viernes, 10 de febrero de 2012

Hugo



Me dan ganas de escribir la crónica más breve de la historia. Escribir solamente: Guau. Pero temo que se tome la onomatopeya no como un signo de admiración sino como una chantada. Pero es tal la magnificencia de Hugo de Martin Scorsese que lo que nos provoca se expresa mejor en esa onomatopeya, en el gesto de “me quedé sin palabras” o un aplauso.

Hugo o La invención de Hugo Cabret es una proeza, un prodigio. Es tan hermosa que su belleza sola ya conmueve.

Scorsese se plantea dos nuevos desafíos de los que sale recubierto de gloria y honores. Es su primera película para toda la familia y su primer opus en 3D. Elijo verla en 2D porque los anteojitos me predisponen mal, ya uso anteojos y sobreponerlos con los de los colorcitos es un incordio constante. Pero no se necesita ser muy perspicaz para imaginar cómo es en 3D. (Me cuesta adherir al entusiasmo desplegado por Scorsese en las entrevistas previas al estreno, aunque si como dice, en un futuro cercano no será necesario ponerse los anteojitos, quizá el 3D me resulte más amigable.) Como sea Hugo es deslumbrante hasta en 1D. Les cuento también que en 2D está subtitulada, mientras que en 3D está doblada. Este detalle también pesó en mi decisión.

Se basa en una novela gráfica de Brian Selznick de espíritu Dickensiano y cuando se descubre que el personaje de Ben Kingsley es el mismísimo Georges Méliès se comprende por qué Scorsese se vio seducido por ella. Estamos en 1920, Hugo, un huérfano, vive en la estación de trenes de Montparnasse, y hace el trabajo de un tío que lo abandonó: darle cuerda a los relojes públicos. Hugo intenta también terminar de reparar un autómata legado por su padre y que lo llevará a develar unos cuantos misterios.

No lleguen tarde, aguántense con estoicismo las 740 colas con las que nos martirizan, porque la secuencia de apertura es arrebatadora, establece el tono y el estilo de la película con una pericia que sólo puede describirse como magistral. Temí que el resto no estuviera a esa altura. Lo está. Scorsese, zorro viejo, sabe que los deslumbramientos son inútiles si no se encastran en una historia solvente. Entonces alterna prodigios con el desarrollo cabal y minucioso de la historia hasta llegar a un final agridulce que  integra todos los  temas y subtemas sin forzamiento alguno.

Hugo, como Tiburón de Spielberg, Barrio chino de Polanski, Cabaret de Bob Fosse o El padrino de Ford Coppola, permite una multiplicidad de lecturas que no van en detrimento del seguimiento lineal del argumento. Uno, como espectador, puede elegir quedarse en la superficie de la historia, disfrutar de sus juegos y sus brillos o adentrarse en lecturas más elaboradas.

La más evidente es la del homenaje al cine que esconde una elegía. Se parte de los últimos adelantos tecnológicos para celebrar el rudimentario inicio del cine y comprobar que el cine mantuvo inalterable, desde aquellos lejanos días hasta la fecha, su voluntad de manipular emociones a través del truco y el artificio. Y es una elegía porque quizá estemos ante la muerte del cine, tal como brilló en el siglo XX. Derivará tal vez en juegos interactivos de “arme su propia película”. Pero si no lo hiciera, el cine futuro distará años luz del que conocimos con los clásicos. Las nuevas generaciones consumen un cine basura, elaboran sus recuerdos emocionales sobre un cine de productor vacío e insustancial. Sabrá Dios qué tipo de cine querrán hacer, lo que es seguro es que los modelos que hoy tienen son detestables.

Esta idea se entronca con otra que se desprende de la película: la importancia del legado del bagaje cultural. Aunque no queramos, transmitimos prejuicios, preconceptos, convenciones, pero no trasmitimos con igual fuerza y éxito nuestro aprecio por las obras culturales que nos conmovieron, nos marcaron, nos modelaron.

Este concepto se relaciona tangencialmente con otra idea que surge del film: ¿los sueños alimentan el cine o el cine alimenta nuestros sueños? O sea ¿sueño en forma de película o los sueños dieron forma a las películas?

Esto engarza con la idea de destino expuesto en el film: el mundo como mecanismo en el que todos somos engranajes que hacen funcionar el destino de los otros, y los otros hacen funcionar el nuestro.

Éstas son las que recuerdo, pero hay más.

El elenco es otro lujo que se disfruta. El Hugo de Asa Butterfield es un protagonista fascinante, algo que no debe ser sorpresa para los que lo vieron en El niño con el piyama de rayas, yo no la vi, confieso. Chloë Grace Moretz, a pesar de su corta edad, ya lleva una carrera envidiable. Es versátil como pocas. Éste es su personaje más normalito. La vi como una vengadora patea traseros en Kick ass, como vampira maldita y solitaria en Déjame entrar y ahora como una niña enamorada de los libros. Sigue maravillándome su enorme talento. A esta altura del partido hablar de la intensidad de Ben Kingsley es un perogrullada en la que no caeré. No conocía a Helen McCrory (mamá Jeanne), ahora sí, la seguiré de cerca. Christopher Lee engrandece su leyenda con otra enigmática actuación. Scorsese, como algunos, muy pocos, puede darse el gusto de poner a grandes estrellas o actores en personajes muy breves: Jude Law, Ray Winstone y Michel Stuhlbarg (el inolvidable protagonista de Un hombre serio de los hermanos Coen). Scorsese juega también con sus actores un ejercicio de cinefilia reciente, como volver a unir a Frances de la Tour y a Richard Griffiths, que ya estuvieron juntos en la imprescindible The history boys. O poner a Emily Mortimer que fuera el interés romántico del inspector Clouseau de Steve Martin como interés romántico del personaje de Sacha Baron Cohen, que tiene puntos en contacto con Clouseau. El gran Sacha Baron Cohen es un capítulo aparte. Hace surgir el patetismo de la comicidad y no viceversa, en mi modesta opinión tal como debería interpretarse a Chejov si no hubiera triunfado la tradición de matar el humor en sus obras e imbuirlas de hiperdramatismo. El pobre Chejov murió diciendo que sus obras son comedias y nadie le creyó. Como sea, la escena en que dialogan Sacha Baron Cohen y Emily Mortimer por primera vez es Chejov puro, según yo lo entiendo, porque creo que Chejov tiene razón y que sus obras son comedias.

Como pasó con J Edgar, Caballo de guerra o Las aventuras de Tin Tin, Hugo llega meses después de su estreno original, entonces ya hemos leído monografías, tratados, bibliografías completas sobre la película. A los críticos que les gusta buscarle la quinta pata al gato, que prefieren estar siempre por encima de cualquier obra, incluso de las más logradas, han coincidido en juicios muy fáciles de desarticular.

Han dicho que la slapstick (comedia física disparatada) no es siempre efectiva. Es una apreciación subjetiva en extremo y por lo tanto inválida para un debate serio. La comedia física requiere de nuestra predisposición constante para su disfrute. No siempre tenemos ganas de reírnos de una caída o de que alguien se estampe contra una torta. Así como el humor verbal del bueno pervive en el tiempo y es objetivable, ya que todavía nos reímos de los buenos chistes de Aristófanes, Moliere, Tirso de Molina o Shakespeare y podemos analizar sus constituyentes, la comedia física depende para su efectividad del estado de ánimo que tengamos cuando nos enfrentamos a ella. Para medir críticamente su eficacia sólo se debe considerar su ritmo y el acabado de su ejecución. Acá ambos están servidos con seductora elegancia.

Se acusó también de que algunas secuencias están excesivamente elaboradas, de que hay demasiado regodeo visual. La exquisitez visual es el estilo en que está resuelta la película, y quejarnos de ello es como protestar que El halcón maltés sea un film noir o que La novicia rebelde tenga paisajes, canciones, chicos (por ahí si la familia Von Trapp hubiera tenido además un San Bernardo habría sido demasiado, pero tal como está, está perfecta). Las obras son como son, no se las puede criticar por los elementos que la componen intrínsecamente. Insisto, los primeros tres minutos informan con elocuencia el tono y el estilo de la película; criticar que el resto esté a la altura no tiene validez intelectual.

Se recriminó también a la película y a Scorsese de una excesiva sapiencia cinemática. Un auténtico disparate. Una resaca de la mediocridad de los noventa. Si nos quejamos de la sapiencia, ¿qué nos queda? ¿El elogio de la ignorancia?

Es falaz que la parte de Méliès sea pedagógica, predicadora o que baje línea. La secuencia está trabajada sobre los cánones más clásicos. El personaje Méliès cuenta su pericia en primera persona, sin agregados ni comentarios ni conclusiones. No hay bajada de línea, la conclusión se saca por implicancia, no por exposición directa. Lo mismo ocurre con el estudioso del cine. Cuenta lo que hizo en un caso determinado. Nunca dice que lo que él hizo debe transformarse en regla general y hacerse en todos los casos. De nuevo, la conclusión se infiere sin explicitación directa. En conclusión: jamás se predica, algo se cuenta y entendemos las implicancias.

Tampoco estoy de acuerdo con los que dijeron que es una muy buena película, pero que no está entre las mejores de Scorsese. Hugo es un sí misma una excelente película, sea de Scorsese o de cualquier otro director. Por supuesto es una anomalía en la carrera de Marty. A Scorsese lo asociamos con películas de protagonistas perturbados que manejan la angustia con violencia. Pero no debemos usar su glorioso pasado en demérito de este magnífico presente. Hay un consenso crítico unánime de que Fanny y Alexander es una de las mejores películas de Ingmar Bergman y no es una película bergmaniana típica. ¿Por qué habríamos de cambiar las reglas de análisis y consenso? Sostener que Taxi driver, El toro salvaje, Buenos Muchachos o Casino son mejores que Hugo es partir de un prejuicio que pone a lo oscuro por encima de lo diáfano. Ya expusimos las profundidades en que Hugo puede medirse. El toro salvaje no es más profunda que Hugo porque sea en blanco y negro, el personaje termine mal o ande siempre a las patadas. Creer eso es no poder discernir nada.

He tenido mis serias diferencias con Scorsese, algunas de sus películas las he padecido con poca hidalguía, revolviéndome en la butaca. Pero es un grande y cuando hace algo para sacarse el sombrero, no me lo dejo puesto para convencer que sé más. Juzgar el trabajo de otro es un acto de soberbia aceptada por lo convención, pero no nos pasemos de la raya, o vamos a terminar diciendo que la obra de Picasso es fea porque no es bonita.

En el fondo me dan pena los soberbios, por fortalecer su amor propio, se pierden de disfrutar un auténtico deleite. Y en un tiempo en que los grandes maestros se cuentan con los dedos de la mano, no es cuestión de perderse en disquisiciones inútiles. Miren, muchachos críticos, que la semana que viene no hay un estreno de Bergman, Fellini, Truffaut, Wilder o Hitchcock. Ponerse siempre por encima de una obra es enamorarse del propio ombligo.

Aclaración necesaria: la semana que viene se estrena la extraordinaria Caballo de guerra de Steven Spielberg, de modo que no es tan exacta mi afirmación de que no hay un estreno inminente de un gran maestro. Pero también, por desgracia, es una excepción y, no como antes, una regla. De modo que la aseveración no es tan inexacta. Disfrutemos ahora de estas grandes películas, tenemos el resto del año para esquivar las mediocridades habituales del cine yanqui.
Un abrazo, Gustavo Monteros

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