Me dan ganas de escribir la crónica más breve de la historia.
Escribir solamente: Guau. Pero temo que se tome la onomatopeya no como un signo
de admiración sino como una chantada. Pero es tal la magnificencia de Hugo de Martin Scorsese que lo que nos
provoca se expresa mejor en esa onomatopeya, en el gesto de “me quedé sin
palabras” o un aplauso.
Hugo o La invención de Hugo Cabret es una proeza, un prodigio. Es tan
hermosa que su belleza sola ya conmueve.
Scorsese se plantea dos nuevos desafíos de los que sale recubierto
de gloria y honores. Es su primera película para toda la familia y su primer
opus en 3D. Elijo verla en 2D porque los anteojitos me predisponen mal, ya uso
anteojos y sobreponerlos con los de los colorcitos es un incordio constante.
Pero no se necesita ser muy perspicaz para imaginar cómo es en 3D. (Me cuesta
adherir al entusiasmo desplegado por Scorsese en las entrevistas previas al
estreno, aunque si como dice, en un futuro cercano no será necesario ponerse
los anteojitos, quizá el 3D me resulte más amigable.) Como sea Hugo es deslumbrante hasta en 1D. Les
cuento también que en 2D está subtitulada, mientras que en 3D está doblada.
Este detalle también pesó en mi decisión.
Se basa en una novela gráfica de Brian Selznick de espíritu
Dickensiano y cuando se descubre que el personaje de Ben Kingsley es el
mismísimo Georges Méliès se comprende por qué Scorsese se vio seducido por
ella. Estamos en 1920, Hugo, un huérfano, vive en la estación de trenes de Montparnasse,
y hace el trabajo de un tío que lo abandonó: darle cuerda a los relojes
públicos. Hugo intenta también terminar de reparar un autómata legado por su
padre y que lo llevará a develar unos cuantos misterios.
No lleguen tarde, aguántense con estoicismo las 740 colas con
las que nos martirizan, porque la secuencia de apertura es arrebatadora,
establece el tono y el estilo de la película con una pericia que sólo puede
describirse como magistral. Temí que el resto no estuviera a esa altura. Lo
está. Scorsese, zorro viejo, sabe que los deslumbramientos son inútiles si no
se encastran en una historia solvente. Entonces alterna prodigios con el
desarrollo cabal y minucioso de la historia hasta llegar a un final agridulce
que integra todos los temas y subtemas sin forzamiento alguno.
Hugo, como Tiburón de Spielberg, Barrio
chino de Polanski, Cabaret de Bob
Fosse o El padrino de Ford Coppola,
permite una multiplicidad de lecturas que no van en detrimento del seguimiento lineal
del argumento. Uno, como espectador, puede elegir quedarse en la superficie de
la historia, disfrutar de sus juegos y sus brillos o adentrarse en lecturas más
elaboradas.
La más evidente es la del homenaje al cine que esconde una
elegía. Se parte de los últimos adelantos tecnológicos para celebrar el
rudimentario inicio del cine y comprobar que el cine mantuvo inalterable, desde
aquellos lejanos días hasta la fecha, su voluntad de manipular emociones a
través del truco y el artificio. Y es una elegía porque quizá estemos ante la
muerte del cine, tal como brilló en el siglo XX. Derivará tal vez en juegos
interactivos de “arme su propia película”. Pero si no lo hiciera, el cine
futuro distará años luz del que conocimos con los clásicos. Las nuevas
generaciones consumen un cine basura, elaboran sus recuerdos emocionales sobre
un cine de productor vacío e insustancial. Sabrá Dios qué tipo de cine querrán
hacer, lo que es seguro es que los modelos que hoy tienen son detestables.
Esta idea se entronca con otra que se desprende de la
película: la importancia del legado del bagaje cultural. Aunque no queramos,
transmitimos prejuicios, preconceptos, convenciones, pero no trasmitimos con
igual fuerza y éxito nuestro aprecio por las obras culturales que nos
conmovieron, nos marcaron, nos modelaron.
Este concepto se relaciona tangencialmente con otra idea que
surge del film: ¿los sueños alimentan el cine o el cine alimenta nuestros
sueños? O sea ¿sueño en forma de película o los sueños dieron forma a las
películas?
Esto engarza con la idea de destino expuesto en el film: el
mundo como mecanismo en el que todos somos engranajes que hacen funcionar el
destino de los otros, y los otros hacen funcionar el nuestro.
Éstas son las que recuerdo, pero hay más.
El elenco es otro lujo que se disfruta. El Hugo de Asa
Butterfield es un protagonista fascinante, algo que no debe ser sorpresa para
los que lo vieron en El niño con el
piyama de rayas, yo no la vi, confieso. Chloë Grace Moretz, a pesar de su
corta edad, ya lleva una carrera envidiable. Es versátil como pocas. Éste es su
personaje más normalito. La vi como una vengadora patea traseros en Kick ass, como vampira maldita y
solitaria en Déjame entrar y ahora
como una niña enamorada de los libros. Sigue maravillándome su enorme talento.
A esta altura del partido hablar de la intensidad de Ben Kingsley es un
perogrullada en la que no caeré. No conocía a Helen McCrory (mamá Jeanne),
ahora sí, la seguiré de cerca. Christopher Lee engrandece su leyenda con otra enigmática actuación. Scorsese, como algunos, muy pocos, puede darse
el gusto de poner a grandes estrellas o actores en personajes muy breves: Jude
Law, Ray Winstone y Michel Stuhlbarg (el inolvidable protagonista de Un hombre serio de los hermanos Coen). Scorsese
juega también con sus actores un ejercicio de cinefilia reciente, como volver a
unir a Frances de la Tour y a Richard Griffiths, que ya estuvieron juntos en la
imprescindible The history boys. O
poner a Emily Mortimer que fuera el interés romántico del inspector Clouseau de
Steve Martin como interés romántico del personaje de Sacha Baron Cohen, que
tiene puntos en contacto con Clouseau. El gran Sacha Baron Cohen es un capítulo
aparte. Hace surgir el patetismo de la comicidad y no viceversa, en mi modesta
opinión tal como debería interpretarse a Chejov si no hubiera triunfado la
tradición de matar el humor en sus obras e imbuirlas de hiperdramatismo. El
pobre Chejov murió diciendo que sus obras son comedias y nadie le creyó. Como
sea, la escena en que dialogan Sacha Baron Cohen y Emily Mortimer por primera
vez es Chejov puro, según yo lo entiendo, porque creo que Chejov tiene razón y
que sus obras son comedias.
Como pasó con J Edgar,
Caballo de guerra o Las aventuras de Tin Tin, Hugo llega meses después de su estreno
original, entonces ya hemos leído monografías, tratados, bibliografías
completas sobre la película. A los críticos que les gusta buscarle la quinta
pata al gato, que prefieren estar siempre por encima de cualquier obra, incluso
de las más logradas, han coincidido en juicios muy fáciles de desarticular.
Han dicho que la slapstick (comedia física disparatada) no es
siempre efectiva. Es una apreciación subjetiva en extremo y por lo tanto
inválida para un debate serio. La comedia física requiere de nuestra
predisposición constante para su disfrute. No siempre tenemos ganas de reírnos
de una caída o de que alguien se estampe contra una torta. Así como el humor
verbal del bueno pervive en el tiempo y es objetivable, ya que todavía nos
reímos de los buenos chistes de Aristófanes, Moliere, Tirso de Molina o
Shakespeare y podemos analizar sus constituyentes, la comedia física depende
para su efectividad del estado de ánimo que tengamos cuando nos enfrentamos a
ella. Para medir críticamente su eficacia sólo se debe considerar su ritmo y el
acabado de su ejecución. Acá ambos están servidos con seductora elegancia.
Se acusó también de que algunas secuencias están
excesivamente elaboradas, de que hay demasiado regodeo visual. La exquisitez
visual es el estilo en que está resuelta la película, y quejarnos de ello es
como protestar que El halcón maltés
sea un film noir o que La novicia rebelde
tenga paisajes, canciones, chicos (por ahí si la familia Von Trapp hubiera
tenido además un San Bernardo habría sido demasiado, pero tal como está, está
perfecta). Las obras son como son, no se las puede criticar por los elementos
que la componen intrínsecamente. Insisto, los primeros tres minutos informan
con elocuencia el tono y el estilo de la película; criticar que el resto esté a
la altura no tiene validez intelectual.
Se recriminó también a la película y a Scorsese de una
excesiva sapiencia cinemática. Un auténtico disparate. Una resaca de la
mediocridad de los noventa. Si nos quejamos de la sapiencia, ¿qué nos queda?
¿El elogio de la ignorancia?
Es falaz que la parte de Méliès sea pedagógica, predicadora o
que baje línea. La secuencia está trabajada sobre los cánones más clásicos. El
personaje Méliès cuenta su pericia en primera persona, sin agregados ni
comentarios ni conclusiones. No hay bajada de línea, la conclusión se saca por
implicancia, no por exposición directa. Lo mismo ocurre con el estudioso del
cine. Cuenta lo que hizo en un caso determinado. Nunca dice que lo que él hizo
debe transformarse en regla general y hacerse en todos los casos. De nuevo, la
conclusión se infiere sin explicitación directa. En conclusión: jamás se
predica, algo se cuenta y entendemos las implicancias.
Tampoco estoy de acuerdo con los que dijeron que es una muy
buena película, pero que no está entre las mejores de Scorsese. Hugo es un sí misma una excelente película,
sea de Scorsese o de cualquier otro director. Por supuesto es una anomalía en
la carrera de Marty. A Scorsese lo asociamos con películas de protagonistas
perturbados que manejan la angustia con violencia. Pero no debemos usar su
glorioso pasado en demérito de este magnífico presente. Hay un consenso crítico
unánime de que Fanny y Alexander es
una de las mejores películas de Ingmar Bergman y no es una película bergmaniana
típica. ¿Por qué habríamos de cambiar las reglas de análisis y consenso? Sostener
que Taxi driver, El toro salvaje, Buenos
Muchachos o Casino son mejores
que Hugo es partir de un prejuicio
que pone a lo oscuro por encima de lo diáfano. Ya expusimos las profundidades
en que Hugo puede medirse. El toro salvaje no es más profunda que Hugo porque sea en blanco y negro, el
personaje termine mal o ande siempre a las patadas. Creer eso es no poder
discernir nada.
He tenido mis serias diferencias con Scorsese, algunas de sus
películas las he padecido con poca hidalguía, revolviéndome en la butaca. Pero
es un grande y cuando hace algo para sacarse el sombrero, no me lo dejo puesto
para convencer que sé más. Juzgar el trabajo de otro es un acto de soberbia
aceptada por lo convención, pero no nos pasemos de la raya, o vamos a terminar
diciendo que la obra de Picasso es fea porque no es bonita.
En el fondo me dan pena los soberbios, por fortalecer su amor
propio, se pierden de disfrutar un auténtico deleite. Y en un tiempo en que los
grandes maestros se cuentan con los dedos de la mano, no es cuestión de
perderse en disquisiciones inútiles. Miren, muchachos críticos, que la semana
que viene no hay un estreno de Bergman, Fellini, Truffaut, Wilder o Hitchcock.
Ponerse siempre por encima de una obra es enamorarse del propio ombligo.
Aclaración necesaria: la semana que viene se estrena la
extraordinaria Caballo de guerra de
Steven Spielberg, de modo que no es tan exacta mi afirmación de que no hay un
estreno inminente de un gran maestro. Pero también, por desgracia, es una
excepción y, no como antes, una regla. De modo que la aseveración no es tan
inexacta. Disfrutemos ahora de estas grandes películas, tenemos el resto del
año para esquivar las mediocridades habituales del cine yanqui.
Un
abrazo, Gustavo Monteros
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