viernes, 8 de noviembre de 2024

Deborah en los cincuenta - Hoy: Los héroes también lloran


 

Si el viejo Hollywood fuera una religión, Deborah Kerr sería una de sus santas tutelares. Por belleza, talento innato y virtud camaleónica de perderse en sus personajes, fue la antecesora de Maggie Smith, Meryl Streep, Cate Blanchett y Julianne Moore.

 

Su inmensa capacidad se daba tan por descontado que, aunque la nominaron a seis premios Oscar, jamás se lo dieron. La compensaron con uno a su trayectoria en 1994, cuando ya llevaba casi 7 años retirada. BAFTA (o sea la British Academy of Film and Television) se había disculpado por no haberla premiado nunca con un galardón honorífico en 1991 y el Festival de Cannes había enmendado el deshonor con un trofeo especial en 1984.

 

Su especialidad eran las damas inglesas que hoy se denominan "clásicas", es decir, personajes refinados y reprimidos, que atraviesan experiencias emocionales desgarradoras. Pero su versatilidad inmanente la hacía desmarcarse del encasillamiento y sorprendía con caracterizaciones alejadas de lo que se esperaba de ella.

 

Fue del drama a la comedia con la naturalidad con la que se respira y se pueden dar clases de actuación con cualquiera de sus trabajos.

 

Su carrera en cine se extendió desde 1940 a 1969, año en el que se retiró. Entre 1982 y 1987 hizo solo televisión. Y hasta 1987 también se extendió su labor en el teatro, que no tuvo hiato desde que asomó en los escenarios a fines de los años treinta.

 

La rosa inglesa, le decían, aunque había nacido en Glasgow, Escocia. Y si en las películas en blanco y negro podía parecer rubia, era una pelirroja natural.

 

Me encantaría repasar su carrera de cabo a rabo, por ahora me conformo con revisitar los filmes que hizo en los años cincuenta, década en la que consolidó su estrellato con títulos insoslayables como Las minas del rey Salomón, Quo Vadis, El prisionero de Zenda, Julio César, De aquí a la eternidad, El rey y yo, Té y simpatía, Algo para recordar, o Mesas separadas. Y conste que dejo fuera de esta lista títulos de igual valía, como el que hoy me ocupa. Los héroes también lloran (The Proud and Profane, George Seaton, 1956)




Estamos en 1943 en Noumea, Nueva Caledonia. Lee Ashley (Deborah Kerr) llega con otras a ocupar sus puestos en la Cruz Roja (no son enfermeras, son proveedoras de servicios, en un club deben preparar y servir sanguches y bebidas, jugar a las cartas y al ajedrez con los soldados, enseñar francés y música, y aunque no forma partes de sus ocupaciones estrictas, dar una mano con los heridos, eso sí, de entrar en relación sentimental o sexual con alguno de los soldados, son devueltas a casa de inmediato. En resumen, son una especie de geishas occidentales, enviadas a estos confines para que los soldados no pierdan sentido de humanidad.

 

La jefa de este servicio es Kate Connors (Thelma Ritter), pura sensatez, practicidad y sabiduría. Kate resistió el nombramiento de Lee, porque cree que esta viene solo a averiguar el trasfondo de la muerte de su marido en la batalla de Bloody Ridge en Guadalcanal.

 

Lee no tarda en conocer al teniente coronel Colin Black (William Holden) del que termina por enamorarse, pero nos quedamos cortos si calificamos a la relación de difícil. (Él no es un soldado raso por la tanto puede entablar con ella una relación sin que la manden de vuelta a casa, privilegios del rango)

 

En más de un sentido son opuestos perfectos. Lee pertenece a las clases altas, tiene educación, clase, y jamás pasó necesidades. Colin viene de las clases bajas, tiene sangre indígena, creció en orfanatos y casas de acogida y el ejército fue su salvación de un casi predeterminado destino de cárcel. Al refinamiento y sofisticación de Lee, ofrece tosquedad, rudeza, machismo y violencia, aunque la calle le ha dado flexibilidad, astucia, sentido común, el valor de la palabra y solidaridad de especie.

 

Ella es católica, él, ateo. Ella resiste sus avances, pero la vence la voracidad sexual que él le despierta. Lee cree que Colin es soltero y avizora una boda en el horizonte. Sin embargo, no tarda en descubrir que él es casado y cuando le recrimina la mentira, él la empuja y la hace rodar unos escalones de piedra que le provocan el fin del embarazo.

 

Colin va a combate y vuelve en estado de shock pidiendo ser perdonado. Suponemos que ella eventualmente lo perdonará.

 

En un principio ella tiene un alto concepto de sí misma. De a poco descubrirá que es injustificado. Le cuesta aceptar que debe trabajar con heridos. Es manipuladora, soberbia, poco solidaria, inmisericorde. Corregirá alguna de estas cortedades, pero el final la sorprende resentida y vengativa. Él es feroz, bestial, pero evidencia una sensibilidad que no ha sabido cultivar.

 

Hay dos subtramas, la del soldado Eddie Wodcik (Dewey Martin) y la del capellán teniente Holmes (William Redfield).

 

Eddie conoció a Kate de niño, cuando ella era servidora social en un barrio carenciado y él, casi un chico de la calle. Kate y Eddie se quieren mucho y aunque la relación es primordialmente materno-filial, por debajo hay un sustrato sexual. Eddie cree que su hermanita que murió en un incendio, de haber crecido se habría parecido a Lee, y establece con ella, a pesar de la diferencia de edad, una actitud protectora de hermano mayor y hasta se trompea por ella.

 

El capellán Holmes inicia su misión con una fe férrea que comienza de a poco a tambalear. Después de una escaramuza con el enemigo, hizo que los soldados más creyentes se arrodillaran a rezar, pero un enemigo, herido, no muerto como creían todos, hizo explotar una granada que mató a mitad de los arrodillados, algo que el teniente coronel Colin Black considera inaceptable, por la torpeza de los soldados y la ingenuidad del capellán. Este se obsesionará en preguntarse qué motivos pudo haber tenido Dios para hacerlo sobrevivir, llegará a inquietantes conclusiones.

 

Como se ve es un drama rico y potente, con diálogos elocuentes y reveladores, sentenciosos a veces, profundos, la mayoría. Se me dio por pensar que los dramas revelan no solo las inquietudes de los tiempos en que fueron escritos, sino también el modo en que las sociedades que los produjeron eligen verse y pensarse.

 

Hoy los dramas de relación no necesitan consideraciones filosóficas, sociológicas o psicoanalíticas para ser relevantes, por el contrario, van por los detalles, por mostrar cómo las relaciones se establecen y se desarrollan.

 

En los años cincuenta se necesitaba establecer primero un marco de referencia, hacer pensar en que lo que se daba por hecho podía analizarse, profundizarse, estudiarse.

 

Hoy, que esos deberes ya fueron realizados, se muestra cómo los conflictos se establecen, se dilucidan las conductas que llevan a ellos, las “fallas” personales que los permiten.

 

Pero esta página es sobre Deborah, y si antes pudimos explayarnos sobre su personaje es por la riqueza de su trabajo. En un plano elemental podemos decir que la labor de un actor o de una actriz es aprenderse la letra y hacer creíble, o al menos cercana, la escena en la que participa. Pero cuando lo hacen bien y con talento, iluminan una conducta humana, la develan, y al hacerlo trascienden lo humano y participan por unos instantes de la naturaleza divina. Hacen arte. Deborah sabía de estas cosas. Y mucho.

Gustavo Monteros


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