Era 1970, tenía 13 años, estaba en primer año de la
secundaria en un colegio católico y el libro de religión, la materia, estaba
obsesionado con Marx, que Karl esto, que Karl aquello. Tanta insistencia me
daba curiosidad por saber por qué el tal Marx les molestaba tanto a los autores
del libro. Hojeando el diario me cruzo con que en la Universidad Popular
Alejandro Korn daban un curso introductorio a las ideas de Karl Marx para poder
leer mejor el Capital. Era gratis para jubilados, estudiantes y socios. Allá
fui para averiguar si con buena voluntad yo podría llegar a entender algo y si
la designación Estudiante, que normalmente comprendía a los universitarios, se
elastizaba para incluir a los de secundaria.
El horario de atención era acotado, tanto que me atendió el
mismo profesor del curso. Un abogado jubilado, Roberto Algo. Por más que me
esfuerzo no acierto a dar con su apellido. Por entonces no tenía la manía de
retener apellidos. Además, como no era muy sociable, nadie me preguntó y no
pude fijarlo. Roberto, o Profesor, como todos lo llamaríamos, tendría la edad
que yo tengo ahora, que por entonces me parecía la de Matusalén. Era un docente
natural, pedagógico y comprometido a qué entendiéramos lo que había elegido
enseñar. Roberto dijo que, si no me dispersaba, entendería todo y que con gusto
zanjaría las dudas que se me presentaban, me dijo que la categoría estudiante
bien podía incluirme y que por lo tanto sería gratis para mí también, eso sí,
como era menor, me pidió una autorización firmada por padre o tutor. Se rio
cuando contesté a su pregunta de por qué se me había dado por saber de Marx y
su Capital. En casa no hallaron objeción y firmaron el permiso. No lo dijeron,
pero en sus caras se notaba que hubieran preferido que se me diera por la
plomería, algo que consideraban más útil que las ideas de Marx. Pero con tal de
que aprendiera algo, ellos no se opondrían.
El curso duraba tres meses (abril, mayo y junio) y era los
martes y jueves de 18 a 20, en la biblioteca de la institución (a las 6 la
biblioteca cerraba al público) Los alumnos eran en su mayoría, maestras
jubiladas, un par de oficinistas treintañeros y yo. Los oficinistas no duraron,
después supuse que iban a conocer chicas y las nuestras eran encantadoras,
aunque algo maduritas. A las 7 había un recreo para el café y las chicas de
unas canastas de mimbre (muy de moda por aquellos tiempos) sacaban termos con
té o café y vasitos para todos. En realidad, se turnaban para no estorbarse y
que sobrara. Por supuesto, me adoptaron y maternalmente me atiborraron de
bizcochuelos, buñuelos, tortas fritas, polvorones y budines de naranja o limón.
A Roberto le gustaba el té cargado y dulce, entonces le traían un termo aparte
con esa infusión particularizada.
Las chicas se indignaron muchísimo cuando llegamos al
concepto de plusvalía, algo que les resultó revelador y escandaloso. Todas
había ido a colegios de señoritas y a los diseñadores de contenidos ni se les
había cruzado por la cabeza incluir ideas de economía o finanzas. Aunque se
habían formado intelectualmente bien entrado el siglo XX, las regían todavía preceptos
decimonónicos y en el secundario habían tenido Costura, Tejido y Bordado como
materias en sus programas de estudio. La tarde de la plusvalía, era tanta la
indignación que sentían que si se las hubiera incentivado a expresarla, habrían
salido a incendiar bancos con bombas molotov.
Como siempre odié llegar tarde, exageraba y ya estaba como
media hora antes del inicio y pescaba a Roberto ultimando detalles de la clase
y relajándose con música de fondo. Me resultaba un poco rara, clásica, pero no
típica al modelo de Tchaikovski o Chopin, que eran los únicos compositores
clásicos que en aquellos tiempos podía distinguir. Me mostró la tapa del disco
el día que pregunté qué era. Se trataba de un disco de música de películas
rusas, de un tal Shostakóvich. Como dije
que me gustaba, en clases sucesivas, trajo otros discos con música de Shostakóvich.
Por entonces vi por primera vez Cheryomushki
(Gerbert Rappaport, 1963) en un ciclo de cine soviético. La traducción literal
del título es Ciudad Cereza o lo que me parece más apropiado, Ciudad
de Cerezos y se refiere a esos barrios de edificios mamotréticos de cientos
de departamentos, arquitectónicamente brutalistas, con que la sociedad
soviética intentó solucionar el problema de vivienda en las ciudades pequeñas y
en las capitales de crecimiento incesante.
Cheryomushki es un film musical
basado en una opereta teatral con música de, cha cha chachán… Dimitri
Shostakóvich. Es colorido y yo, por entonces con pocas referencias, lo asociaba
en paleta de colores a La pérgola de las flores (Román Viñoly Barreto,
1965) y por su espíritu alegre a Fiebre de primavera (Enrique Carreras,
1965) (que asolaban todavía los cines, ya en reestrenos insistentes)
Cheryomushki gira alrededor de los
enredos de cuatro parejas. Comienza con Boris, un ingeniero experto en
detonaciones, que se reencuentra con su amigo Sergei, un chofer. Boris se
lamenta de estar solo (en una canción, claro) y en el acto se enamora de Lida,
una guía de museo, que se resiste a los insistentes avances de Boris.
Lida, para sacárselo de encima un rato, aunque más no sea,
le presenta a una pareja amiga, Masha y Sasha, que están recién casados, pero
como todavía viven con la familia de él, toda intimidad es imposible. De todos
modos, la esperanza de poder mudarse pronto a una Cheryomushki los alienta a
superar los inconvenientes presentes.
Lida, camino a casa, con Boris pegado a su falda, se topa
con su padre y llegados al hogar, los tres descubren que el techo de la vieja
casa que habitan con otras muchas familias se ha venido abajo. A todos los
perjudicados les otorgan permisos para mudarse a la Cheryomushki pronta a
inaugurarse.
Lyusya, la novia de Sergei trabaja en la famosa Cheryomushki
como operadora de grúas. Está muy contenta porque le han asignado un
departamento, que fantasea compartir con Sergei, si es que finalmente le pida
casamiento.
Sergei lleva a Boris, Lida y su padre a Cheryomushki, olvidado
por completo del trabajo que le fuera asignado: ser chofer de Vava, una rubia
de grandes pechos, caprichosa, superficial, pero con los pies en la tierra.
Vava está casada con Drebednev, el funcionario (un tanto corrupto) encargado de
otorgar (o más bien escamotear a su antojo o conveniencia) los títulos de
propiedad de Cheryomushki.
Vava, a su vez, es amiga de Boris, que le ha metido en la
cabeza que un departamento de cuatro dormitorios es mejor que uno de dos. Por
eso Vava ha convencido a su venal marido de ocupar dos departamentos en lugar
de uno, con lo cual dejan sin el suyo a Lida y su padre, que quedan
desconsolados y en la calle.
Mientras tanto, Masha y Sasha se mudan, pero como a los
vecinos les han prometido el título de propiedad, pero no les han dado todavía
las llaves, invaden el departamento de los recién casados y se ponen a
planificar cómo ubicar los muebles. Los numerosos vecinos se ponen a comer y
brindar y todos terminan bailando y cantando.
Al darse cuenta de la terrible metida de papa que ha hecho,
Boris quiere ahora convencer a Vava, que un departamento de dos dormitorios es
más conveniente y a la moda que el de cuatro. Vava no llega a considerar la
propuesta, porque Drebednev es obligado a devolver el departamento apropiado de
más a Lida y su padre, ya que ha sido desenmascarado ante las autoridades como
un corrupto y fue por eso degradado. Vava que evidentemente no lo amaba por él
mismo, sino por lo que podía darle, anuncia que se divorciará de él. Drebednev,
despechado, la insulta.
Los vecinos colocan en uno de los espacios comunes de la
planta baja un banco, que según dicen, tiene poderes mágicos: quienes se
sientan en él, dicen la verdad. Sergei se sienta y halla el coraje de pedirle a
Lyusya que se case con él.
Lida sigue rechazando a Boris, pero cuando los asistentes
de Boris hacen volar el obrador, que hacía las veces de oficina de Drebednev,
mientras se construía Cheryomushki, la fuerza de la explosión coloca a Boris en
el balcón del departamento de Lida, que lo besa mientras aparece la palabra
Fin.
Los derechosos que ven la paja en el ojo ajeno y no la viga
en el propio, dijeron que era una película propagandística. Una obviedad, lo
es. Idealiza la sociedad soviética que soluciona problemas de vivienda,
fortalece la pertenencia y el orgullo de clase, y asegura componer los
problemas de corrupción que pueden presentarse. Y empodera y embellece a la nueva
clase media burguesa. Exactamente igual que las comedias de Doris Day con Rock
Hudson, James Garner, Cary Grant y David Niven.
Todas esas comedias de Doris coinciden política y
estilísticamente con Cheryomushki. El cine clásico de Hollywood no hizo
otra cosa con el público del resto del mundo que influir, propagar valores,
propagandizar el American-Way-of-Life hasta colonizarnos mentalmente (a priori
de hacerlo luego económica y en algunos casos fehacientemente). Y a fuerza de
tanta insistencia, hemos naturalizado tanto la propaganda que ya ni nos damos
cuenta. Como ratifica el sentido común, no hay peor ciego que el que no quiere
ver.
La música de Cheryomushki es brillante, melodiosa,
seductora, envolvente. Dimitri Shostakóvich era un compositor confiable y
versátil. Entendía los géneros y si le pedían una opereta, componía una con
todas las de la ley. Era un encargo y cumplía. Desarrollaba la música que lo
identificaba en las composiciones propias, que quizá nadie pedía, pero que no
podía dejar de componer porque era un artista y se debía a su arte.
Dicen que su música es un gusto adquirido, no uno natural o
espontáneo. Según esta teoría, el gusto espontáneo es el que se da cuando nos
confrontamos con alguna obra de arte y nos ponemos a segregar endorfinas como
si nos fuera la vida. Lo que vemos, oímos, leemos, gustamos o tocamos, nos
gusta de inmediato, por que sí, sin remedio y para siempre jamás. El gusto
adquirido requiere frecuentación, insistencia, contextualización, y
persistencia para poder por fin apreciar la peculiar experiencia artística que tenemos
en frente.
Como dije antes, Shostakóvich fue para mí más un gusto
natural que uno adquirido y me preparó para que me gustaran Satie, Weill y
eventualmente Sondheim de una sola oída. Sin embargo, la verdad sea dicha, la
música de Shostakóvich suele ser un hueso duro de roer.
Después del incendio de su ámbito original, el teatro
Argentino de La Plata deambuló por varias sedes provisorias mientras terminara
de erigirse su nuevo edificio. Uno de esas sedes fue el por entonces ex Cine
Rocha (ahora ha vuelto a ser cine, transformado en un multiplex). Como el Rocha
no había nacido para ser teatro, por más escenario que le pusieran, no tenía
baños ni camarines suficientes para la orquesta (se improvisaron solo unos
pocos para los cantantes) de modo que los músicos concurrían democráticamente a
los habilitados para el público.
Una vez programaron la Quinta Sinfonía de Shostakóvich. Yo
fui a esa función con mi amigo Horacio. Después de la Quinta venía el
intervalo, y aprovechamos para ir al baño. En los mingitorios adyacentes, unos
músicos se desaguaban y uno le dijo a un colega: ¡Qué música más fea!,
refiriéndose, claro, a la que acabábamos de escuchar y ellos, ejecutar.
Horacio, sonrió malévolamente, porque no es precisamente un fan de
Shostakóvich. Y al salir, me pasó el brazo por los hombros, paternal y
condescendientemente, y me dijo: “Parece que no son legión, los apreciadores de
Dimitri”. Acomodé el golpe y no dije nada. Es fácil amar a Mozart, Verdi o
Tchaikovski. No hay que difundirlos ni defenderlos, se las arreglan solos. A
Shostakóvich hay que sostenerlo y defenderlo, y al hacerlo aprendemos a
quererlo más. Porque la belleza que alcanzamos engendra amor y el amor nunca se
queda quieto.
Gustavo Monteros
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