viernes, 25 de octubre de 2024

Querido diario - Hoy: Una árida estación blanca


 

Cuando los diarios salían solo en papel, los obituarios eran formales, solemnes. Algunas películas y confidencias autobiográficas de escritores nos informaron que, en los tiempos de las oficinas de redacción, urgentes y pujantes, los recién iniciados en el periodismo se ocupaban de las gacetillas informativas sin ningún relieve o actualizaban los futuros obituarios de personas famosas.

 

O sea, el obituario era un work in progress que tenía su punto final el eventual día en el que la notoria o notable figura finalmente moría.

 

Hoy, en tiempos de inmediatez, de internet, redes, globalización automática, simultaneidad al segundo, las oficinas de redacción se han reducido al mínimo staff que se concentra en las noticias que constituirán la agenda informativa u operacional del medio, es decir los que decidirán que se pone en primer plano y que va bajo la alfombra, según los intereses del conglomerado al que pertenecen. Los demás pueden trabajar desde casa, o donde se hallen, y mandar su contribución por teléfono, mail, o el modo adecuado ya inventado o a inventar.

 

Entonces los obituarios pueden escribirse al momento de que muera el personaje en cuestión y no estar objetivamente prefabricados de antes. Esto hace que ahora sean más informales, personales o descontracturados.

 

Sobre todo, los obituarios de las personas de la cultura se han vuelto más la sentida despedida de quien lo firma que el listado seco de los logros del difunto. Que no están ausentes en este panegírico final, pero que se mezclan con los recuerdos del firmante. De allí que nos enteremos que se sedimentó de toda la carrera de tal o cual en la memoria de tal o cual crítico.

 

Por ejemplo, ante la reciente muerte de Donald Sutherland, el crítico cinematográfico de The Guardian, Peter Bradshaw, en su obituario termina la sucesión de logros insoslayables de Sutherland (Casanova, Federico Fellini, 1976, Novecento, Bernardo Bertolucci, 1976, MASH, Robert Altman, 1970, Gente como uno (Ordinary People), Robert Redford, 1980, Venecia rojo shocking (Don’t Look Now), Nicolas Roeg, 1973, El pasado me condena (Klute), Alan Pacula, 1971, Como plaga de langosta (The Day of the Locust), John Schlesinger, 1975, Doce del patíbulo (The Dirty Dozen), Robert Aldrich, 1967) con una nota personal: el recuerdo del cachetazo que un docente (Donald, claro) le pega a un director en Una árida estación blanca (A Dry White Season) de la martiniquesa Euzhan Palcy.

 

El dato concita mi interés de inmediato: soy un docente en actividad sujeto a directivos varios. Busco en mi baqueteada memoria y llego a la conclusión de que la vi, aunque lo único que recuerdo, a raíz de revisitar más datos, es que es la película por la que Marlon Brando volvió a la actividad en 1989, después de haber colgado los guantes con La fórmula (The Formula, John G. Avildsen, 1980) y por la que recibió una nominación al Oscar como Mejor Actor de Reparto. Recuerdo que se dijo que su personaje tenía silla de ruedas porque le costaba estar de pie mucho rato. Recuerdo también que era un abogado o algo así que defendía una noble causa por la que Marlon, más que nunca, masticaba los sonidos y hacía largas pausas significativas. Para dilucidar nieblas y lagañas de mi acicateada memoria, la busco y me pongo a verla.

 

La cosa es así. Estamos en Sudáfrica en 1976 en pleno apartheid. Ben Du Toit (Donald Sutherland) es un profesor de secundaria en una escuela para blancos. Un día, el hijo preadolescente de su jardinero, Gordon Ngubene (Winston Ntshona), es encarcelado después de una protesta pacífica por una mejor educación para los negros. En la cárcel es apaleado, torturado y eventualmente asesinado. Gordon le pide ayuda a Ben para esclarecer las cosas. Ben se niega por su confianza en la policía.

 

Gordon también termina preso y es torturado por el capitán Stolz (Jürgen Prochnow). A pesar de la oposición de su esposa Susan (Janet Suzman) y su hija Suzette (Susannah Harker), Ben se involucra en la causa de Gordon, que también es asesinado en prisión.

 

Ben, que cumple con la premisa de Tolstoi de que es imposible volver atrás una vez que se ha visto la verdad de algo, decide llevar el caso a la justicia, con Ian McKenzie (Marlon Brandon) como su abogado. Pierden como en la guerra, pero Ben gana el apoyo del defensor de derechos humanos, que trabaja como chofer Stanley Makhaya (Zakes Mokae) y de una periodista de sociales, Melanie Bruwer (Susan Sarandon).

 

Debido a esto Ben se convierte en un paria. Es rechazado por su entorno y segregado hasta por su esposa e hija. Lo echan del trabajo (el director lo llama traidor y es ahí cuando Ben le pega la cachetada que Peter Bradshaw no olvidó), aunque no se queda del todo solo, ya que se gana el apoyo de su hijo adolescente, Johan (Rowen Elmes).

 

Ben comprende que obtener justicia es imposible, que lo único que pueden hacer es reunir evidencia para dar a conocer en el exterior. La policía, incluso a través de la familia de Ben, lo sigue de cerca. Y como en las películas de los setenta, no hay otra salida que la muerte para los que se enteran de cómo son las cosas.

 

La película hoy luce mejor intencionada que lograda. Le falta el rigor del cine de Costa Gavras, el brío de las intrigas conspiratorias del cine francés y norteamericano de los setenta y las actuaciones, salvo por algunos grandes momentos de Sutherland, lucen superficiales, como si les faltara ensayo. Algo de eso hubo porque se filmó como se pudo, con las estrellas cobrando sueldos de convenios gremiales en vez de los suculentos estipendios que suelen disfrutar. Años más tarde, la directora Euzhan Palcy recibiría premios y homenajes por el compromiso de su obra y de esta película en particular. Después de todo, el filme lograba lo que sus personajes principales no pudieron conseguir: exponer al mundo las barbaridades engendradas por el apartheid.

 

De todos modos, la película me interpela y no por la cachetada (y mis deseos de propinársela a algún director injusto) sino por la reacción de la familia, que incluso llega a traicionar a Ben, que deja de ser un padre o un esposo y pasa a ser un renegado al que hay que enmendar, aunque la delación implique la muerte. En un mundo tan dividido, en el que el mundo exterior queda de un lado y la posición moral de uno de los miembros de la familia del otro, no se duda ni un segundo. Se elige la pertenencia al grupo mayor, al mandato social conocido, a seguir incluido en el status quo al que adhiere a toda costa. El pariente díscolo pasa a ser una cosa que puede, no peor, debe ser eliminada.

 

El 18 de diciembre de 2017 estaba en la esquina del teatro Liceo, Rivadavia y Paraná, participando de las protestas contra la reforma previsional que se discutía en el Congreso cuando se desató la feroz represión. Corrí con muchos otros por Paraná para el lado de Corrientes y la generosidad de un portero nos salvó de ser apaleados por los policías en motocicletas que nos perseguían. El portero no nos hizo entrar al hall del edificio donde trabajaba, sino que levantó la puerta rebatible del garaje, nos hijo entrar al mismo y bajó la puerta aislándonos del peligro. Éramos una señora mayor (apenas unos años más que yo, pero, aunque asumo mi edad, en mi mente siempre soy un joven Gregory Peck que pasea princesas por Roma), una chica trans, unos estudiantes universitarios, unos oficinistas y un repartidor de comida. Casi no hablamos la hora y monedas que estuvimos allí. En algún momento el portero nos convidó con agua fresca que dispuso en unos vasos descartables que compartimos. Más tarde bajó y nos dijo que ya nos podíamos ir, que la tele mostraba que la represión continuaba por otros lados. Le agradecimos con profusión, y como los hijos de Fierro seguimos cada cual su camino.

 

Extraños se solidarizaron conmigo, en cambio personas muy allegadas no. Expresaron en redes sociales su indignación por los daños a unas baldosas, por los desmanes de algunos manifestantes, y por la falta de civilidad de todos los que estábamos allí por no aceptar las decisiones de un gobierno que acababa de ganar las elecciones. Ninguna de esas personas tan cercanas a mí consideró que yo había estado allí, que había puesto el cuerpo como todos los que fuimos, que pudieron haberme hecho mucho daño físico, que pude terminar en la cárcel. En esos incidentes, para esas personas, dejé de ser un ser humano, por la simple razón de estar del otro lado. Es difícil vivir en una sociedad dividida.

Gustavo Monteros


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.