viernes, 10 de mayo de 2024

Querido diario - Hoy: Cheryomushki - Ciudad de los cerezos


 

Era 1970, tenía 13 años, estaba en primer año de la secundaria en un colegio católico y el libro de religión, la materia, estaba obsesionado con Marx, que Karl esto, que Karl aquello. Tanta insistencia me daba curiosidad por saber por qué el tal Marx les molestaba tanto a los autores del libro. Hojeando el diario me cruzo con que en la Universidad Popular Alejandro Korn daban un curso introductorio a las ideas de Karl Marx para poder leer mejor el Capital. Era gratis para jubilados, estudiantes y socios. Allá fui para averiguar si con buena voluntad yo podría llegar a entender algo y si la designación Estudiante, que normalmente comprendía a los universitarios, se elastizaba para incluir a los de secundaria.

 

El horario de atención era acotado, tanto que me atendió el mismo profesor del curso. Un abogado jubilado, Roberto Algo. Por más que me esfuerzo no acierto a dar con su apellido. Por entonces no tenía la manía de retener apellidos. Además, como no era muy sociable, nadie me preguntó y no pude fijarlo. Roberto, o Profesor, como todos lo llamaríamos, tendría la edad que yo tengo ahora, que por entonces me parecía la de Matusalén. Era un docente natural, pedagógico y comprometido a qué entendiéramos lo que había elegido enseñar. Roberto dijo que, si no me dispersaba, entendería todo y que con gusto zanjaría las dudas que se me presentaban, me dijo que la categoría estudiante bien podía incluirme y que por lo tanto sería gratis para mí también, eso sí, como era menor, me pidió una autorización firmada por padre o tutor. Se rio cuando contesté a su pregunta de por qué se me había dado por saber de Marx y su Capital. En casa no hallaron objeción y firmaron el permiso. No lo dijeron, pero en sus caras se notaba que hubieran preferido que se me diera por la plomería, algo que consideraban más útil que las ideas de Marx. Pero con tal de que aprendiera algo, ellos no se opondrían.

 

El curso duraba tres meses (abril, mayo y junio) y era los martes y jueves de 18 a 20, en la biblioteca de la institución (a las 6 la biblioteca cerraba al público) Los alumnos eran en su mayoría, maestras jubiladas, un par de oficinistas treintañeros y yo. Los oficinistas no duraron, después supuse que iban a conocer chicas y las nuestras eran encantadoras, aunque algo maduritas. A las 7 había un recreo para el café y las chicas de unas canastas de mimbre (muy de moda por aquellos tiempos) sacaban termos con té o café y vasitos para todos. En realidad, se turnaban para no estorbarse y que sobrara. Por supuesto, me adoptaron y maternalmente me atiborraron de bizcochuelos, buñuelos, tortas fritas, polvorones y budines de naranja o limón. A Roberto le gustaba el té cargado y dulce, entonces le traían un termo aparte con esa infusión particularizada.

 

Las chicas se indignaron muchísimo cuando llegamos al concepto de plusvalía, algo que les resultó revelador y escandaloso. Todas había ido a colegios de señoritas y a los diseñadores de contenidos ni se les había cruzado por la cabeza incluir ideas de economía o finanzas. Aunque se habían formado intelectualmente bien entrado el siglo XX, las regían todavía preceptos decimonónicos y en el secundario habían tenido Costura, Tejido y Bordado como materias en sus programas de estudio. La tarde de la plusvalía, era tanta la indignación que sentían que si se las hubiera incentivado a expresarla, habrían salido a incendiar bancos con bombas molotov.

 

Como siempre odié llegar tarde, exageraba y ya estaba como media hora antes del inicio y pescaba a Roberto ultimando detalles de la clase y relajándose con música de fondo. Me resultaba un poco rara, clásica, pero no típica al modelo de Tchaikovski o Chopin, que eran los únicos compositores clásicos que en aquellos tiempos podía distinguir. Me mostró la tapa del disco el día que pregunté qué era. Se trataba de un disco de música de películas rusas, de un tal Shostakóvich.  Como dije que me gustaba, en clases sucesivas, trajo otros discos con música de Shostakóvich.




 

Por entonces vi por primera vez Cheryomushki (Gerbert Rappaport, 1963) en un ciclo de cine soviético. La traducción literal del título es Ciudad Cereza o lo que me parece más apropiado, Ciudad de Cerezos y se refiere a esos barrios de edificios mamotréticos de cientos de departamentos, arquitectónicamente brutalistas, con que la sociedad soviética intentó solucionar el problema de vivienda en las ciudades pequeñas y en las capitales de crecimiento incesante.

 

Cheryomushki es un film musical basado en una opereta teatral con música de, cha cha chachán… Dimitri Shostakóvich. Es colorido y yo, por entonces con pocas referencias, lo asociaba en paleta de colores a La pérgola de las flores (Román Viñoly Barreto, 1965) y por su espíritu alegre a Fiebre de primavera (Enrique Carreras, 1965) (que asolaban todavía los cines, ya en reestrenos insistentes)

 

Cheryomushki gira alrededor de los enredos de cuatro parejas. Comienza con Boris, un ingeniero experto en detonaciones, que se reencuentra con su amigo Sergei, un chofer. Boris se lamenta de estar solo (en una canción, claro) y en el acto se enamora de Lida, una guía de museo, que se resiste a los insistentes avances de Boris.

 

Lida, para sacárselo de encima un rato, aunque más no sea, le presenta a una pareja amiga, Masha y Sasha, que están recién casados, pero como todavía viven con la familia de él, toda intimidad es imposible. De todos modos, la esperanza de poder mudarse pronto a una Cheryomushki los alienta a superar los inconvenientes presentes.

 

Lida, camino a casa, con Boris pegado a su falda, se topa con su padre y llegados al hogar, los tres descubren que el techo de la vieja casa que habitan con otras muchas familias se ha venido abajo. A todos los perjudicados les otorgan permisos para mudarse a la Cheryomushki pronta a inaugurarse.

 

Lyusya, la novia de Sergei trabaja en la famosa Cheryomushki como operadora de grúas. Está muy contenta porque le han asignado un departamento, que fantasea compartir con Sergei, si es que finalmente le pida casamiento.

 

Sergei lleva a Boris, Lida y su padre a Cheryomushki, olvidado por completo del trabajo que le fuera asignado: ser chofer de Vava, una rubia de grandes pechos, caprichosa, superficial, pero con los pies en la tierra. Vava está casada con Drebednev, el funcionario (un tanto corrupto) encargado de otorgar (o más bien escamotear a su antojo o conveniencia) los títulos de propiedad de Cheryomushki.

 

Vava, a su vez, es amiga de Boris, que le ha metido en la cabeza que un departamento de cuatro dormitorios es mejor que uno de dos. Por eso Vava ha convencido a su venal marido de ocupar dos departamentos en lugar de uno, con lo cual dejan sin el suyo a Lida y su padre, que quedan desconsolados y en la calle.

 

Mientras tanto, Masha y Sasha se mudan, pero como a los vecinos les han prometido el título de propiedad, pero no les han dado todavía las llaves, invaden el departamento de los recién casados y se ponen a planificar cómo ubicar los muebles. Los numerosos vecinos se ponen a comer y brindar y todos terminan bailando y cantando.

 

Al darse cuenta de la terrible metida de papa que ha hecho, Boris quiere ahora convencer a Vava, que un departamento de dos dormitorios es más conveniente y a la moda que el de cuatro. Vava no llega a considerar la propuesta, porque Drebednev es obligado a devolver el departamento apropiado de más a Lida y su padre, ya que ha sido desenmascarado ante las autoridades como un corrupto y fue por eso degradado. Vava que evidentemente no lo amaba por él mismo, sino por lo que podía darle, anuncia que se divorciará de él. Drebednev, despechado, la insulta.

 

Los vecinos colocan en uno de los espacios comunes de la planta baja un banco, que según dicen, tiene poderes mágicos: quienes se sientan en él, dicen la verdad. Sergei se sienta y halla el coraje de pedirle a Lyusya que se case con él.

 

Lida sigue rechazando a Boris, pero cuando los asistentes de Boris hacen volar el obrador, que hacía las veces de oficina de Drebednev, mientras se construía Cheryomushki, la fuerza de la explosión coloca a Boris en el balcón del departamento de Lida, que lo besa mientras aparece la palabra Fin.

 

Los derechosos que ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, dijeron que era una película propagandística. Una obviedad, lo es. Idealiza la sociedad soviética que soluciona problemas de vivienda, fortalece la pertenencia y el orgullo de clase, y asegura componer los problemas de corrupción que pueden presentarse. Y empodera y embellece a la nueva clase media burguesa. Exactamente igual que las comedias de Doris Day con Rock Hudson, James Garner, Cary Grant y David Niven.

 

Todas esas comedias de Doris coinciden política y estilísticamente con Cheryomushki. El cine clásico de Hollywood no hizo otra cosa con el público del resto del mundo que influir, propagar valores, propagandizar el American-Way-of-Life hasta colonizarnos mentalmente (a priori de hacerlo luego económica y en algunos casos fehacientemente). Y a fuerza de tanta insistencia, hemos naturalizado tanto la propaganda que ya ni nos damos cuenta. Como ratifica el sentido común, no hay peor ciego que el que no quiere ver.

 

La música de Cheryomushki es brillante, melodiosa, seductora, envolvente. Dimitri Shostakóvich era un compositor confiable y versátil. Entendía los géneros y si le pedían una opereta, componía una con todas las de la ley. Era un encargo y cumplía. Desarrollaba la música que lo identificaba en las composiciones propias, que quizá nadie pedía, pero que no podía dejar de componer porque era un artista y se debía a su arte.

 

Dicen que su música es un gusto adquirido, no uno natural o espontáneo. Según esta teoría, el gusto espontáneo es el que se da cuando nos confrontamos con alguna obra de arte y nos ponemos a segregar endorfinas como si nos fuera la vida. Lo que vemos, oímos, leemos, gustamos o tocamos, nos gusta de inmediato, por que sí, sin remedio y para siempre jamás. El gusto adquirido requiere frecuentación, insistencia, contextualización, y persistencia para poder por fin apreciar la peculiar experiencia artística que tenemos en frente.

 

Como dije antes, Shostakóvich fue para mí más un gusto natural que uno adquirido y me preparó para que me gustaran Satie, Weill y eventualmente Sondheim de una sola oída. Sin embargo, la verdad sea dicha, la música de Shostakóvich suele ser un hueso duro de roer.

 

Después del incendio de su ámbito original, el teatro Argentino de La Plata deambuló por varias sedes provisorias mientras terminara de erigirse su nuevo edificio. Uno de esas sedes fue el por entonces ex Cine Rocha (ahora ha vuelto a ser cine, transformado en un multiplex). Como el Rocha no había nacido para ser teatro, por más escenario que le pusieran, no tenía baños ni camarines suficientes para la orquesta (se improvisaron solo unos pocos para los cantantes) de modo que los músicos concurrían democráticamente a los habilitados para el público.

 

Una vez programaron la Quinta Sinfonía de Shostakóvich. Yo fui a esa función con mi amigo Horacio. Después de la Quinta venía el intervalo, y aprovechamos para ir al baño. En los mingitorios adyacentes, unos músicos se desaguaban y uno le dijo a un colega: ¡Qué música más fea!, refiriéndose, claro, a la que acabábamos de escuchar y ellos, ejecutar. Horacio, sonrió malévolamente, porque no es precisamente un fan de Shostakóvich. Y al salir, me pasó el brazo por los hombros, paternal y condescendientemente, y me dijo: “Parece que no son legión, los apreciadores de Dimitri”. Acomodé el golpe y no dije nada. Es fácil amar a Mozart, Verdi o Tchaikovski. No hay que difundirlos ni defenderlos, se las arreglan solos. A Shostakóvich hay que sostenerlo y defenderlo, y al hacerlo aprendemos a quererlo más. Porque la belleza que alcanzamos engendra amor y el amor nunca se queda quieto.

Gustavo Monteros

 

 

 

 

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