Justo se te ocurrió morirte cuando yo veía una película que
te tenía de protagonista. Ni tanto ni tampoco, casi. Te moriste al día
siguiente de que yo la viera. Aunque no sabemos con certeza el momento de tu
muerte, solo conocemos con exactitud cuándo tu agente dio a conocer la luctuosa
noticia.
En los días previos, te me venías cruzando. Los
innumerables despidos cotidianos que estamos padeciendo en este actual
Mileinato del Río de la Plata me puso a pensar en las ficciones inglesas que
retrataron el apogeo de Margaret Thatcher y en el barajar de títulos se me vino
la miniserie que vos protagonizaste, la de 1982, la de cinco episodios, Boys
from the Blackstuff, en la que cinco desempleados hacían lo que fuera para
sobrevivir en el Thatcherismo.
¿Cuándo y dónde te conocí? No sé. No me acuerdo. Vos
andabas por los repartos de esas películas que veía seguro (por distintos
motivos) más de una vez. Como Gandhi, que es también del 82 o como El
motín del Bounty, la de Mel Gibson y Anthony Hopkins, claro, que es del 84
o como Conspiración de mujeres o Drowned by Numbers, la de Peter
Greenaway, que es del 88 (a Greenaway lo veíamos tupido por entonces, era casi
como la escuela, obligatorio)
Pero vos ya habías estado en muchas cosas antes, en
pequeños papeles, hasta en Yo, Claudio estuviste, allá por el lejano
1976. Pero desde donde seguro, seguro, te empecé a ubicar fue después de Yo
amo a Shirley Valentine (1989), en la que eras el marido de la deliciosa
Pauline Collins.
Faltaba todavía mucho para que participaras en las
películas que verían millones y millones de personas por todo el mundo: Titanic
(1997) donde fuiste nada más ni nada menos que el valeroso capitán y la
trilogía de El Señor de los anillos (2001-2003), aunque tu personaje,
Théoden, está en las dos últimas.
Pero en estos días te me apareciste también en una lista de
la página de listas para cinéfilos, Taste of Cinema, a la que estoy asociado en
Facebook. La lista era sobre “10 grandes thrillers de los ochenta que quizá no
haya visto”. Yo había visto los 9 primeros y me faltaba la décima, que era en
la que vos estabas, que fue la que terminé viendo mientras te morías. O casi,
pero que andabas en eso, andabas en eso.
Este thriller, Bellman and True, es de 1987, lo
dirigió Richard Loncraine, que venía de la tele y de la publicidad y que en
1977 había dirigido Full Circle (o Posesión diabólica) una de
terror (uno de los géneros que menos me entusiasma), pero que se me quedó
porque la protagonista, Mia Farrow, en un ataque de desesperación intentaba
salvar a su hija improvisando una traqueotomía con un cuchillo de cocina. A
Loncraine también lo recuerdo por su versión de Ricardo III, que la hace
transcurrir en los años treinta con mucho Art Decó y en la que participan
muchas luminarias como Ian McKellen, Annette Bening, Maggie Smith y Robert
Downey Jr entre otros notables.
Pero volvamos a Bellman
and True. Vos hacés de Hiller, un experto en computación, que anda de
fuga con un chico de unos 12 años, que parece que es tu hijo, pero no, es hijo
de tu exesposa que te abandonó y te dejó a cargo del chico. Los maleantes de
los que huís por no poderles devolver una plata que les pediste prestada, te
encuentran y te exigen que los ayudes a eliminar la alarma de un banco que
planean robar, al principio vos no vas a participar del robo, pero terminás
involucrado. Y ya se sabe, ningún robo es fácil y pasan un montón de cosas que
te atornillan al asiento y te mantienen en vilo.
Por entonces tenías 43 años y estabas en la plenitud de tus
recursos actorales. Y el protagónico no te queda chico, todo lo contrario,
llenás la pantalla y demostrás tener magnetismo de estrella. Nos hacés estar
ahí con vos, nos participás de todo lo que te pasa y nos hacés querer que todo
te salga bien. Fue uno de los pocos filmes que protagonizaste porque, aunque
teniendo todo lo que hay que tener, te negaste a ser una estrella, o al menos
su sucedáneo, eso que llamamos, figura.
Elegiste pertenecer a ese grupo selecto, no muy numeroso,
de actores que prefieren ser herramientas del director antes que estrellas o
primeras figuras. Nunca se sabe si por timidez, desidia, comodidad o pereza.
Ser estrella es un trabajo full time. Hay que proyectar una personalidad basada
en las peculiaridades identificatorias, potenciadas y embellecidas. Se trata de
ser muy vos, para todos los otros. Basta con un poco de decisión, voluntad y
empecinamiento. Tenés que hacer todo lo que te gusta, pero con detalles que te
caractericen. ¿Te gusta vestir deportivamente? Bien, hacelo, pero de la mejor
manera posible y con una impronta propia e intransferible.
Tenés que pulir también una personalidad pública, un
personaje de vos mismo, si sos simpático naturalmente, ahora tenés que serlo
toda vez que alguien esté mirando, y si hay una cámara mejor, si sos de pocas
palabras, ahora la parquedad pisando la mudez es tu sello, y antes que nada,
tenés que comentárselo a tu agente, él o ella te darán un montón de sugerencias
y consejos para lograr alcanzar y permanecer en el primer plano.
Claro, lo esencial es tener eso que vos ya habías
demostrado tener, el magnetismo, que en un actor es una humanidad tan flagrante
que hace que como público siempre te sigamos en escena. Es arduo ser estrella,
no es fácil ni para cualquiera. Y hay algunos a los que les da fiaca hasta la
idea de considerarlo. Eligen no estar siempre en el centro de la escena, bajo
el reflector constante, nunca fuera del eje de la seducción. Es trabajar más
que el resto, claro. Justificar con creces que la gente vaya a tener ganas de
pagar una entrada para verte. Porque estar arriba del título de la película es
el factor decisivo, en primera instancia, de que el público quiera verla o no.
Los actores secundarios ayudan, pero son las estrellas las que deciden la
voluntad de los espectadores.
Los que pueden ser estrellas y no eligen serlo me dan
mezquinos, que escamotean talento, que nos dejarán siempre con las ganas.
Algunos directores son más generosos que ustedes y siempre que pueden les dan
el protagónico. Pero ustedes no se deciden a dar el gran paso y en el proyecto
siguiente vuelven al reparto, a pulir su rincón, a disfrutar con su
participación. Les encanta lo que hacen y como saben que tienen talento, nos
hacen apreciarlos. Y terminamos por amarlos, porque amamos el talento. Pero nos
hubiera encantado que estuvieran más tiempo en escena, que llenaran la
pantalla, que fueran el centro de la película. Lo que hacés en Bellman and
True es maravilloso. Y no nos dejás con gusto a poco porque sos el
epicentro de lo que se cuenta. Pero en tu caso fue una de las excepciones, no
la regla.
Como sea, te saliste con la tuya. Nos sacabas a bailar y
cuando le íbamos tomando el gustito, nos volvías a sentar. Y ahora que ya no podés
llevarnos, querríamos tener el recuerdo de haber bailado hasta que los pies no
nos dieran más. Hoy con la autoridad de quien no puede ser discutido, si
pudieras vos nos retrucarías: Pero, bailamos, ¿no?
Gustavo Monteros
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