura cívico militar que arrancó en el
76. Y más de una reflexión que se baraja nos hace eco. Y no sólo dialoga con
nuestro pasado, la escandalizada reacción de gente que no leyó el artículo de
New Yorker, que no fue a las fuentes y se basa para ofuscarse en
interpretaciones tendenciosas de periodistas prejuiciados guardan más de una
coincidencia con algunas airadas reacciones cotidianas nuestras.
Curiosamente también dialoga con la
película de la que hablamos recientemente. En Wakolda el secuestro de Eichmann apresura la fuga de Mengele y
ambos films están hablados en más de un idioma lo que acentúa en Hannah Arendt un yerro que no es de la
película. En Wakolda los subtítulos
no son tales sino las líneas originales del guión que fueron traducidas al
alemán y al hebreo para ser dichas por los actores; en Hannah Arendt los subtítulos son subtítulos y, para nuestro infortunio
de espectadores, bastante malos. En una película de ideas contar con subtítulos
pobres, inorgánicos, difíciles de seguir es un castigo del que podrían habernos
librado.
Margarethe Von Trotta (Las hermanas alemanas, Rosa Luxemburgo, La
promesa) elige bien a sus actores y los dirige mejor. Todos están
perfectos, aunque sobresalgo a dos. Gracias al cine de Fassbinder y la misma
Von Trotta, la exquisita Barbara Sukowa no nos es ajena. Aquí como el personaje
del título vuelve a deslumbrarnos. Y Janet McTeer que fuera el entrañable
pintor de brocha gorda en El secreto de
Albert Nobbs ratifica como Mary McCarthy su impecable talento.
La película termina prácticamente con
una invitación a adentrarnos en la obra de Arendt, en lo personal recogeré el
guante porque la conocía sólo de mentas. Ésta es una película ineludible (lo
que sigue es de mi cuenta y riesgo) que incita a oponernos a lo que la derecha
política hace últimamente: vaciar de contenido la discusión y las ideas hasta
transformarlas en slóganes huecos con los que se pretende anular el desarrollo
del pensamiento. Porque pensar es siempre peligroso, aunque es lo único que nos
salva, vaya paradoja, de peligros mayores.
Un
abrazo, Gustavo Monteros
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