viernes, 26 de enero de 2018

La rueda de la maravilla

A Woody Allen hace años que le faltan el respeto, de modo que no le iban a conceder dos buenas seguidas, aunque lo sean y mucho. Después de aceptar que Café Society era una película notable, los críticos y afines se despacharon con que esta Rueda de la Maravilla era buena a secas. Esta renuencia debió indicarme que era un reconocimiento a regañadientes de sus virtudes. Pero no soy todo lo suspicaz que debería y ahí estaba, con pocas o nulas expectativas, el primer día en que el calor había cedido, con otros cincuenta, me sorprendió ser tantos, un miércoles a las 4 y 20 de la tarde, en un cine platense. Si bien había algunos jóvenes, el resto éramos sub-noventa.


La primera duda se clarificó al ratito de empezada. Allen a veces hace cine A y a veces cine B, y no me refiero a los medios de producción a su alcance sino que a veces plantea las películas con una secuenciación cuidadosa, sofisticada, variada, como en el cine A, y otras, como en el B, está más concentrado en que salga rápido y las secuencias son largas, de un tirón, y si no son planos secuencias puros, casi o con mucho plano y contraplano de dos cámaras y edición. Esta venía para el lado B. Este modo de filmar le viene mejor a los actores teatrales, más acostumbrados que los del cine, a sostener una escena, a darle ritmo, contraste y variación. Y este cuarteto protagónico creo que no tiene mucho teatro encima. Aunque desde su entrada a escena, Kate Winslet está dispuesta a ponerse la película al hombro y salir por los caminos. Desde el inicio mismo nomás, el iluminador (nunca más exacta esta denominación) Vittorio Storaro decide revestir los pocos planos que usarán de fulgores crepusculares. Lo que potencia los colores naturales de esta Coney Island en decadencia, llena de carteles de coca-cola, que son obviamente muy rojos y ya se sabe, al rojo el que más le da pelea es el amarillo, así que tenemos todas las tonalidades del rojo y del amarillo. Storaro se mueve a tour-de-force y llena el ojo de maravilla, como la rueda del título. Que gira en torno de cinco personajes. Ginny (Kate Winslet) una mesera con pasado de actriz incipiente, Richie (Jack Gore) el hijo de su matrimonio anterior con el amor de su vida,  todo un pirómano en ciernes el pibe, Humpty (Jim Belushi)  la actual pareja de Ginny,  un hombre que quiere que lo quieran (¿quién no?) y lo dejen pescar, eso sí, de mala bebida y de prioridades discutibles, Carolina (Juno Temple) hija veinteañera de Humpty, que huye de su marido gangster ya que obligada por la policía reveló secretos que no debía, y Mickey (Justin Timberlake) un bañero narcisista con vocación de dramaturgo.


Y como siempre con Woody Allen hay unas cuantas citas, ecos y sombras de distintas fuentes. Ya que Ginny fue actriz y Mickey quiere escribir teatro, se menciona a O’Neill, Chejov, Shakespeare y Sófocles. De Chejov está esta mala costumbre humana de enamorarse de quien no corresponde o de quien no te corresponde, de O’Neill el empecinamiento norteamericano de soñar pero atarse al error que imposibilita el sueño, de Hamlet que es el personaje de Shakespeare que se menciona, la sensación perenne y pesadillesca de no estar viviendo sino representando un papel y de Edipo, el personaje de Sófocles al que se hace referencia, la inevitabilidad de la tragedia una vez que la falla (en cuanto yerro) esencial de los personajes está planteada. Mickey y Richie son muy O’Neill, Ginny es Shakespeare puro, Humpty y Carolina son Sófocles no diluido y todos son Chejov porque patean su crepúsculo soñando con amaneceres. Y hay, aunque no se lo mencione, mucho Tennessee Williams, Carolina, como la  Blanche du Bois de El tranvía llamado deseo, llega a esta casa como al último puerto, y Ginny desempolva del baúl joyas de fantasía y vestidos de glorias pasadas, como los que desempluma Blanche en algún momento, y en la borrachera final hay también algo de su locura.


Jim Beslushi y Justin Timberlake sorprenden en su solidez para el drama porque uno no imaginaba que la tenían, Juno Temple está a la altura de sus antecedentes que son excelentes, y el pibe Richie (uno de los chicos que hacen de hijos de Damian Lewis en la serie Billions) conmueve con sus huidas hacia el fuego o el cine, cada vez que la vida se le pone brava o sea todo el tiempo. Pero el show es de Kate Winslet que nos agarra de las bolas, perdón, del cuello y nos mete en la historia como una Anna Magnani, o más bien como una Joan Crawford o una Bette Davis, porque con eso juega también Allen, con la evocación de esos melodramas Warner de mujeres cuarentonas de frustraciones trágicas, y como si fuera poca la maravilla, Winslet le agrega en la enajenación de cerca del final un toque Bette Davis, pero no la de la Warner sino la de ¿Qué pasó con Baby Jane?


Jóvenes y veteranos casi ni respirábamos de lo atrapados que estábamos, al menos en esa tarde no tan calurosa le hicimos justicia a una película, a una fotografía y a una actuación a las que les robaron en las nominaciones para los distintos premios. Pero como se dijo por ahí, por esto de los Óscar, la gloria no está en los premios, sino en la obra. Y esta tiene gloria de sobra, se la descubra ahora o en unos años.


Gustavo Monteros

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