Estoy a punto de perder toda esperanza en el
género humano. A medida que pasan los días, se asienta la conciencia del
peligro de la propagación del virus y las medidas de prevención se vuelven más
estrictas, sin embargo algunos directivos de escuelas insisten con que los
docentes deben ir a firmar y ¡estos van! No me extraña que los veteranos convaliden
el absurdo, sus mentes hace rato que han sido canceladas por el poco uso, pero
que los jóvenes no solo no se rebelen sino que acaten el sinsentido como algo
razonable me excede y me deprime. Es hora de recurrir a la historia, no como
fuente de explicación alguna (hasta esa esperanza he perdido) apenas como
incitación al entretenimiento,
Los ingleses tienen una pulsión masturbatoria
inacabable de visitar una y otra vez algunos hitos o mitos de su historia. Aunque
esta vez, nobleza obliga, son dos australianos los que revisitan la epopeya de
Enrique V.
De entre las obras históricas de William
Shakespeare, Enrique V es la más
luminosa. Su protagonista es un héroe que lleva la bandera inglesa a la
victoria sobre los perfumados franceses. Lo secunda Sir John Falstaff, epítome
del buen vivir, no entendido como una consigna de templanza new age, más bien todo
lo contrario, como el exceso de bebida, comida y sexo. La obra termina con una
nota alta, la presentación de una reina de carácter fuerte, una badass (guarra)
precursora. Como puede suponerse todo es colorido, exultante, grandioso.
En la historia del cine, hay un par de
Enrique V y un Falstaff ineludibles. En plena Segunda Guerra Mundial, Laurence
Olivier eligió esta obra como material motivador, alentador, celebratorio, de
propaganda, bah, del indomable espíritu inglés: Enrique V (Laurence Olivier, 1944). En 1989 Kenneth Branagh debutó
con ella como director cinematográfico y cimentó de paso su carrera de actor y
puestista shakesperiano. Y claro, Orson Welles, otro shakesperiano incurable,
hizo de Falstaff el epicentro de su fallida obra maestra (valga el oxímoron) Campanas de medianoche (1965).
Y ahora el actor (y también director) Joel
Edgerton y el director David Michod (Animal
Kingdom / Reino animal, 2010, The
Rover / El cazador, 2014, War Machine
/ Máquina de guerra, 2017) la revisitan sabrá Dios por qué motivo.
Edgerton se reserva Falstaff, que abandona las
rotundeces y redondeces habituales y pasa a ser solo fornido para adaptarse a
la estampa de quien lo corporiza. Como el personaje está en su ocaso, las aristas
que lo definen (su amor por la bebida, la comida y las mujeres) están
suavizadas. Ahora disfruta más de un baño vigorizante, de masajes y de descansar
la espalda contra el piso que de entregarse a borracheras, banquetes y orgías pantagruélicas.
La posadera (Tara Fitzgerald) con su memoria alude más a la gloria de Falstaff que
este con su comportamiento.
Y Edgerton y Michod (los dos firman el guión)
le otorgan el protagónico al actor del momento, Timothée Chalemet para usufructuar su talento y carisma.
Y le crean a este Enrique, dos antagonistas,
uno, a cara descubierta y otro solapado. Robert Pattison en su Delfín se anima al
histrionismo y sale airoso. Mientras que el estupendo Sean Harris le da
intensidad a su sinuoso William.
El guión le da también espacio a otro amigo
de Edgerton y Michod, al ubicuo y omnipresente (¡no hay quien no lo solicite
últimamente!) Ben Mendelshon que le da entidad a un moribundo Enrique IV. Lily-Rose Depp, la famosa hija de Vannessa
Paradis y Johnny Depp hace de Catherine. Y el joven Dean-Charles Chapman
interpreta a Thomas, el hermano de Henry o Enrique, según el idioma que
elijamos.
La película, como toda que hará uso y abuso
de efectos de computadora, es azulina, o sea de paleta oscura. Esto subraya la
gravedad elegida para tratar el tema. No es solemne, pero sí muy seria, en
exceso quizá. Y sin nada de humor. Recién al final, Catherine y su padre amagan
un tono más leve, pero ya la gravedad está instalada. Esta ausencia de humor
hace que no haya alegría en las motivaciones de los personajes. Falstaff luce
agotado, ya casi sin vida. Los cortesanos intrigan sin morbo visible, como por
algún oscuro mandato del que no pueden desprenderse. Henry o Hal, como también
se lo llama, accede al poder como por una maldición del destino, y una vez al
mando parece que el dominio no le da ningún placer.
El guión elige estar a la sombra de Shakespeare,
más que aludirlo, se alimenta de su eco. Esto se patentiza en la arenga antes
de la batalla, uno de los más grandes hits shakesperianos.
Y en la gran batalla, Michod, pierde en
comparación con los logros exhibidos en algunos episodios de Game of Thrones que elevaron los
combates a las alturas de los de Kurosawa, ni tampoco se acerca a la recordada Braveheart (Corazón valiente, Mel Gibson, 1995)
De todos modos se deja ver y más allá de lo
discutible que pueda resultar que todos los personajes estén un chiquitín deprimidos
en demasía (la contradicción es intencional) se disfruta del trabajo de los
actores. No es poco para un encierro obligado.
Ah, El rey, como lo indica el afiche, puede verse en Netflix.
Ah, El rey, como lo indica el afiche, puede verse en Netflix.
Hasta mañana
Gustavo Monteros
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