viernes, 27 de diciembre de 2024

viernes, 20 de diciembre de 2024

Querido diario - Hoy: Dos de una palabra - Blitz - Joy



 Y en la letra chica de los datos inútiles, el 2024 pasará a la historia como el año cinematográfico con preeminencia de películas con títulos de una sola palabra. Ejemplos al paso, hay más, muchos más: Joy, Blitz, Here, Maria, Absolution, Ghostlight, Kill, Heretic, Queer, Cónclave, Thelma, Twisters, Megalopolis, Anora, Challengers, Vermiglio, Babygirl, Lee, Nightbitch.

 

Concentrémonos en los dos primeros. Se llama Blitz al bombardeo continuo que los alemanes ejecutaron sobre el Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial, entre el 7 de septiembre de 1940 y el 21 de mayo de 1941. Si bien varias ciudades lo padecieron, Londres se llevó la peor parte. La entereza que demostraron los londinenses enorgullece a la nación entera y fortifica la noción de un temple histórico, infatigable e indómito, que los británicos dicen tener. Grandes partes de la ciudad eran reducidas a escombros cada noche. Al amanecer, los ciudadanos emergían de los refugios subterráneos y continuaban con su vida como si nada, a pesar de las ruinas de sus casas y las muertes de familiares, amigos y vecinos. Durante guerras diversas, muchas ciudades fueron bombardeadas, pero ninguna ostentó resiliencia semejante a la mostrada por Londres. Muchas películas tienen al Blitz como tema central o como telón de fondo. No es para menos, pocos padecimientos dejan tan bien parados a sus protagonistas.

 

Se dice del director Steve McQueen (homónimo del inolvidable astro hollywoodense) sobre todo por sus películas Hunger (2008), Shame: Sin reservas (así se la conoció por estos pagos, 2011) y 12 Years a Slave (12 años de esclavitud, 2013) que trata temas difíciles con un estilo brutal e implacable. De ahí que sus estrenos se esperen con ansía y con expectativa de escándalo. Blitz demolió tales ansias y expectativas.

 

Las primeras críticas describieron al film como sorprendentemente convencional y anticuado, contracara negativa de lo que se llama “clásico” cuando a lo mismo se lo quiere ensalzar.

 

La trama es sencilla. Rita (Saoirse Ronan) una madre soltera, bonita y joven que vive con su padre anciano y músico (Paul Weller) envía a George (Elliott Hefferman) el hijo que tuvo con un hombre negro, al interior del país al cuidado (circunstancial o duradero, nunca se sabe) de otra familia (generalmente voluntaria, aunque muchas fueron obligadas) como lo aconsejan las autoridades, para evitar que los chicos mueran en los bombardeos. George se escapa del tren en el que viaja, mucho antes de llegar a destino y en el camino de regreso a casa, vive aventuras y desventuras. (Si a alguien esto le recuerda a Dickens, no anda muy errado)

 

McQueen, esta vez secundado por el director de fotografía, Yorick Le Saux, sigue deslumbrando con sus elocuentes planos secuencias y las tomas de cámara en mano casi sin contraplano.

 

Se suma a la tradición de resaltar el encomiable espíritu heroico de los londinenses, pero lo contrapone con una actitud revisionista que provocó más de un prurito. Algunos londinenses a pesar de ser conscientes de que debían enfrentar unidos la desgracia que se les venía encima, no depusieron un enojoso e inveterado racismo. McQueen es negro y debe haber oído de primera mano relatos de incidentes discriminadores durante la guerra. Tampoco obvió, como lo señalan documentos de época, que hubo saqueos a joyerías, bancos y casas de antigüedades, y rapiña a los cadáveres. Circunstancias que retratos ficcionales anteriores eligieron ignorar.

 

El relato atrapa y emociona. Y depara escenas inolvidables, como la que abre la película, con el edificio en llamas imparables y la manguera que serpentea literalmente. Y al igual que toda película de guerra usa el tropo de que, en el fragor de la lucha, vivir o morir, más que nunca es una lotería. Muestra también que hay ricos que, por no haber padecido nunca restricciones, se creen a salvo de lo que sea, y que los ninguneados de siempre, como el enano que comanda un refugio, saben en los huesos por haber padecido las más variadas restricciones que, en la adversidad, la solidaridad no es una contingencia, sino un imperativo insoslayable.

 

Joy (Alegría en inglés, como dice un subtítulo clave) es una película dirigida por Ben Taylor y estrenada en la plataforma Netflix el 22 de noviembre de 2024. Transcurre desde mediados de la década del sesenta hasta el final de la década del setenta y atestigua los esfuerzos de Jean Purdy (Thomasin McKenzie), enfermera y embrióloga, del Dr. Edwards (James Norton), científico y del Dr. Steptoe (Bill Nighy), cirujano, por concluir con éxito la primera fertilización in vitro, lo que los medios de entonces llamaron bebé de probeta.

 

Las innovaciones científicas muy incorporadas a la vida cotidiana parecen existir desde siempre y se olvida que alguna vez se probaron, que hubo dificultades, errores, infructuosidades.

 

Con el diario del lunes en la mano, se allanan los problemas, se olvidan las polémicas, se niegan las resistencias, las negaciones, los rechazos. Todas las innovaciones que cambiaron la vida de la gente tuvieron que sortear impedimentos morales, religiosos, de usos y costumbres, de recelos y envidias profesionales, de mezquindades ignorantes.

 

Dos vicisitudes conmueven: los precios que tiene que pagar Jean Purdy por participar en el proyecto y la solidaridad de las mujeres que se ofrecen de voluntarias, ellas rezan, cruzan los dedos, acumulan ansias porque les toque a ellas llevar a cabo el proceso con éxito, pero saben que, si no es así, su participación no habrá sido en vano, que le habrán facilitado el camino a las que vendrán. En estos tiempos de individualismo muy acendrado, el altruismo inesperado se valora más que un tesoro perdido. Como escribió el viejo y querido John Donne, tan citado en un momento y tan olvidado ahora: Ningún hombre es una isla.

Gustavo Monteros


viernes, 13 de diciembre de 2024

Querido diario - Hoy: Dos obras maestras del cine de oro japonés



 

Kiyoko es una de esas heroínas que ya no abundan…menos mal.

 

Estamos en el Japón de los cincuenta. Y aunque las costumbres están cambiando, Kiyoko observó la tradición del casamiento arreglado por casamentera para unirse a Shinji.

 

Mejor no lo hubiera hecho, más que quererse, valorarse o respetarse, se toleran amablemente.

 

Viven en la casa de la suegra, Yumiko, una anciana matriarca viuda, que tiene un almacencito que está más cerca del cierre que de la prosperidad. A Kiyoko, para mejorar la situación económica, se le ha ocurrido iniciar un café en la dependencia que se usa como depósito. Idea que la suegra resiste, vive la innovación como una amenaza a su autoridad. Entre las razones que enuncia la vieja para negarse está el gran gasto afrontado recientemente de la dote para la hermana menor de Shinji, que también va a casarse por concertación.

 

Otro matrimonio que se augura infeliz. El novio se le duerme en las citas y ya al mes de casados, la chica regresa a pasar unos días en su antigua casa porque necesita unas vacaciones de su marido.

 

El que también regresa supuestamente por unos días es el hermano mayor de Shinji, Zenichi, que tiempo atrás, harto de la vida provinciana se fue a Tokio, donde se casó y tuvo una hija. Ahí trabajaba en una empresa que cerró y ahora, con la cola entre las patas, se aparece con mujer e hija a que la casa familiar lo cobije.

 

Kiyoko no abandona la idea del café y por medio del hermano de una amiga, Kenkichi, que trabaja en un banco, consigue un préstamo de 300.000 yenes.

 

Como a la fuerza la visita de Zenichi, esposa e hija de unos siete años se prolonga, el hermano mayor de Shinji termina por reconocer que está sin trabajo y que necesita que le faciliten 300.000 yenes para abrir un restaurante.

 

Yumiko, que se oponía a la idea del café de Kiyoko, está más que de acuerdo con que le den el dinero a Zenichi. Shinji se niega echándole en cara que por qué se fue, él tuvo que quedarse a hacerse cargo del almacén, algo que no le interesaba y que ahora Zenichi no puede venir a exigir nada.

 

Yumiko, Zenichi y esposa, menos la nena que juega y vive en su mundo como todo chico, presionan a que Shinji habilite el dinero. Shinji y Kiyoko resisten como pueden.

 

Un día Yumiko le pide a Kiyoko que interceda ante Shinji para que deponga el resentimiento que tiene contra su hermano. Kiyoko no promete nada, pero Yumiko hace de cuenta de que aceptó y cuando Shinji regresa de una ida a las carreras, Yumiko le dice que Kiyoko está de acuerdo con la entrega del dinero.

 

Entre estas idas y vueltas Kiyoko y Kenkiche fortalecieron una relación de amistad que ya bordea el amor.

 

Shinji termina por adelantarle 200.000 yenes a Zenichi, que desaparece por unos días, en los que todos suponen acertadamente que se está dando la gran vida sin importarle más nada.

 

Shinji le dice a Kiyoko que, si se quiere divorciar, él no se lo impedirá y que haría bien en vivir su amor por Kenkiche. Kiyoko niega estar enamorada de Kenkiche y querer divorciarse.

 

Zeniche le escribe una carta a su mujer en la que le pide que deje a la hija a cargo de la familia y que ella sola regrese a Tokio. La familia acepta y la esposa de Zeniche se va.

 

Shinji y Kiyoko hacen planes para seguir con el café, se dicen que lo comenzarán de a poco y con modestia, pero que lo abrirán.

 

Contado así, parece un relato coral, pero no lo es, todo gira o se supedita alrededor del personaje de Kiyoko. Es la protagonista absoluta.

 

El diccionario de la Real Academia dice que “abnegado/a” significa “que se sacrifica o renuncia a sus deseos o intereses, generalmente por motivos religiosos o por altruismo”

 

Y es el adjetivo que mejor define a Kiyoko, ella es abnegada. Y en estos tiempos de individualismos, su postura sobresale como la mosca en la sopa. Su punto de vista asombra y nos interpela. ¿Por qué insiste en quedarse en una familia que no la valora, en proseguir con un matrimonio que nunca la hará feliz, por qué acepta ayudar a cuidar y crear una hija que no es propia y cuyos padres no merecen ningún respeto, por qué insiste con la idea del café cuando sabe que es una ambición que tarde o temprano los demás boicotearán, porque sus anhelos no le importan a nadie salvo a ella?

 

La respuesta abarcadora quizá sea porque ella es fiel a sus elecciones primeras. Ella eligió casarse sin amor, pertenecer a esta familia con sus más y sus menos, y no desviándose cree que está construyendo algo que a la larga le hará bien a ella y a los demás, a la familia y a la sociedad. En esas cosas pensaban antes.

 

Secreto de esposa o A Wife´s Heart (Corazón de esposa) en inglés es una película idiosincrática del maestro Mikio Naruse. Se dice que de haberse inventado o usado el término en la época en que creaba, su cine se habría considerado “feminista”, porque miraba el universo femenino muy en detalle. Sabrá Dios si Naruse hubiera estado de acuerdo con el mote.

 

Como su cine no me es muy familiar (conozco solo unos pocos títulos) no sé si critica o ayuda a sostener la sujeción opresiva de la mujer a las costumbres antiguas. Dicho de otro modo, la postura de Kiyoko ¿refleja la opinión del autor o este solo la patentiza con la intención de que cambie pronto?

 

Hideko Takamine es Kiyoko, Toshiro Mifune es Kenkichi, Keiju Kobayashi es Shinji, Yoko Sugi es Yumiko, y Minoru Chiaki es Zenichi.

 

Hideko Takamine y Toshiro Mifune, dos gigantescas estrellas del cine japonés volverían a reunirse en 1958 para otra obra maestra, esta vez del director Hiroshi Inagaki: El hombre del carrito o The Rickshaw Man, en inglés.

 

Matsugoro (Mifune) es un portador cargasilla fuerte, expansivo, lábil, bienhumorado generalmente, noble, bromista, agradable, violento si lo provocan, sincero. Un tipo bárbaro, dirían en el bar.

 

Estamos a fines del siglo XIX. Un buen día Matsugoro le devuelve a una madre, la señora Yoshiko Yoshioka (Hideko Takamine) su hijo herido, Toshio, al que le había dado un mal consejo. Le dijo que no fuera llorón, que se subiera al árbol como le pedían sus amigos, que no iba a pasarle nada. Error, cuando el cargasilla volvió a pasar por donde jugaban los chicos, halló al niño en piso con el tobillo esquinzado y llorando, obviamente se cayó y mal.

 

La madre quiere que a Toshio lo vea un médico de inmediato. Matsugoro acepta llevarlos, pero no quiere recompensa ni por el viaje ni por el favor.

 

Cuando el padre de Toshio, el capitán Kotaro Yoshioka (Hiroshi Akutawa) conoce a Matsugoro, queda encantado. Se da cuenta de que es bruto como un arado, tanto en modales como en analfabetismo, pero bueno y generoso como ninguno. Y a pesar de la diferencia de clases y de educación, lo adopta como amigo.

 

El capitán no tarda en morir y Yoshiko le pide a Matsugoro que la ayude a hacer de Toshio un chico fuerte y sano. Y así el cargador se convierte en el tío Matsugoro para Toshio.

 

El tiempo pasa y cuando Toshio parte a la universidad en la gran ciudad, Yoshiko sufre el nido vacío y Matsugoro ya no puede evitar revelarle el amor y la pasión que siente por ella. Yoshiko queda consternada y Matsugoro, rechazado, se propone beber hasta morir.

 

El relato general se construye sobre pequeñas anécdotas o historias. Según dicen, esta no es una película típica de Hiroshi Inagaki, al que se le daban mejor las épicas samuráis de largo aliento, “un gran sentido estético basado en las pinturas del concepto de belleza denominado ukiyo-e”. Aquí si bien hay escenas multitudinarias y majestuosas, predomina lo pequeño, íntimo, delicado casi.

 

Y si en Secreto de esposa todo giraba alrededor de la protagonista Kiyoko, aquí todo gira alrededor de Matsugoro (o Matsu para sus amigos). Personaje conmovedor si los hay, que construye su vida para un chico que siempre lo considerará un sirviente y para una mujer que nunca superará las convenciones sociales que los separan. Yoshiko y Toshio quieren a Matsu, pero ni sueñan con elevarlo a la categoría a la que ellos pertenecen.

 

O sea, no lo querían lo suficiente. Quizá el capitán lo quiso y apreció más. A la hora de la verdad, la diferencia social no le importó, solo que Matsu era un buen hombre, íntegro y a cultivar. Sin embargo, de haber vivido el capitán, Matsu no hubiera tenido preeminencia en la vida de Yoshiko y Toshio. Paradoja tan triste como el amor de Matsu, que fue correspondido, pero hasta ahí.

Gustavo Monteros


viernes, 6 de diciembre de 2024

Querido diario - Hoy: Dos con Jeremy Irons


 

Cuando Waterland (rebautizada Nosotros mismos para su distribución local, Stephen Gyllenhaal, 1992) se estrenó allá por los lejanos principios de los noventa, leí críticas o reseñas y hubo un detalle que capturó mi atención. Como no la vi en ese momento, el detalle se me olvidó. Y ahora que finalmente la veo, me fue fácil distinguir cuál fue.

 

Un profesor de Historia, Tom Crick (Jeremy Irons) al comprobar que a sus alumnos les interesa tres cominos, dos pepinos y un arándano, el programa a desarrollar, se pone a contar su “historia”, lo que termina adelantando su jubilación porque incluye en la narración varias aventuras sexuales y los alumnos se quejan (transcurre en 1974 y parece que por entonces los adolescentes se escandalizan más o no estaban tan hechos a la idea de que hasta los viejos profesores habían tenido sexo alguna vez) De todos modos, estas incidencias son colaterales, la trama principal pasa por otro lado, por aquello tan sabido de que somos lo que vivimos.

 

Hay dos tiempos en esta historia, el contemporáneo, o sea el 74, que transcurre en Pittsburgh, y el de la juventud de Tom que sucede durante la Segunda Guerra en The Fens, una zona pantanosa del este de Inglaterra, con una breve desviación a incidentes que involucran al abuelo materno de Tom y que pasan en los prolegómenos y postrimerías de la Primera Guerra Mundial.

 

Todo el argumento es rebuscado, bien de novelón de aquellos. Arranquemos con el abuelo. El viejo era el rico propietario de una destilería de cerveza, pero el pueblo mucho no lo quería. Entonces, para una fiesta fundacional, creó una cerveza especial con alto contenido alcohólico, que puso a todo el pueblo borracho y que expuso in vino veritas toda su miseria. Tan miserable era el pueblo que ¡incendió la destilería!, lo que desató la bancarrota del anciano.

 

Vino la guerra (la Primera) y el castillo se convirtió en hospital y el viejo y su hija (la madre de Tom) pasaron a vivir en la casita del guardabosques. La cuestión es que al viejo se le voló la chaveta y empezó a tener relaciones con la hija, a la que confundía con la esposa, o algo así. La hija quedó embarazada, pero ocultó su desgracia casándose con un herido de la guerra (Pete Postlethwaite) que se reponía en el castillo en el que ella trabajaba de enfermera.

 

Nace Dick (David Morrissey), el fruto del incesto que, como en todo novelón que se precie, es un disminuido mental, eso sí, fuerte como un toro y con un miembro viril que le daría envidia al negro de WhatsApp. Yo no tengo nada que ver, pregúntenle al autor de la novela en la que se basa el film, Graham Swift, por qué el miembro es todo un tema.

 

Al poco tiempo nace Tom (que de joven es interpretado por Grant Warnock), él sí hijo de su papá y de su mamá, no de su mamá y su abuelo. La madre muere joven y de paso se salva de dar explicaciones del incesto y esas cosas.

 

Llega la Segunda Guerra y Dick y Tom son dos saludables mozalbetes. El despertar de las hormonas y el carpe diem, que incita la guerra, hacen que se borren las inhibiciones sexuales, a tal punto que Tom y su compañerita de curso, Mary (de joven es interpretada por Lena Headley, sí, sí, la que sería la Cersei Lannister de Games of Thrones) se la pasan dale que dale al pandeiro que se acaba el mundo. Como los conejos, como quien dice.

 

Tom, que es muy generoso, le pide a Mary que le dé conversación a Dick, así es menos huraño y aprende a tratar con las mujeres. Mary lo entiende (o lo desentiende) al vuelo e inicia a Dick en los placeres de la carne. Al principio tiene problemas con el tamaño del miembro, pero después se da maña de lo más bien. La cosa es que queda embarazada. ¿De Tom o de Dick? ¡Ah, misterio!

 

La cosa es que le dicen a Dick que el retoño a nacer bien puede ser de Freddie (Callum Dixon) un compañero de escuela de Tom y Mary, que aprovecha la guerra para dedicarse al contrabando, mercado negro y esas minucias. No le dicen a Dick que el hijo puede ser de Tom porque tienen miedo de que lo mate a golpes, porque cuando Dick pierde el control, ¡arde Troya!

 

A todo esto, o se muere el abuelo o recuerdan que al morir dejó de legado un cajón con 10 botellas de la cerveza aquella que enardeció al pueblo y una carta. La cosa es que Dick toma una de las botellas, se la da a beber a Freddie, y cuando está que se cae de borracho, Dick agarra la botella vacía y de un golpe desmaya a Freddie y lo ahoga, no olvidemos que estamos en una zona pantanosa, de modo que hay agua de sobra.

 

Mary y Tom optan por el aborto y van a ver a una vieja gitana, que deja a Mary sin hijo, pero sangrante y estéril. Tom confronta a Dick por la muerte de Freddie, esgrime como prueba irrefutable la botella de cerveza del abuelo. Dick se acuerda de que hay una carta, se la da a leer a Tom, que primero le dice cualquier bolazo, pero termina por leerle lo que en verdad está escrito. Dick entonces se entera de que su papá no es su papá sino ¡su abuelo!

 

Dick enloquece, agarra las botellas de cerveza restantes, se las va tomando, mientras huye en su motocicleta, perseguido por Tom y el padre. Dick se tira al mar y suponemos que ha muerto (digo suponemos porque Dick es un nadador excepcional y un buceador con gran capacidad pulmonar, de modo que bien puede haber terminado en una población vecina e iniciar una nueva vida, como sea, ya no importa)

 

Pasa el tiempo y Mary ya no es Lena Headey y se ha vuelto Sinéad Cusack, y con Tom que ahora ya es Jerermy Irons se han mudado de Inglaterra a Pittsburgh, donde Tom ejerce de profesor de Historia en un secundario.

 

Mary empieza a tener signos de demencia, anda contando que va a tener un bebé dentro de muy poco, algo que sabemos no es posible porque está pasada de edad (no olvidar que estamos en 1974 y no ahora) y porque el aborto juvenil la volvió yerma (y de paso homenajeamos a Lorca)

 

Una buena mañana, Mary va al shopping y aprovecha que una mamá entró a probarse un vestido y dejó a su hijito en un cochecito para secuestrarlo y llevárselo a su casa. Tom vuelve del trabajo y se pone como loco, claro, aunque hace entrar a Mary en sus cabales y la lleva a devolver el chico.

 

Mary como represalia, ¡lo deja! Encima a Tom se lo sacan de encima en el colegio por lo de los cuentos sexuales y entonces se queda sin trabajo. Noble hasta el fin, en el discurso de despedida se las arregla para darle ánimos a su alumno más cercano, Matthew (Ethan Hawke) que andaba preocupado por el inminente fin del mundo (no olvidar que entre las permanentes hipótesis de conflicto que maneja el imperio, por entonces batían el tambor por Vietnam y la Guerra Fría).

 

Tom vuelve a The Fenns, adonde antes había regresado Mary, y auguramos que ella deja de enloquecer, y que juntos se dan otra oportunidad.

 

La película es todo lo buena que puede ser una con ese argumento. Sé que contada como la conté da como para una comedia, pero no, está contada con gran seriedad y apunta para las de llanto.

 

El director es Stephen Gyllenhaal y si el apellido les suena es porque es el padre de Jake y de Maggie, que ya tienen una gran carrera en el cine. Y como todo está bien lo que termina en familia, consignemos como al pasar que Jeremy Irons y Sinéad Cusack son marido y mujer en la vida real y ¡que siguen casados! (Es que se tomaron muy en serio lo de comer perdices)

 

Dicen los Ibsenitas que El pato salvaje es una de las obras más queridas de Ibsen. No la más frecuentada, claro, ese lauro lo comparten Casa de muñecas, El enemigo del pueblo, Hedda Gabler o Peer Gynt. No ratifico la aseveración, porque más que Ibsenita, soy un admirador pasivo, veo sus obras siempre que puedo, las aprecio, pero no descorcho champanes a la salida.

 

Como con otros tantos grandes, perdón por la blasfemia, el manejo de la trama no es lo suyo. Convengamos que a veces la trama es lo de menos. Romeo y Julieta, por ejemplo, tiene más agujeros en el argumento que red de cazar ballenas, pero a nadie le importa. ¡Ni te digo el último acto de Hamlet! Pero para entonces estamos tan cautivados por la belleza de los textos y la complejidad de los personajes, que bien puede terminar con una invasión zombi sin que a nadie le importe.

 

Volvamos a Ibsen, al que, según mi modesta opinión, no se le da bien la lógica de los argumentos. Pero a Henrik se lo debe tomar como a los integrantes de la propia familia: viene así. El hombre no es un negado y tiene muchas otras virtudes que compensan sus tramas rebuscadas. No nos quedemos en la anécdota y vayamos a lo importante.

 

El pato salvaje ha sido llevada al cine varias veces y hay una versión de 1983, dirigida por Henri Safran, con el protagónico de Jeremy Irons y Liv Ullmann.

 

Según Wikipedia: (La obra) “Explora las complejidades de la verdad y la ilusión a través de la historia de una familia destrozada por los secretos y la intrusión de un extraño idealista.” (…) “Los temas de visibilidad y reconocimiento impregnan la narrativa, con personajes que luchan por ser vistos mientras son metafórica y literalmente ciegos a la verdadera identidad de los demás, simbolizada a través de motivos como la ceguera, la fotografía y el pato salvaje herido.”

 

He visto y leído la obra y la película de Safran respeta la esencia de la obra. La cosa es más o menos así, hay dos familias entrelazadas, la de Harold (Jeremy Irons) y la de Gregory (Arthur Digman) que fueron amigos desde chicos y compañeros de clase.

 

El padre de Gregory y el padre de Harold fueron socios alguna vez, pero el padre de Gregory se excedió en trapisondas ilegales y cuando las papas quemaban, le echó la culpa al padre de Harold, que pasó algunos años en la cárcel.

 

Hoy el padre de Gregory es un pilar de la sociedad, un patriarca respetado, que está quedándose ciego por una enfermedad que se trasmite de generación en generación. El padre de Harold es un señor que vive en un ático amplio lleno de animales varios, como pollos y conejos, a los que da caza creyendo que es el reputado cazador de antaño, el gran señor que era antes de la cárcel. Malvive haciendo copias de la contabilidad del padre de Gregory, dinero que invierte en botellas de licores varios, que lo emborrachan y le dan el aliento para soportar el destino. 

 

Gregory lleva añares sin ver a su padre, ahora vuelve porque su padre se casará con su ama de llaves de toda la vida, la Sra. Summers (Marion Edward), que lo cuidará en casa y atenderá los negocios cuando la ceguera sea total.

 

Gregory dejó la casa paterna a poco de morir su madre, que se suicidó amargada porque su marido andaba en amoríos con una de las criadas, Gina (Liv Ullman).

 

Para evitar el escándalo o por culpa, el padre de Gregory casó a Gina con Harold, y como dote, les instaló una casa de fotografía, negocio del que viven no muy holgadamente que digamos.

 

A meses de consumado el casamiento, Gina dio luz a Henrietta (Lucinda Jones) ahora una adolescente de unos 14 años ¡que se está quedando ciega de una enfermedad hereditaria! Dos más dos son cuatro.

 

No nos olvidemos del pato. Días anteriores al regreso de Gregory, su padre fue de caza y como ve cada vez menos, en vez de matar malhirió a un pato, que su perro rescató de morir ahogado al enredarse en las plantas acuáticas del fondo de un lago (gran escena del perro en cuestión). El pato es regalado a Henrietta que lo cuida y cura en el ático de su abuelo.

 

No nos olvidemos tampoco del doctor (Michael Pate) y el reverendo (Rhys McConnochie), dos borrachos consuetudinarios y alegres que viven en el departamento de abajo del de Gina y Harold, de los que son muy amigos.

 

Gregory finalmente se reencuentra con Harold, se entera de que este está casado con Gina y como es un “idealista” que cree que todos deben vivir en la verdad más absoluta, le cuenta a Harold que Gina tuvo un amorío con su padre y que quizá Henrietta sea hija del viejo George y no de él. Como todos los idealistas fanáticos, Gregory no vive según sus convicciones, sino que pretende que los demás lo hagan. No solo de buenas intenciones está lleno el camino al infierno, de fundamentalismos, también.

 

Harold comienza a rechazar a Henrietta, que vive para que su padre la quiera. Gregory convence a Henrietta que, si sacrifica al pato salvaje como acto de amor por su padre, Harold volverá a quererla. Henrietta abraza al pato con su brazo izquierdo y lo acurruca contra su pecho y con la mano derecha empuña una de las pistolas de su abuelo y le pega un tiro, muriendo en el acto, ella y el pato.

 

Harold comprende tarde su necedad. Gina quiere consolarlo, ¿dejará que lo haga y de paso la perdonará? Gregory está convencido de que pese a la tragedia, Gina y Harold están mucho mejor porque viven en la verdad. Algo que es ampliamente rebatido por el doctor, que cree que todos estaban más felices con las verdades tapadas. Incluso antes el doctor le había dicho a Gregory que se enorgullecía de ser el responsable de que Harold creyera que era un gran inventor que un día daría con el descubrimiento que lo sacaría de pobre, y que también incentivaba a que el padre de Harold creyera que seguía siendo el gran señor que fue y que el ático era su actual coto de caza, que era la ilusión y no la verdad desnuda lo que hace que los hombres sean felices y puedan seguir, aunque las realidades sean adversas.

 

Jeremy Irons es uno de los más grandes actores cinematográficos del mundo y de todos los tiempos, pero no es infalible, como lo prueban estas dos películas, que no están precisamente entre las mejores de su carrera, ni son redimidas por su actuación.

 

Le va mejor en Waterland / Nosotros mismos, porque su personaje es, en esencia, un narrador al que le pasan cosas, un rol que le pide más reacción que acción. Pero en The Wild Duck / El pato salvaje, es derrotado por el personaje. Lo entiende, lo “lee” bien, sin embargo, no termina de corporizarlo en plenitud. Por momentos lo erige en toda su vacuidad, su superficialidad, su egolatría, su arrogancia, pero las más de las veces lo sumerge en la indecisión (la peor, no la del personaje sino la del actor), lo desdibuja en una voluntad de intentar hacerlo más querible de lo que verdaderamente es, algo que surge más del deseo del actor que se vea así, que de lo que emerge del personaje en sus debilidades, que son, en definitiva, las que lo hacen estimable en su fallida humanidad.

 

Sin embargo, son las fallas las que, en comparación, engrandecen los logros, valga la contradicción. Los balbuceos siempre serán perdonados si alguna vez se fue elocuente y no solo locuaz. La genialidad perpetua aburre. La comprobación de que los grandes también tienen dudas, que meten la pata como todos, los devuelve más entrañables y cercanos.

Gustavo Monteros