La historia de Florence Foster Jenkins ratifica con
creces la aseveración de que la realidad supera siempre a la ficción. De no
haber sido cierta, si a alguien se le hubiera ocurrido inventarla, tendría que
haber trabajado muy duramente pare crear el verosímil que la sustentara. Y sin
embargo, allí está.
En la Nueva York de la entreguerras y en particular
durante la Segunda Guerra Mundial, Florence fue una generosa mecenas que
sostuvo el mundo de la música. Nada extraordinario en sí, dado que la señora
poseía una cuantiosa fortuna, lo prodigioso fue que desarrollara a la vez una celebrada
carrera de cantante lírica para la que no tenía oído, ni diafragma ni talento. ¿Consentida
por sus veteranas amigas ricas, sordas como tapias? ¿Los Toscanini y otras
glorias de la música acaso hacían oídos sordos a sus inhabilidades como gratitud
hacia su generosidad? La enfermedad crónica que la acuciaba, contagiada por su
primer marido, ¿ya había hecho mella en su cerebro? ¿Era una reina del
autoengaño o de verdad estaba convencida de la fortaleza y belleza de su voz?
Si la verdad supera a la ficción, es también más misteriosa en sus causas y
razones que cualquier ficción bien urdida.
Cualquiera sea la explicación por la que se opte, esta
peripecia vital no hubiera sido posible sin la activa intervención de St
Sinclair Bayfield, el último marido de Florence, un ex actor de dudoso linaje
aristocrático. El análisis de sus acciones solo permite una explicación
plausible, el hombre la quería. El interés o el egoísmo no llegan a tanto, no
son capaces de sostener con tanta perfección la posibilidad del engaño. El timo
es poderoso, pero se agota cuando el engañado abandona el juego. El amor es más
perseverante y hasta permite que el amado (el engañado, en este caso) dude.
La historia de Florence tardó en llegar al cine con
nombre y apellido. La precedieron un par de obras de teatro y una película francesa,
Marguerite (Xavier Giannoli, 2015)
que se aproximaba a la historia sin asentarse en todas sus circunstancias
verdaderas. En todas sus versiones, es un imán para el despliegue de
histrionismo de una actriz. Meryl Streep se da y nos da un festín. Apabullante e
indiscutible como todo lo que hace. No tuvo la suerte que tuvo Karina K, cuando
la encarnó en teatro hace unos años, de contar con los modelos de Olinda Bozán
y Niní Marshall. Olinda Bozán llevó algunas millonarias excéntricas a la
apoteosis, y Niní cuando se le daba por bailar o cantar llevaba la condición de
no tener talento, y suplirlo con ganas de tenerlo, a cumbres irremontables. Como
reflexionaba Muriel Santa Ana al interpretar a Rosaura en La vida es sueño de Calderón de la Barca, algunos personajes te
hacen participar de una tradición y te hacen dialogar, por transitar por la
misma senda, con las actrices que los encarnaron antes. Apuesto lo que no tengo
a que Meryl desconoce a Niní, y sin embargo cuando canta por primera vez en la
película está muy, muy cerca de Niní, como lo puede atestiguar cualquier
espectador que se haya reído con nuestra cómica.
Pero para que Meryl pueda primero pulir y luego lucir
el diamante de su personaje, necesita de un engarce que lo sostenga, rol que le
cabe al inmenso Hugh Grant. Es nuestro representante en la historia, nuestro
canal de acceso. Si entramos en empatía con él, nuestra participación será emocional;
si no es así, la presenciaremos con distancia. Él asume con autoridad el puesto,
y a fuerza de sensibilidad y prestancia, nos hace ver a Florence con sus ojos
de puro amor, y así, Florence ya nunca más nos será ajena. Hugh Grant apoya y
sostiene también el crecimiento del personaje de Simon Helberg, el pianista
Cosme McMoon, que ingresa sin advertencia en esta peculiar circunstancia. Simon
Helberg, que ganó fama con The Big Bang
Theory, no se desmadra y viste con simpatía su rol.
Dirigió el gran Stephen Frears (The hit, 1984, Ropa limpia,
negocios sucios, 1985, Susurros en
tus oídos, 1987, Sammy y Rosie van a
la cama, 1987, Relaciones peligrosas,
1989, Ambiciones prohibidas, 1992, Héroe accidental, 1993, El secreto de Mary Reilly, 1996, The van/La camioneta, 1997, Hi-Lo Country, 1998, Alta fidelidad, 2000, Dirty pretty things/Negocios entrañables,
2002, Mrs Henderson presenta, 2005, La reina, 2006, Chéri, 2009, Tamara Drewe,
2010, Philomena, 2013) quien entiende
que se trata de una historia de personajes, o sea de actores, y no se pone
hacer tomas grandilocuentes, intrusivas, que estorban y relata con claridad.
En el arte es imposible establecer quién es “el”
mejor, están los mejores, porque Kiri Te Kanawa no es mejor que María Callas,
no, son diferentes, por más que habiten igual grado de excelencia. Pero en dos
disciplinas al menos, se ha establecido quienes son los peores. En cine se dice
que el peor director es Ed Wood, y en el canto lírico se dice que la peor
cantante es Florence Foster Jenkins. Borges enunciaba, como premisa de algunos
cuentos y poemas, que los absolutos por ser inabarcables son iguales. ¿Puede
abarcarse el todo? No, imposible. ¿Podemos hacernos idea de la nada? No,
siempre se nos ocurre ponerle algo, aunque más no sea un color o un recipiente que la
contenga. Entonces, el todo y la nada, por absolutos inabarcables, son iguales.
De allí que al ser Florence Foster Jenkins la peor, quizá sea, sin discusión,
por absoluto inabarcable, la mejor.
Gustavo Monteros