jueves, 19 de marzo de 2020

Día 5 - El rey


Estoy a punto de perder toda esperanza en el género humano. A medida que pasan los días, se asienta la conciencia del peligro de la propagación del virus y las medidas de prevención se vuelven más estrictas, sin embargo algunos directivos de escuelas insisten con que los docentes deben ir a firmar y ¡estos van! No me extraña que los veteranos convaliden el absurdo, sus mentes hace rato que han sido canceladas por el poco uso, pero que los jóvenes no solo no se rebelen sino que acaten el sinsentido como algo razonable me excede y me deprime. Es hora de recurrir a la historia, no como fuente de explicación alguna (hasta esa esperanza he perdido) apenas como incitación al entretenimiento,


Los ingleses tienen una pulsión masturbatoria inacabable de visitar una y otra vez algunos hitos o mitos de su historia. Aunque esta vez, nobleza obliga, son dos australianos los que revisitan la epopeya de Enrique V.


De entre las obras históricas de William Shakespeare, Enrique V es la más luminosa. Su protagonista es un héroe que lleva la bandera inglesa a la victoria sobre los perfumados franceses. Lo secunda Sir John Falstaff, epítome del buen vivir, no entendido como una consigna de templanza new age, más bien todo lo contrario, como el exceso de bebida, comida y sexo. La obra termina con una nota alta, la presentación de una reina de carácter fuerte, una badass (guarra) precursora. Como puede suponerse todo es colorido, exultante, grandioso.


En la historia del cine, hay un par de Enrique V y un Falstaff ineludibles. En plena Segunda Guerra Mundial, Laurence Olivier eligió esta obra como material motivador, alentador, celebratorio, de propaganda, bah, del indomable espíritu inglés: Enrique V (Laurence Olivier, 1944). En 1989 Kenneth Branagh debutó con ella como director cinematográfico y cimentó de paso su carrera de actor y puestista shakesperiano. Y claro, Orson Welles, otro shakesperiano incurable, hizo de Falstaff el epicentro de su fallida obra maestra (valga el oxímoron) Campanas de medianoche (1965).


Y ahora el actor (y también director) Joel Edgerton y el director David Michod (Animal Kingdom / Reino animal, 2010, The Rover / El cazador, 2014, War Machine / Máquina de guerra, 2017) la revisitan sabrá Dios por qué motivo.


Edgerton se reserva Falstaff, que abandona las rotundeces y redondeces habituales y pasa a ser solo fornido para adaptarse a la estampa de quien lo corporiza. Como el personaje está en su ocaso, las aristas que lo definen (su amor por la bebida, la comida y las mujeres) están suavizadas. Ahora disfruta más de un baño vigorizante, de masajes y de descansar la espalda contra el piso que de entregarse a borracheras, banquetes y orgías pantagruélicas. La posadera (Tara Fitzgerald) con su memoria alude más a la gloria de Falstaff que este con su comportamiento.


Y Edgerton y Michod (los dos firman el guión) le otorgan el protagónico al actor del momento, Timothée Chalemet para  usufructuar su talento y carisma.


Y le crean a este Enrique, dos antagonistas, uno, a cara descubierta y otro solapado. Robert Pattison en su Delfín se anima al histrionismo y sale airoso. Mientras que el estupendo Sean Harris le da intensidad a su sinuoso William.


El guión le da también espacio a otro amigo de Edgerton y Michod, al ubicuo y omnipresente (¡no hay quien no lo solicite últimamente!) Ben Mendelshon que le da entidad a un moribundo Enrique IV.  Lily-Rose Depp, la famosa hija de Vannessa Paradis y Johnny Depp hace de Catherine. Y el joven Dean-Charles Chapman interpreta a Thomas, el hermano de Henry o Enrique, según el idioma que elijamos.


La película, como toda que hará uso y abuso de efectos de computadora, es azulina, o sea de paleta oscura. Esto subraya la gravedad elegida para tratar el tema. No es solemne, pero sí muy seria, en exceso quizá. Y sin nada de humor. Recién al final, Catherine y su padre amagan un tono más leve, pero ya la gravedad está instalada. Esta ausencia de humor hace que no haya alegría en las motivaciones de los personajes. Falstaff luce agotado, ya casi sin vida. Los cortesanos intrigan sin morbo visible, como por algún oscuro mandato del que no pueden desprenderse. Henry o Hal, como también se lo llama, accede al poder como por una maldición del destino, y una vez al mando parece que el dominio no le da ningún placer.


El guión elige estar a la sombra de Shakespeare, más que aludirlo, se alimenta de su eco. Esto se patentiza en la arenga antes de la batalla, uno de los más grandes hits shakesperianos.


Y en la gran batalla, Michod, pierde en comparación con los logros exhibidos en algunos episodios de Game of Thrones que elevaron los combates a las alturas de los de Kurosawa, ni tampoco se acerca a la recordada Braveheart (Corazón valiente, Mel Gibson, 1995)


De todos modos se deja ver y más allá de lo discutible que pueda resultar que todos los personajes estén un chiquitín deprimidos en demasía (la contradicción es intencional) se disfruta del trabajo de los actores. No es poco para un encierro obligado. 

Ah, El rey, como lo indica el afiche, puede verse en Netflix. 

Hasta mañana

Gustavo Monteros






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