El Donmar y Michael Grandage aparecen a las apuradas y de compromiso en los créditos, sin embargo fueron fundamentales para que este film existiera.
El Donmar es un teatrito independiente (es decir no estatal ni comercial) de Londres, que bajo la dirección de Grandage alcanzó preeminencia por la audacia de su repertorio y la creatividad de sus puestas. Atrajo a figuritas y figurones (Nicole Kidman, Judi Dench, Maggie Smith, Kenneth Brannagh, Kim Catrall, Ewan McGregor, etc.) quienes descubrieron que tenían un espacio en el que poder experimentar sin la presión de obtener actuaciones descollantes y críticas ditirámbicas (como cuando trabajan en teatros oficiales) o éxitos rutilantes de taquilla (como cuando trabajan en teatros comerciales).
Un artista necesita desembarazarse de las presiones para experimentar libremente. Necesita saber también que puede equivocarse. Arriesgarse conlleva la posibilidad de la equivocación. Así que figuritas y figurones se ofrecen para ir al Donmar o saltan en una pata, dejan todo y salen corriendo si los llaman. Otro ejemplo, en breve Jude Law hará su primer Hamlet en el Donmar.
Frost/Nixon nació en el Donmar como un proyecto de lo que se llama “verbatim theatre”. En este tipo de teatro, se parte de un hecho real: un juicio, una conferencia, una entrevista, etc. Se toman las transcripciones textuales y con el mínimo de licencias dramáticas posibles se arma una obra de teatro.
En este caso, Grandage y Peter Morgan, el autor, toman la histórica entrevista (para ellos, a nosotros no nos fue ni nos vino) que le hiciera David Frost al ex presidente Nixon, en la que terminó aceptando su responsabilidad en el mentadísimo Watergate.
El proyecto comenzó como “verbatim”, pero concluyó en una obra hecha y derecha, porque Morgan y Grandage descubrieron que las circunstancias que llevaron a la entrevista eran tan apasionantes como la entrevista en sí, y como había que crearlas, la obra ya no podía considerarse “verbatim”.
Y así, en el resultado final, si bien el eje es la entrevista, los prolegómenos no carecen de interés. Por ejemplo, la entrevista casi no se hace, al no lograr interesar a ninguna cadena televisiva, Frost la terminó pagando de su bolsillo. Sabremos también que Frost, un conductor de programas frívolos, era el menos indicado para sacarle algo jugoso a Nixon. Sin embargo lo logró y el suspenso radica en cómo lo hizo.
Peter Morgan ya husmeó en bambalinas con La Reina de Stephen Frears. Allí el interés estaba en ver como Isabel II (Helen Mirren, the great) por la presión popular manda al carajo el protocolo y le da a Lady Diana exequias de princesa, que ya no le correspondían por estar divorciada del cara de bobo de Charles. Confieso que fui a ver La Reina por amor a Helen Mirren. Me importaban tres soretes los vericuetos por los cuales la reina conservó su valor icónico en el pueblo inglés al hacer lo que hizo. Sin embargo, el ver toda esa gente en ruleros y calzoncillos, con sus fobias, sus cortedades, sus rencores y generosidades me atrapó y pasé una hora y media de lo más entretenida.
Aquí me pasó otro tanto. Me senté y me pregunté: ¿a mí qué mierda me importan Frost, Nixon y el Watergate? Pero al ratito estaba enganchado. Es interesante ver lo importante que son los laderos de esta gente; comprobar cómo se relacionan, piensan y sienten en la intimidad estas personas que manejaron destinos o que están siempre en control con una cámara encendida.
Ron Howard vio en Londres la puesta de Michael Grandage y la compró ya hecha, lista para llevar. Se trajo el impresionante duelo actoral de Langella y Sheen, puso caripelas conocidas en los secundarios (Sam Rockwell, Kevin Bacon, Oliver Platt, Rebecca Hall y Toby Jones), y marche una nominación para el Óscar por un drama serio y (¡oh, qué rareza en el reino del pochoclo!) adulto.
Howard se arriesgó a respetar la decisión más audaz de Grandage: el Nixon de Langella. Frank Langella no hace una caracterización formal de Nixon, es decir no se pone 15 kilos de maquillaje ni 22 máscaras de látex para parecerse a Nixon. No, procuró evocarlo por la voz y la postura corporal. Obviamente yo a Nixon no lo tengo ni ahí, pero los yanquis y los ingleses dicen que le sale igualito. Lo que sí uno le puede aplaudir es el inmenso arte que vuelca en su actuación. Michael Sheen (que fuera el Tony Blair de La Reina y que no es pariente de Martin, Charlie y los demás Sheens yanquis) no le va a la zaga en esto de actuar como los dioses. Es un placer verlo exponer las grandezas y miserias de su personaje.
Cuando era chico daban un programa de tele en el que Alfredo Barbieri payaba y Don Pelele estaba sentado a su lado. De tanto en tanto, Don Pelele decía: “No sé vaya a olvidar del perro”, porque quería que Barbieri incluyera al perro en lo que estaba payando. Cuando lo veo a Ron Howard llenándose la boca con los logros artísticos que obtuvo con Frost/Nixon, me dan ganas de emular a Don Pelele y decirle: Ron, no se vaya a olvidar de Michael Grandage.
Un abrazo
Gustavo Monteros
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