Sepan disculpar, por mero capricho resolveré esta crónica alrededor del número 2.
Bolivia (2001) y Francia (2009) son dos películas dirigidas por Israel Adrián Caetano. Dos características las unen. 1) Ambas evocan paraísos perdidos desde sus títulos. Bolivia era la madre patria de la que se había partido por hambre para vivir en las márgenes de la pobreza en un país (la Argentina) que denigraba y excluía. Francia como el Moscú de las Tres Hermanas de Chejov es el paraíso idealizado que jamás se conocerá, la inalcanzable tierra prometida. 2) Ambas se produjeron independientemente, alejadas de las comodidades y condicionamientos de las producciones comerciales.
Dos características las distancian. 1) En Bolivia (una de las mejores películas que tuve la suerte de ver) la narración se centraba en el inmigrante, su mirada dominaba la historia. En Francia, el punto de vista, mayoritario pero no exclusivo, es el de la niña de 12 años que atestigua los vaivenes económicos y sentimentales de sus padres separados, pero obligados a vivir juntos. Y este arbitrariamente oscilante punto de vista dispersa la historia, perturba la progresión y más que sumar resta interés. 2) En Bolivia, el diseño de los personajes y el armado de las escenas eran sólidos. Los personajes eran reconocibles todos en sus grandezas y miserias. El encadenamiento de las escenas daba una cohesión dramática ejemplar y un crescendo angustiante. En Francia, salvo excepciones, los personajes son de trazo grueso, muy grueso. Las escenas están apenas esbozadas, como caídas de un guión que debió trabajarse más, mucho más. Y por momentos sobrevuela una inesperada sensación de torpeza.
Más allá de los reparos, creo que Francia es atendible por dos motivos. 1) El tangible talento de Caetano que lo lleva siempre, sin importar el género en que ancle sus historias, a rescatar la insoslayable dignidad de personajes pasados por alto. 2) Natalia Oreiro. Desconozco su trayectoria televisiva (no puedo seguir programas diarios, no tengo paciencia, la excelente Ciega a citas fue una reconfortante y saludable excepción), pero vi todas sus películas. Media un universo entre la coprotagonista de Un argentino en Nueva York (1998), que sólo ofrecía juventud y simpatía, y esta actriz hermosa, madura, sutil, dueña de nobles recursos actorales.
Consideración única, no doble. En lo personal, jamás olvidaré Francia por culpa de los minutos finales. Caetano logró conmoverme hasta los huesos con una secuencia luminosa y simple que evidencia la felicidad que podrían gozar sus personajes si se les diera una oportunidad. Doblemente conmovedora, eso sí, porque sabemos que nunca la tendrán.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
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