Se dice que un buen policial radiografía la sociedad que lo cuenta mejor que cualquier otro género. No es que se proponga semejante tarea Ibseniana. No, lejos de ello. Sólo quiere contar una historia con tiros, sangre, pasión, criminales y policías. Pero si está bien hecho, surge como consecuencia directa una lectura social descarnada y, oh sorpresa, generalmente inapelable. Porque al plantearse la plausibilidad del nudo a contar, la lógica para que el argumento se sostenga, la carnadura de los personajes que trasgredirán la norma, las motivaciones que justifiquen el conflicto, el entorno que contenga o repela, el policial refleja, sin querer, las claroscuros del pequeño rincón del mundo en que la historia se deshilvana.
No es muy halagüeño el retrato que queda de la sociedad argentina actual después de ver esta película. Y lo terrible es que todo es tan reconocible, y lo que es peor tan verificable, que no hay de donde agarrarse para contrarrestar, rebatir o refutar este cuadro de situación.
La historia es una variante, excelentemente planteada, de la tradición iniciada por La bestia debe morir. En la emblemática novela de Nicholas Blake, llevada al cine varias veces, incluso en la Argentina hay una versión de 1953 con Narciso Ibáñez Menta, alguien arrolla, mata y se da a la fuga. Como aquí. Pero son las derivaciones y las consecuencias las que cuentan y las que revelan. Aunque en este caso, hasta el hecho inicial desnuda irresponsabilidades varias, hasta de la víctima, de las que, como el título informa, no hay retorno. La riqueza del planteo es tal, que se acerca a lo que se conoce como el conflicto perfecto, o sea aquel en que por turnos, todos los personajes tienen razón y todos están profundamente equivocados. No desarrollaré o ejemplificaré más este tema para no contar más de lo debido y arruinar las sorpresas del argumento. Pero si ven esta película, los ejemplos de los aciertos y los yerros de los personajes surgirán a borbotones.
Otra característica destacable de este film es, que aunque lo sea, no parece ni remotamente una ópera prima. No se evidencian las debilidades habituales. No hay encuadres raros ni preciosistas, 14 subtramas superpuestas, tres películas en una, homenajes a 700 maestros del cine, ni la voluntad de ser más felliniano que Fellini, más bergmaniano que Bergman, o más hitchcockiano que Hitchcock. No. Hay como una madurez expresiva que llama la atención. La estructuración es clásica, plano corto, plano largo, fundido a negro con puntos suspensivos elocuentes, nada de berretas estridencias musicales o la idiotez de la tan de moda cámara en mano para cualquier cosa. El guión es preciso, y gracias al cielo, no hay subrayados declamatorios ni bajadas de línea obvias. Sólo un director, Miguel Cohan, que cree en su historia, que sabe cómo contarla, cómo hacerla crecer con detalles apropiados y la sequedad que le conviene al género. Y acierta. Logra atrapar, atenazarnos a la butaca y que le entreguemos una atención constante, hasta llegar a un desenlace antológico con un arma que no hace lo que prevemos hará y que juega sabiamente con nuestra voluntad de catarsis. Cohan firma el guión con Ana que lleva su mismo apellido. Elijo pensar que son hermanos, como los fabulosos Coen yanquilándicos.
Ninguna historia, por buena que sea, se termina de contar sin el auxilio de los actores. El elenco es impecable y los tres protagonistas seducen. Federico Luppi, que fuera el rostro de otros retratos argentinos como Tiempo de revancha o El arreglo, se presenta como la opción ideal e insustituible para el personaje que le toca en suerte y que acrecienta su aura. Martín Slipak, que nos hiciera reír cuando era chico en el Magazine For Fai de Mex Urtizberea, se ha convertido en un actor joven de apreciable talento. Y nobleza obliga, Leonardo Sbaraglia, a quien siempre consideré un actor con más suerte que talento, me desmiente con rotundez y entrega un trabajo sin fisuras.
Pensar que tentado estuve de no ir. Suerte que encontré un hueco en mis horarios y fui. Es una muy buena película. Con el agregado de un comentario social que molesta como la picadura de un jején. Ojalá alguna vez nos pongamos a pensar en cómo eliminarlo y no sólo en cómo rascarnos.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
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