Si el viejo
Hollywood fuera una religión, Deborah Kerr sería una de sus santas tutelares.
Por belleza, talento innato y virtud camaleónica de perderse en sus personajes,
fue la antecesora de Maggie Smith, Meryl Streep, Cate Blanchett y Julianne
Moore.
Su inmensa
capacidad se daba tan por descontado que, aunque la nominaron a seis premios
Oscar, jamás se lo dieron. La compensaron con uno a su trayectoria en 1994,
cuando ya llevaba casi 7 años retirada. BAFTA (o sea la British Academy of Film
and Television) se había disculpado por no haberla premiado nunca con un
galardón honorífico en 1991 y el Festival de Cannes había enmendado el deshonor
con un trofeo especial en 1984.
Su
especialidad eran las damas inglesas que hoy se denominan "clásicas",
es decir, personajes refinados y reprimidos, que atraviesan experiencias
emocionales desgarradoras. Pero su versatilidad inmanente la hacía desmarcarse
del encasillamiento y sorprendía con caracterizaciones alejadas de lo que se
esperaba de ella.
Fue del
drama a la comedia con la naturalidad con la que se respira y se pueden dar
clases de actuación con cualquiera de sus trabajos.
Su carrera
en cine se extendió desde 1940 a 1969, año en el que se retiró. Entre 1982 y
1987 hizo solo televisión. Y hasta 1987 también se extendió su labor en el
teatro, que no tuvo hiato desde que asomó en los escenarios a fines de los años
treinta.
La rosa
inglesa, le decían, aunque había nacido en Glasgow, Escocia. Y si en las
películas en blanco y negro podía parecer rubia, era una pelirroja natural.
Me
encantaría repasar su carrera de cabo a rabo, por ahora me conformo con
revisitar los filmes que hizo en los años cincuenta, década en la que consolidó
su estrellato con títulos insoslayables como Las minas del rey Salomón, Quo
Vadis, El prisionero de Zenda, Julio César, De aquí a la eternidad, El rey y
yo, Té y simpatía, Algo para recordar, o Mesas separadas. Y conste
que dejo fuera de esta lista títulos de igual valía, como el que hoy me ocupa. Los
héroes también lloran (The Proud and Profane,
George Seaton, 1956)
Estamos en
1943 en Noumea, Nueva Caledonia. Lee Ashley (Deborah Kerr) llega con otras a
ocupar sus puestos en la Cruz Roja (no son enfermeras, son proveedoras de
servicios, en un club deben preparar y servir sanguches y bebidas, jugar a las
cartas y al ajedrez con los soldados, enseñar francés y música, y aunque no
forma partes de sus ocupaciones estrictas, dar una mano con los heridos, eso
sí, de entrar en relación sentimental o sexual con alguno de los soldados, son
devueltas a casa de inmediato. En resumen, son una especie de geishas
occidentales, enviadas a estos confines para que los soldados no pierdan
sentido de humanidad.
La jefa de
este servicio es Kate Connors (Thelma Ritter), pura sensatez, practicidad y
sabiduría. Kate resistió el nombramiento de Lee, porque cree que esta viene
solo a averiguar el trasfondo de la muerte de su marido en la batalla de Bloody
Ridge en Guadalcanal.
Lee no tarda
en conocer al teniente coronel Colin Black (William Holden) del que termina por
enamorarse, pero nos quedamos cortos si calificamos a la relación de difícil. (Él
no es un soldado raso por la tanto puede entablar con ella una relación sin que
la manden de vuelta a casa, privilegios del rango)
En más de un
sentido son opuestos perfectos. Lee pertenece a las clases altas, tiene
educación, clase, y jamás pasó necesidades. Colin viene de las clases bajas,
tiene sangre indígena, creció en orfanatos y casas de acogida y el ejército fue
su salvación de un casi predeterminado destino de cárcel. Al refinamiento y
sofisticación de Lee, ofrece tosquedad, rudeza, machismo y violencia, aunque la
calle le ha dado flexibilidad, astucia, sentido común, el valor de la palabra y
solidaridad de especie.
Ella es
católica, él, ateo. Ella resiste sus avances, pero la vence la voracidad sexual
que él le despierta. Lee cree que Colin es soltero y avizora una boda en el
horizonte. Sin embargo, no tarda en descubrir que él es casado y cuando le
recrimina la mentira, él la empuja y la hace rodar unos escalones de piedra que
le provocan el fin del embarazo.
Colin va a
combate y vuelve en estado de shock pidiendo ser perdonado. Suponemos que ella
eventualmente lo perdonará.
En un principio
ella tiene un alto concepto de sí misma. De a poco descubrirá que es
injustificado. Le cuesta aceptar que debe trabajar con heridos. Es manipuladora,
soberbia, poco solidaria, inmisericorde. Corregirá alguna de estas cortedades,
pero el final la sorprende resentida y vengativa. Él es feroz, bestial, pero
evidencia una sensibilidad que no ha sabido cultivar.
Hay dos
subtramas, la del soldado Eddie Wodcik (Dewey Martin) y la del capellán
teniente Holmes (William Redfield).
Eddie
conoció a Kate de niño, cuando ella era servidora social en un barrio
carenciado y él, casi un chico de la calle. Kate y Eddie se quieren mucho y aunque
la relación es primordialmente materno-filial, por debajo hay un sustrato
sexual. Eddie cree que su hermanita que murió en un incendio, de haber crecido
se habría parecido a Lee, y establece con ella, a pesar de la diferencia de
edad, una actitud protectora de hermano mayor y hasta se trompea por ella.
El capellán
Holmes inicia su misión con una fe férrea que comienza de a poco a tambalear.
Después de una escaramuza con el enemigo, hizo que los soldados más creyentes
se arrodillaran a rezar, pero un enemigo, herido, no muerto como creían todos,
hizo explotar una granada que mató a mitad de los arrodillados, algo que el
teniente coronel Colin Black considera inaceptable, por la torpeza de los
soldados y la ingenuidad del capellán. Este se obsesionará en preguntarse qué
motivos pudo haber tenido Dios para hacerlo sobrevivir, llegará a inquietantes
conclusiones.
Como se ve
es un drama rico y potente, con diálogos elocuentes y reveladores, sentenciosos
a veces, profundos, la mayoría. Se me dio por pensar que los dramas revelan no
solo las inquietudes de los tiempos en que fueron escritos, sino también el
modo en que las sociedades que los produjeron eligen verse y pensarse.
Hoy los
dramas de relación no necesitan consideraciones filosóficas, sociológicas o
psicoanalíticas para ser relevantes, por el contrario, van por los detalles,
por mostrar cómo las relaciones se establecen y se desarrollan.
En los años
cincuenta se necesitaba establecer primero un marco de referencia, hacer pensar
en que lo que se daba por hecho podía analizarse, profundizarse, estudiarse.
Hoy, que
esos deberes ya fueron realizados, se muestra cómo los conflictos se
establecen, se dilucidan las conductas que llevan a ellos, las “fallas”
personales que los permiten.
Pero esta
página es sobre Deborah, y si antes pudimos explayarnos sobre su personaje es
por la riqueza de su trabajo. En un plano elemental podemos decir que la labor
de un actor o de una actriz es aprenderse la letra y hacer creíble, o al menos
cercana, la escena en la que participa. Pero cuando lo hacen bien y con talento,
iluminan una conducta humana, la develan, y al hacerlo trascienden lo humano y
participan por unos instantes de la naturaleza divina. Hacen arte. Deborah
sabía de estas cosas. Y mucho.
Gustavo
Monteros
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