A Woody Allen hace
años que le faltan el respeto, de modo que no le iban a conceder dos buenas
seguidas, aunque lo sean y mucho. Después de aceptar que Café Society era una película notable, los críticos y afines se
despacharon con que esta Rueda de la
Maravilla era buena a secas. Esta renuencia debió indicarme que era un
reconocimiento a regañadientes de sus virtudes. Pero no soy todo lo suspicaz
que debería y ahí estaba, con pocas o nulas expectativas, el primer día en que
el calor había cedido, con otros cincuenta, me sorprendió ser tantos, un
miércoles a las 4 y 20 de la tarde, en un cine platense. Si bien había algunos
jóvenes, el resto éramos sub-noventa.
La primera duda se
clarificó al ratito de empezada. Allen a veces hace cine A y a veces cine B, y
no me refiero a los medios de producción a su alcance sino que a veces plantea
las películas con una secuenciación cuidadosa, sofisticada, variada, como en el
cine A, y otras, como en el B, está más concentrado en que salga rápido y las
secuencias son largas, de un tirón, y si no son planos secuencias puros, casi o
con mucho plano y contraplano de dos cámaras y edición. Esta venía para el lado
B. Este modo de filmar le viene mejor a los actores teatrales, más
acostumbrados que los del cine, a sostener una escena, a darle ritmo, contraste
y variación. Y este cuarteto protagónico creo que no tiene mucho teatro encima.
Aunque desde su entrada a escena, Kate Winslet está dispuesta a ponerse la
película al hombro y salir por los caminos. Desde el inicio mismo nomás, el
iluminador (nunca más exacta esta denominación) Vittorio Storaro decide
revestir los pocos planos que usarán de fulgores crepusculares. Lo que potencia
los colores naturales de esta Coney Island en decadencia, llena de carteles de
coca-cola, que son obviamente muy rojos y ya se sabe, al rojo el que más le da
pelea es el amarillo, así que tenemos todas las tonalidades del rojo y del
amarillo. Storaro se mueve a tour-de-force y llena el ojo de maravilla, como la
rueda del título. Que
gira en torno de cinco personajes. Ginny (Kate Winslet) una mesera con pasado
de actriz incipiente, Richie (Jack Gore) el hijo de su matrimonio anterior con
el amor de su vida, todo un pirómano en
ciernes el pibe, Humpty (Jim Belushi) la
actual pareja de Ginny, un hombre que
quiere que lo quieran (¿quién no?) y lo dejen pescar, eso sí, de mala bebida y
de prioridades discutibles, Carolina (Juno Temple) hija veinteañera de Humpty,
que huye de su marido gangster ya que obligada por la policía reveló secretos
que no debía, y Mickey (Justin Timberlake) un bañero narcisista con vocación de
dramaturgo.
Y como siempre con
Woody Allen hay unas cuantas citas, ecos y sombras de distintas fuentes. Ya que
Ginny fue actriz y Mickey quiere escribir teatro, se menciona a O’Neill,
Chejov, Shakespeare y Sófocles. De Chejov está esta mala costumbre humana de
enamorarse de quien no corresponde o de quien no te corresponde, de O’Neill el
empecinamiento norteamericano de soñar pero atarse al error que imposibilita el
sueño, de Hamlet que es el personaje de Shakespeare que se menciona, la
sensación perenne y pesadillesca de no estar viviendo sino representando un
papel y de Edipo, el personaje de Sófocles al que se hace referencia, la
inevitabilidad de la tragedia una vez que la falla (en cuanto yerro) esencial
de los personajes está planteada. Mickey y Richie son muy O’Neill,
Ginny es Shakespeare puro, Humpty y Carolina son Sófocles no diluido y todos
son Chejov porque patean su crepúsculo soñando con amaneceres. Y hay, aunque no
se lo mencione, mucho Tennessee Williams, Carolina, como la Blanche du Bois de El tranvía llamado deseo, llega a esta casa como al último puerto,
y Ginny desempolva del baúl joyas de fantasía y vestidos de glorias pasadas,
como los que desempluma Blanche en algún momento, y en la borrachera final hay también
algo de su locura.
Jim Beslushi y Justin Timberlake sorprenden en su solidez
para el drama porque uno no imaginaba que la tenían, Juno Temple está a la
altura de sus antecedentes que son excelentes, y el pibe Richie (uno de los
chicos que hacen de hijos de Damian Lewis en la serie Billions) conmueve con sus huidas hacia el fuego o el cine, cada
vez que la vida se le pone brava o sea todo el tiempo. Pero el show es de Kate
Winslet que nos agarra de las bolas, perdón, del cuello y nos mete en la
historia como una Anna Magnani, o más bien como una Joan Crawford o una Bette
Davis, porque con eso juega también Allen, con la evocación de esos melodramas
Warner de mujeres cuarentonas de frustraciones trágicas, y como si fuera poca
la maravilla, Winslet le agrega en la enajenación de cerca del final un toque
Bette Davis, pero no la de la Warner sino la de ¿Qué pasó con Baby Jane?
Jóvenes y veteranos casi ni respirábamos de lo atrapados
que estábamos, al menos en esa tarde no tan calurosa le hicimos justicia a una
película, a una fotografía y a una actuación a las que les robaron en las
nominaciones para los distintos premios. Pero como se dijo por ahí, por esto de
los Óscar, la gloria no está en los premios, sino en la obra. Y esta tiene
gloria de sobra, se la descubra ahora o en unos años.
Gustavo Monteros
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