Peter Hanke en algún lugar de su guión para Las alas del deseo dice: “La muerte es la mejor de las historias, después de las de amor”. Y Shakespeare, que lo dijo todo, le hace recitar a su Hamlet: “¿Qué sueño sobrevendrá a la muerte, oscura región de la que no regresa viajero alguno?” Y sí, la muerte es tan natural como el hambre y la sed, pero mucho más jodida porque su misterio despierta terrores con los que todos tenemos que lidiar tarde o temprano. Clint Eastwood, que anduvo esbozando reflexiones sobre la muerte en sus obras más recientes, la enfrenta como tema central en esta película con la que no ganará ninguna inmortalidad, más bien todo lo contrario. (Convengamos que al hombre no se la va a despeinar su glorioso jopo, ya sabe que tiene detrás un legado imperecedero de films que habitan la perfección o la rozan).
El dramaturgo/guionista Peter Morgan, que completa bien los puntos suspensivos que dejan incidentes claves en las vidas de algunos notables (La reina, Frost/Nixon) persigue tres historias paralelas que se enlazarán al final. Sigue el modelo (¡oh, no!) de Guillermo Arriaga para los mamotréticos, caprichosos, insustanciales films de Alejandro González Iñárritu: Amores perros, 21 gramos, Babel. Perdón, sé que acabo de ofender a los que tienen a estos films en alta estima, pero por más que lo he intentado no puedo sino considerarlos como bodrios irremontables con minúsculos aciertos parciales. Peter Morgan confesó haber sentido la necesidad de escribir estas historias para paliar la desazón ante la repentina muerte de un amigo. Pobre, el amigo, (dirá más de uno) se merecía un homenaje mejor.
Sí, Peter Morgan, tu guión es el principal escollo, porque, salvo la aseveración de que la sociedad occidental contemporánea esconde la muerte, como si no nombrándola nos salvaremos de ella, el resto es un compendio de banalidades y situaciones que se ven venir de lejos.
Hay una periodista francesa exitosa(Cécile de France) cuya vida se altera porque al igual que Víctor Sueyro muere un par de minutos y vive para contarlo; un psíquico yanqui (Matt Damon) que puede hablar con los muertos pero que vive esta habilidad como una maldición y no como un don, y un chico londinense de 12 años que no se repone de la pérdida de su hermano mellizo en un estúpido accidente.
Y bueno, a Eastwood, el último de los grandes maestros, como a todos los que lo precedieron les pasó alguna vez, le tocó por fin bailar con un guionista con dos pies izquierdos. Clint hace lo que puede, que por suerte es mucho, aunque el resultado final sea leve y quizá intrascendente. Eso sí, el film se abre con una secuencia magistral que escenifica un tsunami y el gran Eastwood establece la distancia que hay entre el talento y las pirotecnias de los mediocres directores pochocleros. La escena expresa, comunica y conmueve. En otras manos hubiera sido otro torpe festival de vacíos efectos especiales. Y, se agradece, le rehúye al melodrama barato y recubre las escenas dolorosas de mesura y elegancia.
Matt Damon da otra sólida actuación, a Cécile de France la dejan hablar en francés y fluye sin restricciones idiomáticas, pero son los mellizos Frankie y George McLaren los que ofrecen la mayor potencia emocional. Imposible no conmoverse con el sablazo de ausencia que les deja la pérdida del hermano.
Más allá de las debilidades del guión es una obra insoslayable. Eastwood es un narrador inmenso y el genio pervive. Además, humanos al fin, un genio en dificultades es más cercano y querible.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
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