Cuando los
diarios salían solo en papel, los obituarios eran formales, solemnes. Algunas
películas y confidencias autobiográficas de escritores nos informaron que, en
los tiempos de las oficinas de redacción, urgentes y pujantes, los recién
iniciados en el periodismo se ocupaban de las gacetillas informativas sin
ningún relieve o actualizaban los futuros obituarios de personas famosas.
O sea, el
obituario era un work in progress que tenía su punto final el eventual día en
el que la notoria o notable figura finalmente moría.
Hoy, en
tiempos de inmediatez, de internet, redes, globalización automática,
simultaneidad al segundo, las oficinas de redacción se han reducido al mínimo
staff que se concentra en las noticias que constituirán la agenda informativa u
operacional del medio, es decir los que decidirán que se pone en primer plano y
que va bajo la alfombra, según los intereses del conglomerado al que
pertenecen. Los demás pueden trabajar desde casa, o donde se hallen, y mandar
su contribución por teléfono, mail, o el modo adecuado ya inventado o a
inventar.
Entonces los
obituarios pueden escribirse al momento de que muera el personaje en cuestión y
no estar objetivamente prefabricados de antes. Esto hace que ahora sean más
informales, personales o descontracturados.
Sobre todo,
los obituarios de las personas de la cultura se han vuelto más la sentida
despedida de quien lo firma que el listado seco de los logros del difunto. Que
no están ausentes en este panegírico final, pero que se mezclan con los
recuerdos del firmante. De allí que nos enteremos que se sedimentó de toda la
carrera de tal o cual en la memoria de tal o cual crítico.
Por ejemplo,
ante la reciente muerte de Donald Sutherland, el crítico cinematográfico de The
Guardian, Peter Bradshaw, en su obituario termina la sucesión de logros
insoslayables de Sutherland (Casanova, Federico Fellini, 1976, Novecento,
Bernardo Bertolucci, 1976, MASH, Robert Altman, 1970, Gente como uno
(Ordinary People), Robert Redford, 1980, Venecia rojo shocking (Don’t
Look Now), Nicolas Roeg, 1973, El pasado me condena (Klute),
Alan Pacula, 1971, Como plaga de langosta (The Day of the Locust),
John Schlesinger, 1975, Doce del patíbulo (The Dirty Dozen),
Robert Aldrich, 1967) con una nota personal: el recuerdo del cachetazo que un
docente (Donald, claro) le pega a un director en Una árida estación blanca
(A Dry White Season) de la martiniquesa Euzhan Palcy.
El dato
concita mi interés de inmediato: soy un docente en actividad sujeto a
directivos varios. Busco en mi baqueteada memoria y llego a la conclusión de que
la vi, aunque lo único que recuerdo, a raíz de revisitar más datos, es que es
la película por la que Marlon Brando volvió a la actividad en 1989, después de
haber colgado los guantes con La fórmula (The Formula, John G.
Avildsen, 1980) y por la que recibió una nominación al Oscar como Mejor Actor
de Reparto. Recuerdo que se dijo que su personaje tenía silla de ruedas porque
le costaba estar de pie mucho rato. Recuerdo también que era un abogado o algo
así que defendía una noble causa por la que Marlon, más que nunca, masticaba
los sonidos y hacía largas pausas significativas. Para dilucidar nieblas y
lagañas de mi acicateada memoria, la busco y me pongo a verla.
La cosa es
así. Estamos en Sudáfrica en 1976 en pleno apartheid. Ben Du Toit (Donald
Sutherland) es un profesor de secundaria en una escuela para blancos. Un día,
el hijo preadolescente de su jardinero, Gordon Ngubene (Winston Ntshona), es
encarcelado después de una protesta pacífica por una mejor educación para los
negros. En la cárcel es apaleado, torturado y eventualmente asesinado. Gordon
le pide ayuda a Ben para esclarecer las cosas. Ben se niega por su confianza en
la policía.
Gordon
también termina preso y es torturado por el capitán Stolz (Jürgen Prochnow). A
pesar de la oposición de su esposa Susan (Janet Suzman) y su hija Suzette
(Susannah Harker), Ben se involucra en la causa de Gordon, que también es
asesinado en prisión.
Ben, que
cumple con la premisa de Tolstoi de que es imposible volver atrás una vez que
se ha visto la verdad de algo, decide llevar el caso a la justicia, con Ian
McKenzie (Marlon Brandon) como su abogado. Pierden como en la guerra, pero Ben
gana el apoyo del defensor de derechos humanos, que trabaja como chofer Stanley
Makhaya (Zakes Mokae) y de una periodista de sociales, Melanie Bruwer (Susan
Sarandon).
Debido a
esto Ben se convierte en un paria. Es rechazado por su entorno y segregado
hasta por su esposa e hija. Lo echan del trabajo (el director lo llama traidor
y es ahí cuando Ben le pega la cachetada que Peter Bradshaw no olvidó), aunque
no se queda del todo solo, ya que se gana el apoyo de su hijo adolescente,
Johan (Rowen Elmes).
Ben
comprende que obtener justicia es imposible, que lo único que pueden hacer es
reunir evidencia para dar a conocer en el exterior. La policía, incluso a
través de la familia de Ben, lo sigue de cerca. Y como en las películas de los
setenta, no hay otra salida que la muerte para los que se enteran de cómo son
las cosas.
La película
hoy luce mejor intencionada que lograda. Le falta el rigor del cine de Costa
Gavras, el brío de las intrigas conspiratorias del cine francés y
norteamericano de los setenta y las actuaciones, salvo por algunos grandes
momentos de Sutherland, lucen superficiales, como si les faltara ensayo. Algo
de eso hubo porque se filmó como se pudo, con las estrellas cobrando sueldos de
convenios gremiales en vez de los suculentos estipendios que suelen disfrutar.
Años más tarde, la directora Euzhan Palcy recibiría premios y homenajes por el
compromiso de su obra y de esta película en particular. Después de todo, el
filme lograba lo que sus personajes principales no pudieron conseguir: exponer
al mundo las barbaridades engendradas por el apartheid.
De todos
modos, la película me interpela y no por la cachetada (y mis deseos de
propinársela a algún director injusto) sino por la reacción de la familia, que
incluso llega a traicionar a Ben, que deja de ser un padre o un esposo y pasa a
ser un renegado al que hay que enmendar, aunque la delación implique la muerte.
En un mundo tan dividido, en el que el mundo exterior queda de un lado y la
posición moral de uno de los miembros de la familia del otro, no se duda ni un
segundo. Se elige la pertenencia al grupo mayor, al mandato social conocido, a
seguir incluido en el status quo al que adhiere a toda costa. El pariente
díscolo pasa a ser una cosa que puede, no peor, debe ser eliminada.
El 18 de
diciembre de 2017 estaba en la esquina del teatro Liceo, Rivadavia y Paraná,
participando de las protestas contra la reforma previsional que se discutía en
el Congreso cuando se desató la feroz represión. Corrí con muchos otros por
Paraná para el lado de Corrientes y la generosidad de un portero nos salvó de
ser apaleados por los policías en motocicletas que nos perseguían. El portero
no nos hizo entrar al hall del edificio donde trabajaba, sino que levantó la
puerta rebatible del garaje, nos hijo entrar al mismo y bajó la puerta
aislándonos del peligro. Éramos una señora mayor (apenas unos años más que yo, pero,
aunque asumo mi edad, en mi mente siempre soy un joven Gregory Peck que pasea
princesas por Roma), una chica trans, unos estudiantes universitarios, unos
oficinistas y un repartidor de comida. Casi no hablamos la hora y monedas que
estuvimos allí. En algún momento el portero nos convidó con agua fresca que
dispuso en unos vasos descartables que compartimos. Más tarde bajó y nos dijo
que ya nos podíamos ir, que la tele mostraba que la represión continuaba por otros
lados. Le agradecimos con profusión, y como los hijos de Fierro seguimos cada
cual su camino.
Extraños se
solidarizaron conmigo, en cambio personas muy allegadas no. Expresaron en redes
sociales su indignación por los daños a unas baldosas, por los desmanes de
algunos manifestantes, y por la falta de civilidad de todos los que estábamos
allí por no aceptar las decisiones de un gobierno que acababa de ganar las
elecciones. Ninguna de esas personas tan cercanas a mí consideró que yo había
estado allí, que había puesto el cuerpo como todos los que fuimos, que pudieron
haberme hecho mucho daño físico, que pude terminar en la cárcel. En esos
incidentes, para esas personas, dejé de ser un ser humano, por la simple razón
de estar del otro lado. Es difícil vivir en una sociedad dividida.
Gustavo
Monteros
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