Woody
Allen es un clásico, no en el sentido de Shakespeare, Van Gogh o Verdi, sino
más bien en el de Estudiantes-Gimnasia, Boca-River, Racing-Independiente. De un
lado están los que lo admiran y respetan; y del otro, los que lo detestan,
nunca lo aguantaron o ya se hartaron. Ante cada estreno, ambos bandos se
trenzan en debates porfiados y sangrientos. Todos sacan a relucir razones y sinrazones,
que de tan esgrimidas se secaron y ya aburren. Y así llegamos, casi sin querer,
al quid de la cuestión con Woody: su munificencia. Sí, el hombre es tan
prolífico que incluso antes de enterarnos de qué viene su nuevo film, se agita
el fantasma del Déjà vu.
En
2011, sus detractores soportaron con poco estoicismo el inesperado éxito de la
deliciosa Medianoche en París, por
eso en 2012 arremetieron con saña contra A
Roma con amor. En 2013 el mazazo de Blue
Jasmine aplanó toda discusión con su contundencia. Aunque los más rabiosos
le adjudicaron el mérito a Tennessee Williams y a Cate Blanchett. Y ahora con
odio recargado se lanzan contra Magia a
la luz de la luna. Hasta el título les parece una afrenta a la imaginación. Tranquilos, muchachos, es
solo una película.
Una comedia
romántica, más precisamente. Y una muy buena, a decir verdad. No sé si mejor o
peor que otras de su cinematografía, ni me importa. No caeré en la trampa de
sus detractores que insisten en establecer el parentesco con obras anteriores,
que si se parece a tal, si tienen elementos de cual, para concluir con
desprecio que siempre filma la misma película. Conclusión inapelable, que no
discutimos y hasta aceptamos, porque le cabe a Allen, Bergman, Fellini o a
cualquier otro creador que en este mundo han sido.
A
Stanley (Colin Firth) mago genial y racionalista a ultranza, un colega, Howard
(Simon McBurney) le transfiere la misión encomendada por su amiga, Caroline (Erica
Leerhsen) y su esposo, George (Jeremy Shamos): desenmascarar a Sophie (Emma
Stone) una supuesta falsa vidente. (Sí, sí, Allen contrapone otra vez ilusión
versus razón). Howard reconoce haber fracasado en develar la impostura de
Sophie, pero no duda que Stanley lo logrará. A Caroline le preocupa la
ascendencia que Sophie tiene sobre su madre, Grace (Jackie Weaver) una viuda reciente
y multimillonaria tentada por financiarle una fundación y sobre su hermano,
Brice (Hamish Linklater) un tarambana serenateador, que de tan enamorado está
punto de pedirla en matrimonio. Sophie en sus maniobras es secundada por su
propia madre, la Sra. Baker (Marcia Gay Harden). Stanley renunciará a las
vacaciones con su prometida, Olivia (Catherine McCormack) en las islas Galápagos
y partirá a la Riviera francesa a deshacer el entuerto. Se hospedará en casa de
su tía Vanessa (Eileen Atkins). Y entonces…
La
acción transcurre a fines de los años veinte del siglo pasado y yo estaba en un
rincón de mi Edén privado porque la ropa, los autos, los muebles, las lámparas
de esa época me vuelan el moño, ocaso de todo lo artesanal antes del triunfo de
la producción en serie. Aumentaba mi felicidad el que Allen utilizara el lingo
de las comedias que se hacían en aquellos tiempos, las de Noël Coward en teatro
y Ernest Lubitsch en cine. Y que el tema musical central fuera You do something
to me de Cole Porter me tenía tarareando y marcando el ritmo con los pies.
Para
colmo de bonanzas, Colin Firth, que ya en la remake de Gambit había interpretado su personaje como lo hubiera hecho Cary
Grant, aprovechaba ahora para canalizar también a David Niven y Rex Harrison. Y
como ya sabíamos por otras películas, Emma Stone (la nueva musa de Allen, ya
está filmando con él otra película) es una de esas delicias que se fabrican en
sueños.
Y
entonces llega la escena del baile en el palacete (y esto no lo dijo ningún
crítico porque tienen cosas más interesantes que hacer que perder el tiempo con
Bernard Shaw) y mi cuerpo registró resonancias amadas. Las desestimé, me dije:
son tus ganas. Y entonces vino la escena en la que la tía hace solitarios y ya
no me quedaron dudas. Estábamos en el último acto de Pigmalión de Bernard Shaw y después, bueno, yo ya andaba por las
nubes, porque Pigmalión con X final
es Mi bella dama. No quiero
explicarlo mucho, porque le arruinaré las sorpresas a los que no tienen idea de
qué corno hablo. Pero a los que sí, vayan y compruébenlo por ustedes mismos y
verán que no estoy dopado o borracho. Y si Allen en Blue Jasmine reformulaba Un
tranvía llamado deseo, aquí, no al principio, aunque sí al final reformula
a Bernard Shaw.
En resumen,
si son detractores de Allen, no se molesten en verla, repitan los argumentos demoledores
que ya tienen ensayados, les satisfará el ego y quedarán sin duda como los más inteligentes de la
fiesta; y si son adherentes de Allen y encima cinéfilos y teatreros, no se la
pierdan, entrarán al Nirvana sin meditación ni cannabis. Y si no pertenecen a ningún bando y todos las
referencias que mencioné los tienen sin cuidado, vayan, que se expondrán a una
comedia brillante en todo el sentido de la palabra.
Un abrazo, Gustavo Monteros
Ah, sí, en esos lujos que Allen se permite, la cantante del cabaret es Ute Lemper
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