En las
historias de amor, ¿qué impedimentos obstaculizan el final feliz a toda
orquesta? A juzgar por Romeo y Julieta, La dama de las camelias, Titanic,
Juventud divino tesoro, La strada, Ojos negros o Lo que queda del día,
para mencionar algunos ejemplos pertinentes, los sospechosos de siempre serían
el destino, la muerte, los mandatos sociales, las fallas personales insalvables
o el peor de todos los castigos, la maldita mala suerte.
En su novela
The End of the Affair (El fin de la aventura, según la traducción
de Ricardo Bazza para la editorial Sur en 1952), Graham Greene, como no era
hombre de andarse con chiquitas, elige como impedimento para el final feliz al
supremo obstáculo si los hay: Dios, el mismísimo, el único que viste y calza.
Por eso la novela por título y trama parece ser de amor, pero en realidad es de
fe y las dificultades para acceder o permanecer en ella.
En cine la
novela tiene hasta la fecha dos versiones, que como en el caso de Speak No
Evil, que comentábamos hace poco, pueden verse una detrás de la otra, sin
que perdamos interés, y esta vez no porque haya dos finales distintos, si no
porque las circunstancias menores o aledañas son distintas y compararlas o
contrastarlas le da sabor a la visión de las dos en sucesión.
La primera
es de 1955, (que se dio con el título de la traducción de la novela o sea El
fin de la aventura) la dirigió Edward Dimytryk, con guion de Leonore J.
Coffe y el protagónico (nos ponemos de pie y cantamos un himno) de Deborah Kerr
y Van Johnson (elegimos un comportamiento caballeroso y reprimimos la
chiflada). Y llegué a ella por andar repasando la carrera de la Kerr en los
años cincuenta. (El cinéfilo es un inadaptado con sus paraísos intransferibles,
a veces soy feliz, ¡envídienme!)
La segunda
es de 1999 (buen año para mí, escribí y protagonicé una obra que fue apreciada,
angelada y exitosa) y es una de mis favoritas. La dirigió Neil Jordan, sobre
guion propio y la protagonizaron Ralph Fiennes, el talentoso, y su majestad
(nos ponemos de pie y vivamos tres hurras por su majestad) Julianne Moore. (Se
la distribuyó rebautizada como El ocaso de un amor)
Y sin
olvidar ni menoscabar, el cuarto en discordia (el tercero es Dios) o sea el
marido, en la primera versión es Peter Cushing (en una de sus actuaciones más
“serias” dado que el hombre sería uno de los reyes del género de terror) y en
la segunda versión, nada más ni nada menos, que el bueno de Stephen Rea en una
actuación tan conmovedora que dan ganas de adoptarlo.
La trama
viene de triángulo habitual. Durante el bombardeo de Londres en la Segunda
Guerra Mundial (el Blitz que le dicen), un novelista, Maurice Bendrix (Van
Johnson / Ralph Fiennes) se enamora de Sarah Miles (tocaya de la actriz que
descolló en los años sesenta y setenta, sobre todo en La hija de Ryan,
David Lean, 1970) (o sea Deborah Kerr / Julianne Moore), que está casada con un
alto funcionario, Henry Miles (Peter Cushing / Stephen Rea). La relación es
pasional y poco les importa el bombardeo, tanto es así que uno los sorprende en
plena cama. Él se había levantado para ver si la casera se había ido al refugio
y Sarah podía salir del departamento y la explosión lo agarró en el pasillo.
Sarah lo cree muerto y vuelve al cuarto a rezar y pedirle a Dios lo imposible,
que lo devuelva a la vida, a cambio ella ofrece el sacrificio de no verlo más.
Y al rato no va que Maurice se le aparece vivito y coleando. Cueste lo que le
cueste, ella decide cumplir la promesa, ¿podrá?
Este es el
núcleo y está respetado en las dos películas, todo lo demás es distinto. La
relación entre Henry y Maurice, el hombre de fe que ayuda a Sarah, en un caso
un polemista, en otro un sacerdote, la relación entre Maurice y Albert Parkis,
el detective que contrata Maurice en nombre de Henry para que espíe a Sarah,
cuando ya no está relacionada con Maurice, el hijo de Albert Parkis, un detalle
en la primera, crucial en la segunda, el breve período en el que Sarah y
Maurice son felices, que ocupa un momento en la primera y otro muy diferente en
la segunda, el resurgimiento de la pasión en Maurice, bastante torpe en la
primera (¿quizás más cercana a la novela original?, no lo sé, leí mucho Greene,
pero me salteé esta novela, mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa), más lógica
en la segunda versión, etc.
Eso sí, la
segunda versión corrige la ridiculez de la primera de sacar a Sarah de la cama
en la que está convaleciente para mandarla otra vez a la cama a los minutos. Y
enriquece de paso la relación de Maurice con el detective, en la primera más
allá de la impecable actuación del gigante de John Mills (como la mencioné digo
de paso que Mills ganó el Oscar como Mejor actor de reparto por La hija de
Ryan, ¡quien lo ha visto, no lo olvida!) luce desperdiciado, en cambio el
bueno de Ian Hart, en la segunda, tiene una relación más desarrollada con el
personaje de Maurice, que se agradece con creces, porque tanto Fiennes como
Hart pulen sus papeles y están maravillosos.
Y la verdad
sea dicha, es tan espléndido lo de Julianne Moore que uno tiende a descuidar a
Fiennes, que está glorioso en su relación con todos los demás personajes, sean
estos la Sarah de Moore, el Henry de Rea o el Albert de Hart, y por supuesto el
omnipresente (a la vez no presente, por problemas de cachet) Dios.
Dios es Dios
y cuando se inmiscuye, la cosa se complica (dos Testamentos hay para
comprobarlo), pero aquí no hay motivo para que desate
su ira porque nadie toma su santo nombre en vano.
Gustavo
Monteros
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