Cuando Waterland
(rebautizada Nosotros mismos para su distribución local, Stephen
Gyllenhaal, 1992) se estrenó allá por los lejanos principios de los noventa,
leí críticas o reseñas y hubo un detalle que capturó mi atención. Como no la vi
en ese momento, el detalle se me olvidó. Y ahora que finalmente la veo, me fue
fácil distinguir cuál fue.
Un profesor
de Historia, Tom Crick (Jeremy Irons) al comprobar que a sus alumnos les
interesa tres cominos, dos pepinos y un arándano, el programa a desarrollar, se
pone a contar su “historia”, lo que termina adelantando su jubilación porque
incluye en la narración varias aventuras sexuales y los alumnos se quejan
(transcurre en 1974 y parece que por entonces los adolescentes se escandalizan
más o no estaban tan hechos a la idea de que hasta los viejos profesores habían
tenido sexo alguna vez) De todos modos, estas incidencias son colaterales, la
trama principal pasa por otro lado, por aquello tan sabido de que somos lo que
vivimos.
Hay dos
tiempos en esta historia, el contemporáneo, o sea el 74, que transcurre en
Pittsburgh, y el de la juventud de Tom que sucede durante la Segunda Guerra en
The Fens, una zona pantanosa del este de Inglaterra, con una breve desviación a
incidentes que involucran al abuelo materno de Tom y que pasan en los prolegómenos
y postrimerías de la Primera Guerra Mundial.
Todo el
argumento es rebuscado, bien de novelón de aquellos. Arranquemos con el abuelo.
El viejo era el rico propietario de una destilería de cerveza, pero el pueblo
mucho no lo quería. Entonces, para una fiesta fundacional, creó una cerveza
especial con alto contenido alcohólico, que puso a todo el pueblo borracho y
que expuso in vino veritas toda su miseria. Tan miserable era el pueblo que
¡incendió la destilería!, lo que desató la bancarrota del anciano.
Vino la
guerra (la Primera) y el castillo se convirtió en hospital y el viejo y su hija
(la madre de Tom) pasaron a vivir en la casita del guardabosques. La cuestión
es que al viejo se le voló la chaveta y empezó a tener relaciones con la hija,
a la que confundía con la esposa, o algo así. La hija quedó embarazada, pero ocultó
su desgracia casándose con un herido de la guerra (Pete Postlethwaite) que se
reponía en el castillo en el que ella trabajaba de enfermera.
Nace Dick
(David Morrissey), el fruto del incesto que, como en todo novelón que se precie,
es un disminuido mental, eso sí, fuerte como un toro y con un miembro viril que
le daría envidia al negro de WhatsApp. Yo no tengo nada que ver, pregúntenle al
autor de la novela en la que se basa el film, Graham Swift, por qué el miembro
es todo un tema.
Al poco
tiempo nace Tom (que de joven es interpretado por Grant Warnock), él sí hijo de
su papá y de su mamá, no de su mamá y su abuelo. La madre muere joven y de paso
se salva de dar explicaciones del incesto y esas cosas.
Llega la
Segunda Guerra y Dick y Tom son dos saludables mozalbetes. El despertar de las
hormonas y el carpe diem, que incita la guerra, hacen que se borren las
inhibiciones sexuales, a tal punto que Tom y su compañerita de curso, Mary (de
joven es interpretada por Lena Headley, sí, sí, la que sería la Cersei
Lannister de Games of Thrones) se la pasan dale que dale al pandeiro que
se acaba el mundo. Como los conejos, como quien dice.
Tom, que es
muy generoso, le pide a Mary que le dé conversación a Dick, así es menos huraño
y aprende a tratar con las mujeres. Mary lo entiende (o lo desentiende) al
vuelo e inicia a Dick en los placeres de la carne. Al principio tiene problemas
con el tamaño del miembro, pero después se da maña de lo más bien. La cosa es
que queda embarazada. ¿De Tom o de Dick? ¡Ah, misterio!
La cosa es
que le dicen a Dick que el retoño a nacer bien puede ser de Freddie (Callum
Dixon) un compañero de escuela de Tom y Mary, que aprovecha la guerra para
dedicarse al contrabando, mercado negro y esas minucias. No le dicen a Dick que
el hijo puede ser de Tom porque tienen miedo de que lo mate a golpes, porque
cuando Dick pierde el control, ¡arde Troya!
A todo esto,
o se muere el abuelo o recuerdan que al morir dejó de legado un cajón con 10
botellas de la cerveza aquella que enardeció al pueblo y una carta. La cosa es
que Dick toma una de las botellas, se la da a beber a Freddie, y cuando está
que se cae de borracho, Dick agarra la botella vacía y de un golpe desmaya a
Freddie y lo ahoga, no olvidemos que estamos en una zona pantanosa, de modo que
hay agua de sobra.
Mary y Tom
optan por el aborto y van a ver a una vieja gitana, que deja a Mary sin hijo,
pero sangrante y estéril. Tom confronta a Dick por la muerte de Freddie,
esgrime como prueba irrefutable la botella de cerveza del abuelo. Dick se
acuerda de que hay una carta, se la da a leer a Tom, que primero le dice
cualquier bolazo, pero termina por leerle lo que en verdad está escrito. Dick
entonces se entera de que su papá no es su papá sino ¡su abuelo!
Dick
enloquece, agarra las botellas de cerveza restantes, se las va tomando,
mientras huye en su motocicleta, perseguido por Tom y el padre. Dick se tira al
mar y suponemos que ha muerto (digo suponemos porque Dick es un nadador
excepcional y un buceador con gran capacidad pulmonar, de modo que bien puede
haber terminado en una población vecina e iniciar una nueva vida, como sea, ya
no importa)
Pasa el
tiempo y Mary ya no es Lena Headey y se ha vuelto Sinéad Cusack, y con Tom que
ahora ya es Jerermy Irons se han mudado de Inglaterra a Pittsburgh, donde Tom
ejerce de profesor de Historia en un secundario.
Mary empieza
a tener signos de demencia, anda contando que va a tener un bebé dentro de muy
poco, algo que sabemos no es posible porque está pasada de edad (no olvidar que
estamos en 1974 y no ahora) y porque el aborto juvenil la volvió yerma (y de
paso homenajeamos a Lorca)
Una buena
mañana, Mary va al shopping y aprovecha que una mamá entró a probarse un
vestido y dejó a su hijito en un cochecito para secuestrarlo y llevárselo a su
casa. Tom vuelve del trabajo y se pone como loco, claro, aunque hace entrar a
Mary en sus cabales y la lleva a devolver el chico.
Mary como
represalia, ¡lo deja! Encima a Tom se lo sacan de encima en el colegio por lo de
los cuentos sexuales y entonces se queda sin trabajo. Noble hasta el fin, en el
discurso de despedida se las arregla para darle ánimos a su alumno más cercano,
Matthew (Ethan Hawke) que andaba preocupado por el inminente fin del mundo (no
olvidar que entre las permanentes hipótesis de conflicto que maneja el imperio,
por entonces batían el tambor por Vietnam y la Guerra Fría).
Tom vuelve a
The Fenns, adonde antes había regresado Mary, y auguramos que ella deja de
enloquecer, y que juntos se dan otra oportunidad.
La película
es todo lo buena que puede ser una con ese argumento. Sé que contada como la
conté da como para una comedia, pero no, está contada con gran seriedad y
apunta para las de llanto.
El director
es Stephen Gyllenhaal y si el apellido les suena es porque es el padre de Jake
y de Maggie, que ya tienen una gran carrera en el cine. Y como todo está bien
lo que termina en familia, consignemos como al pasar que Jeremy Irons y Sinéad
Cusack son marido y mujer en la vida real y ¡que siguen casados! (Es que se
tomaron muy en serio lo de comer perdices)
Dicen los
Ibsenitas que El pato salvaje es una de las obras más queridas de Ibsen.
No la más frecuentada, claro, ese lauro lo comparten Casa de muñecas, El
enemigo del pueblo, Hedda Gabler o Peer Gynt. No ratifico la
aseveración, porque más que Ibsenita, soy un admirador pasivo, veo sus obras
siempre que puedo, las aprecio, pero no descorcho champanes a la salida.
Como con
otros tantos grandes, perdón por la blasfemia, el manejo de la trama no es lo
suyo. Convengamos que a veces la trama es lo de menos. Romeo y Julieta,
por ejemplo, tiene más agujeros en el argumento que red de cazar ballenas, pero
a nadie le importa. ¡Ni te digo el último acto de Hamlet! Pero para
entonces estamos tan cautivados por la belleza de los textos y la complejidad
de los personajes, que bien puede terminar con una invasión zombi sin que a
nadie le importe.
Volvamos a
Ibsen, al que, según mi modesta opinión, no se le da bien la lógica de los
argumentos. Pero a Henrik se lo debe tomar como a los integrantes de la propia
familia: viene así. El hombre no es un negado y tiene muchas otras virtudes que
compensan sus tramas rebuscadas. No nos quedemos en la anécdota y vayamos a lo
importante.
El pato
salvaje ha sido
llevada al cine varias veces y hay una versión de 1983, dirigida por Henri
Safran, con el protagónico de Jeremy Irons y Liv Ullmann.
Según
Wikipedia: (La obra) “Explora las complejidades de la verdad y la ilusión a
través de la historia de una familia destrozada por los secretos y la intrusión
de un extraño idealista.” (…) “Los temas de visibilidad y reconocimiento
impregnan la narrativa, con personajes que luchan por ser vistos mientras son
metafórica y literalmente ciegos a la verdadera identidad de los demás,
simbolizada a través de motivos como la ceguera, la fotografía y el pato
salvaje herido.”
He visto y
leído la obra y la película de Safran respeta la esencia de la obra. La cosa es
más o menos así, hay dos familias entrelazadas, la de Harold (Jeremy Irons) y
la de Gregory (Arthur Digman) que fueron amigos desde chicos y compañeros de
clase.
El padre de
Gregory y el padre de Harold fueron socios alguna vez, pero el padre de Gregory
se excedió en trapisondas ilegales y cuando las papas quemaban, le echó la
culpa al padre de Harold, que pasó algunos años en la cárcel.
Hoy el padre
de Gregory es un pilar de la sociedad, un patriarca respetado, que está
quedándose ciego por una enfermedad que se trasmite de generación en
generación. El padre de Harold es un señor que vive en un ático amplio lleno de
animales varios, como pollos y conejos, a los que da caza creyendo que es el
reputado cazador de antaño, el gran señor que era antes de la cárcel. Malvive
haciendo copias de la contabilidad del padre de Gregory, dinero que invierte en
botellas de licores varios, que lo emborrachan y le dan el aliento para
soportar el destino.
Gregory
lleva añares sin ver a su padre, ahora vuelve porque su padre se casará con su
ama de llaves de toda la vida, la Sra. Summers (Marion Edward), que lo cuidará
en casa y atenderá los negocios cuando la ceguera sea total.
Gregory dejó
la casa paterna a poco de morir su madre, que se suicidó amargada porque su
marido andaba en amoríos con una de las criadas, Gina (Liv Ullman).
Para evitar
el escándalo o por culpa, el padre de Gregory casó a Gina con Harold, y como dote,
les instaló una casa de fotografía, negocio del que viven no muy holgadamente
que digamos.
A meses de
consumado el casamiento, Gina dio luz a Henrietta (Lucinda Jones) ahora una
adolescente de unos 14 años ¡que se está quedando ciega de una enfermedad
hereditaria! Dos más dos son cuatro.
No nos
olvidemos del pato. Días anteriores al regreso de Gregory, su padre fue de caza
y como ve cada vez menos, en vez de matar malhirió a un pato, que su perro
rescató de morir ahogado al enredarse en las plantas acuáticas del fondo de un
lago (gran escena del perro en cuestión). El pato es regalado a Henrietta que
lo cuida y cura en el ático de su abuelo.
No nos
olvidemos tampoco del doctor (Michael Pate) y el reverendo (Rhys McConnochie),
dos borrachos consuetudinarios y alegres que viven en el departamento de abajo
del de Gina y Harold, de los que son muy amigos.
Gregory
finalmente se reencuentra con Harold, se entera de que este está casado con
Gina y como es un “idealista” que cree que todos deben vivir en la verdad más
absoluta, le cuenta a Harold que Gina tuvo un amorío con su padre y que quizá
Henrietta sea hija del viejo George y no de él. Como todos los idealistas
fanáticos, Gregory no vive según sus convicciones, sino que pretende que los
demás lo hagan. No solo de buenas intenciones está lleno el camino al infierno,
de fundamentalismos, también.
Harold
comienza a rechazar a Henrietta, que vive para que su padre la quiera. Gregory
convence a Henrietta que, si sacrifica al pato salvaje como acto de amor por su
padre, Harold volverá a quererla. Henrietta abraza al pato con su brazo
izquierdo y lo acurruca contra su pecho y con la mano derecha empuña una de las
pistolas de su abuelo y le pega un tiro, muriendo en el acto, ella y el pato.
Harold
comprende tarde su necedad. Gina quiere consolarlo, ¿dejará que lo haga y de
paso la perdonará? Gregory está convencido de que pese a la tragedia, Gina y
Harold están mucho mejor porque viven en la verdad. Algo que es ampliamente
rebatido por el doctor, que cree que todos estaban más felices con las verdades
tapadas. Incluso antes el doctor le había dicho a Gregory que se enorgullecía
de ser el responsable de que Harold creyera que era un gran inventor que un día
daría con el descubrimiento que lo sacaría de pobre, y que también incentivaba
a que el padre de Harold creyera que seguía siendo el gran señor que fue y que
el ático era su actual coto de caza, que era la ilusión y no la verdad desnuda
lo que hace que los hombres sean felices y puedan seguir, aunque las realidades
sean adversas.
Jeremy Irons
es uno de los más grandes actores cinematográficos del mundo y de todos los
tiempos, pero no es infalible, como lo prueban estas dos películas, que no
están precisamente entre las mejores de su carrera, ni son redimidas por su
actuación.
Le va mejor
en Waterland / Nosotros mismos, porque su personaje es, en esencia, un
narrador al que le pasan cosas, un rol que le pide más reacción que acción.
Pero en The Wild Duck / El pato salvaje, es derrotado por el personaje.
Lo entiende, lo “lee” bien, sin embargo, no termina de corporizarlo en
plenitud. Por momentos lo erige en toda su vacuidad, su superficialidad, su
egolatría, su arrogancia, pero las más de las veces lo sumerge en la indecisión
(la peor, no la del personaje sino la del actor), lo desdibuja en una voluntad
de intentar hacerlo más querible de lo que verdaderamente es, algo que surge
más del deseo del actor que se vea así, que de lo que emerge del personaje en
sus debilidades, que son, en definitiva, las que lo hacen estimable en su
fallida humanidad.
Sin embargo,
son las fallas las que, en comparación, engrandecen los logros, valga la
contradicción. Los balbuceos siempre serán perdonados si alguna vez se fue
elocuente y no solo locuaz. La genialidad perpetua aburre. La comprobación de que
los grandes también tienen dudas, que meten la pata como todos, los devuelve
más entrañables y cercanos.
Gustavo
Monteros
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.