Si
la tragedia griega persigue la purificación de las pasiones antisociales o
malsanas a través de la identificación del espectador con el destino del héroe,
algo así como “huy, menos mal que le pasó a él, porque esa macana me la podría
haber mandado yo”; el melodrama de enfermedades persigue la licuación de la
mala suerte con un espectador cruzando los dedos y diciendo: “que no me toque a
mí, que no me toqué a mí, que no me toque a mí”. O sea otra forma de la
catarsis por el terror.
El
melodrama de enfermedades, insisto, es la forma más rústica y perezosa de
desatar simpatía en el espectador. (Después de matar a la madre o la mascota de
un niño protagonista, claro). Porque ¿quién no se conduele si a los cinco
minutos de empezada la película al o a la protagonista, le asestan un
diagnóstico inapelable de una enfermedad mortal que lo o la desbarrancará en sufrimientos
paulatinos que sobrellevará con nobleza? Nadie. A menos que se tenga una
psicopatía, o el o la protagonista sean ese actor o actriz que detestamos con
vehemencia, en cuyo caso la catarsis es otra.
Pero
por más que despotrique, me desgañite o me arranque los cabellos, el mundo
seguirá haciendo melodramas de enfermedades. Dejando de lado el cáncer o el
sida, a los que, por suerte, el progreso de los tratamientos ha vuelto menos
aterradores, el mal más asustador que permanece incólume es el Alzheimer.
Entonces será eso lo que le tocará padecer a la Alice del angustiante título
original en inglés (Still Alice, es
decir, Todavía Alicia, que aquí
pasaron al más alentador de Siempre Alice).
(Ah, “naturaleza muerta” en inglés se dice Still life, o sea que también este
juego de palabras está presente en el título, sorry, in English, todas las
connotaciones son deprimentes)
Alice
(la grande entre las grandes, Julianne Moore), de todas las profesiones que
podría tener, tiene la más pertinente para combinar con el Alzheimer: es
psicolingüista. Una profesional reconocidísima que dicta seminarios en
universidades y esas cosas. Y no va que un día se olvida una palabra, y otro se
pierde mientras corre, y otro saluda dos veces a la nueva novia del hijo (y qué
querés, si el chico cambia más veces de novia que de camisa…) entonces
Julianne, perdón, Alice va al neurólogo que más temprano que tarde le dice que
tiene Alzheimer. El marido, el bueno de Alec Baldwin, no lo puede creer porque
Julianne, perdón, Alice, es joven todavía para esos trotes, anda recién pisando
la cincuentena y ni la menopausia bien instalada tiene todavía. Pero que se le
va a hacer, le tocó. Y por si esa tremenda cosa no fuera suficiente, los
guionistas (y la novelista original antes de ellos) decidieron que tiene una
variedad hereditaria o sea que se la pasó a alguno o a todos de los tres hijos
que tiene.
Entonces
Julianne, perdón, Alice, sufre mucho, mucho, mucho, tanto, tanto que Julianne,
no Alice, se gana el Óscar a la mejor actriz. Óscar que tendría que haber
ganado por otros papeles anteriores, mejores, más complejos y completos, pero
ya se sabe los votantes del Óscar prefieren las actuaciones más obvias o
subrayadas y nada como actuar enfermedades para eso.
En
resumen, si a usted le gusta ver sufrimientos ajenos mientras cruza los dedos y
reza que no me toque a mí, que no me toqué a mí, que no me toque a mí, ésta es
su película semanal. Si en cambio, como yo, opta por entretenerse con algo más
saludable, compre, alquile, robe o baje una, cualquiera, de Jackie Chan, que
nunca ganará el Óscar, ni tendrá pretensiones de importancia, pero que al menos
muestra con orgullo cuerpos y mentes haciendo prodigios. Entre la plenitud y la
decadencia, yo hace rato hice la elección. La otra, se la mente o no se la
mente, llega igual. ¿Para qué hacer horas extras?
Dirigieron Richard Glatzer y Walsh Westmoreland, y anda por ahí la siempre interesante Kristen Stewart.
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