Hay
historias, hechos, personajes que de no ser ciertos, reales, verídicos serían
increíbles, rebuscados, inaceptables para las reglas de la ficción. Sí, sí, ya
sé, aquello tan viejo de que la realidad supera toda ficción, pero igual, hay
historias que con su comprobable veracidad no solo desmienten los preceptos
ficcionales sino que además los subvierten y hasta, paradoja de paradojas, los
confirman.
Partamos
del revés, supongamos que esta historia fue inventada por alguien. Estamos en
1985 en Texas, Rock Hudson acaba de morir de sida y unos vaqueros se burlan de
su mariconería. Uno de ellos, Ron Woodroof, un electricista y vaquero de rodeo
aficionado, tendrá más tarde un accidente laboral y en el hospital le
diagnosticarán sida. Pero ¿cómo?: se preguntará él, porque además de
heterosexual, es racista, homofóbico, machista y misógino, el paquete completo
en un tejano que se precie de tal. Claro, el hombre no toma en cuenta que es
también autodestructivo, se da con todo lo que halla en su camino y vive al límite
de su resistencia. Bueno, no ve contradicción porque es un macho y los machos
viven así. Pero él no es un macho del montón, no señor, es un superviviente,
como sea. Desafiará a los médicos, transformará a un enfermero en proveedor de
AZT, irá a México a comprar lo que encuentre y terminará por fundar el Dallas
Buyers Club con cuyo financiamiento viajará por el mundo para comprar las
drogas que la FDA, la Federación de Alimentos y Medicamentos de los Estados
Unidos, no acepta. Todo por sobrevivir un rato más. De puro egoísta llegará a
ser una especie de militante social.
Hasta
aquí nada nuevo en apariencia, el cine (la ficción en general, bah) está llena
de héroes improbables, aunque aquí lo increíble está en la fuerza, en el
impulso vital que parece milagroso. Al hombre le dan al principio del film un
mes de vida, como máximo, y logrará sobrevivir siete años haciendo lo que el
sistema no se permite, reconocer el problema como algo universal y no solo de
una minoría (no la más apreciada precisamente) y probar, probar hasta ver qué
es lo que resulta, lo que da respuestas o esperanza al menos.
Eso
sí para fundar el mentado club, necesita hacerse de los homosexuales de
clientes, algo que le resulta difícil, porque como ya se mencionó, el hombre es
como muy pero muy homofóbico. Buscará la ayuda de Rayon, una transexual a la
que conoció en el hospital. Con el tiempo pasarán de socios a respetarse, a ser
amigos. Y es por esto que digo que la realidad no solo subvierte sino que
también confirma algunos preceptos narrativos. Películas de amigos desparejos,
en apariencia irreconciliables hay muchas, tantas, que hasta se las considera
un género, las buddy movies. Pero aquí el periplo que va desde que se conocen
en el hospital hasta la última escena que comparten parece no difícil o
improbable sino sencillamente imposible, por sus idiosincrasias, sus pasados,
sus visiones del mundo y sin embargo se dio, fue una relación que nació, creció
y se afianzó. Sí, sí, ya sé, en la realidad la necesidad tiene cara de hereje,
se puede ser cómplices, pero como aquí al respeto, a la aceptación de la
diferencia no se suele llegar.
Del
80 al 85 contra el sida se hizo poco o nada. Aquí se cuenta la visión de estos
dos personajes para quienes la FDA y el AZT son los malos malísimos de toda
villanía. Dicen los que saben del tema que tanto ni tan poco. En el propio
film, por ejemplo, los cartelitos finales aclaran que el AZT terminó por ser
miembro de la cura. Claro, no hay que olvidar que esta película no es la
historia de la lucha contra el sida sino la peripecia de dos víctimas que se
convirtieron en luchadores.
Dirigió
Jean-Marc Vallée (Mis gloriosos hermanos
(C.R.A.Z.Y.) 2005, La joven Victoria, 2009) con bienvenida
sequedad porque los personajes y los hechos son contundentes y no necesitan
subrayados. Matthew McConaughey como Ron Woodroof y Jared Leto como Rayon están
perfectos y merecen todos y cada uno de los premios o nominaciones que
recibieron.
En
resumen, una muy buena película que ratifica, por increíble que parezca, que
incluso de seres tan detestables como Ron Woodroof puede surgir algo de luz.
Un abrazo, Gustavo Monteros
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