viernes, 30 de enero de 2009
Sólo un sueño
martes, 27 de enero de 2009
El sustituto
Un abrazo,
Gustavo Monteros
jueves, 22 de enero de 2009
La duda
Premios Pulitzer aparte, la distancia que hay entre Las brujas de Salem y La duda, es la que media entre el Martín Fierro y Lindor Covas.
Las brujas de Salem de Arthur Miller fue un cross a la mandíbula que dejó knock out al maccarthismo. La duda pretendía la misma contundencia, pero dejó a la administración Bush parada y con aire para seguir peleando.
Pero comencemos por el principio.
La duda es una obra de teatro de John Patrick Shanley que llega al cine dirigida por su autor. Es un melodrama de ideas que indaga sobre la esencia de la verdad. Procura hacer honor a su título cuestionando la validez de las convicciones absolutas, explorando el valor de la duda. Parte de un conflicto entre dos personajes opuestos. Por un lado está la hermana Aloysius (Meryl Streep), una monja rígida, implacable, inmisericorde, una auténtica bruja con la que uno no querría ni intercambiar el buen día. Del otro lado está el padre Flynn (Philip Seymour Hoffman), un curita simpático, comprensivo, carismático, con el que con gusto iríamos a tomar una cerveza.
Está también la hermana James (Amy Adams), dulce, sensible y altamente traumatizable. Con ella tampoco querríamos trato alguno, porque si bien es más buena que Lassie, es más neurótica que Diane Keaton haciendo personajes de Woody Allen.
La cuestión es que la hermana James ha presenciado un par de circunstancias que parecen indicar que el padre Flynn (Oh, my God!) ha abusado o está abusando de Donald Miller (Joseph Foster), el único alumno negro de la escuela de la parroquia, muy estigmatizado el pobre por sus compañeros.
Estamos en 1964, en el Bronx, la integración recién comienza, ya asesinaron a Kennedy y las resoluciones del Concilio Ecuménico Vaticano II, que determinó la Iglesia Católica tal como la conocemos hoy, aún no entraron en vigencia.
La hermana Aloysius no tiene duda, el padre Flynn es un abusador y sólo se trata de reunir las pruebas incriminatorias. Se las tendrá que arreglar sólo con su inteligencia, que no es poca, ya que estamos en una época en que el padre Flynn por el mero hecho de ser hombre es su superior (por eso mencionábamos el Concilio). Terminará hablando con la madre del chico (Viola Davis), lo que deparará más de una sorpresa.
La obra de teatro se estrenó aquí un par de años atrás dirigida por Carlos Rivas con Fabián Vena y Susú Pecoraro (luego Gabriela Toscano la reemplazaría). Tuvo un éxito discreto. Concebida como una metáfora contra el mesianismo de Bush, a nosotros no nos decía mucho. (Al contrario de lo que pasa con Las brujas de Salem con la que dialogamos más seguido). Porque aunque padecemos mansamente a nuestros políticos, hoy por hoy estamos más cerca del escepticismo que de la adhesión ciega a guerras con postulados fraudulentos. Y el escaso paralelismo que podía encontrársele con el Caso Grassi no sedujo a muchos espectadores.
El teatro le sienta mejor a esta propuesta, se le notan menos las costuras. El cine es más realista, más concreto, no evocador o sugerente como el teatro. En el teatro se disimulaba más que esta obra sobre la duda se maneja con esquemas maniqueos, de este lado los buenos, de aquel los malos. Si la duda es gris, aquí todo es blanco o negro. John Patrick Shanley está a años luz de Ibsen o de Bernard Shaw, maestros del teatro de ideas.
Lo que hermana a la obra y al guión es la decisión de Shanley de acentuar los conflictos con simbolismos obvios, típicos del melodrama del siglo XIX. En la obra, la sobreprotección de la hermana Aloysius se manifestaba cuando ella cubría los rosales mucho antes de la primera helada. En el film, una rugiente tormenta y un viento despeinador expresan la desazón de las almas.
En la versión local, Fabián Vena no tenía nada que envidiarle a Philip Seymour Hoffman, daba cabalmente el personaje. Pero ni Susú Pecoraro ni Gabriela Toscano daban pie con bola (tuve la suerte de verlas a ambas, las buenas actrices aunque no la peguen, ratifican su talento y dan buen espectáculo). Ojo, no la pegaban ni por falta de mérito o creatividad sino porque estaban fuera de registro. Poseen un temperamento actoral naturalmente dulce y femenino que no se aviene bien con la Gorgona que es la hermana Aloysius. Es un personaje que necesitaba a una Leonor Manso, una Cristina Banegas o una Graciela Duffau para corporizarse plenamente.
Meryl Streep está sencillamente apabullante. Una amiga, a sabiendas que Meryl es una de mis debilidades, me alertaba: "Sí, Meryl es una grande, pero es tan natural, tan exacta que aburre". Y pareciera como que Meryl la escuchó. Tanto en El diablo viste a la moda, como en Mamma Mía! o aquí, Meryl dejó de lado el naturalismo y se arriesga con actuaciones más histriónicas sin perder intensidad o sentimiento.
La duda, dicho esto con absoluta certeza, es una obra ambiciosa que desnuda más pretensiones que hallazgos. Se cree profunda y aleccionadora, pero es tan superficial y alertadora como un horóscopo. Pero merece verse por el monólogo de la calumnia que es muy bueno, por el diálogo entre la hermana Aloysius y la madre de Donald que es muy controversial y logrado y por Meryl Streep. Porque Meryl inspirada es una fiesta, una gloria, un vértigo de lo hermoso que es el arte de la actuación.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
domingo, 18 de enero de 2009
Australia
Baz Luhrman se propone recrear el género épico. Lo cual se agradece porque nada nos devuelve más al asombro de la infancia que la espectacularidad en pantalla gigante. Todas esas historias trascendentes con tomas panorámicas llenas de miles de extras, paisajes arrebatadores, atronadas por músicas grandiosas. Como en todo lo que hace, Luhrman repite momentos cinematográficos pasados para revertirlos o resignificarlos. Hay aquí ecos de Lo que el viento se llevó, Jezabel, África mía, El hombre quieto, La reina africana, El imperio del sol, Río Rojo, El puente sobre el río Kwai, Casablanca, entre otras, y un homenaje a El Mago de Oz, y a su canción emblemática: Sobre el arco iris.
Dos ejes narrativos se disputan el centro de la historia. Un comentario social sobre la situación de los aborígenes y mestizos australianos y una historia de amor. Ésta última gana la pulseada.
Ideó una historia llena de incidentes. Hay muchas vueltas de tuerca, nudos narrativos que se atan y se desatan, tramas primarias, secundarias y hasta terciarias, por lo que se puede llegar a decir que hay una superficialidad expositiva. Lo que no sería objetable si esto fuera lo que se propuso hacer.
Todos amamos Lawrence de Arabia de David Lean, El Gatopardo de Luchino Visconti, Los 10 Mandamientos de Cecil B. De Mille, o Ben Hur de William Wyler. Pero cada obra es producto de su tiempo. Hoy, todas esas historias, narradas de aquel modo son impensables. Los espectadores de hoy en día, domados por las características del cine pochoclo, ya no tienen paciencia para el desarrollo de tramas, conflictos o personajes. Todo debe fluir rápido y sin muchas profundidades. Antes el cine era un río ancho, profundo y caudaloso. Hoy es una acequia veloz y poco profunda. Y Luhrman es hijo de estos tiempos.
Nicole Kidman puede gustar o no. Conozco personas que con gusto armarían un club de admiradores devotos y apasionados. Pero conozco también personas que con igual ahínco iniciarían un club de detractores militantes. Lo que ningún bando podrá discutir es que la Kidman es una auténtica estrella cinematográfica en la tradición de las grandes. Aquí en las primeras escenas, hace un juego de comedia que la emparienta con Katherine Herpburn y Barbara Stanwyck, luego tiene arrebatos à la Bette Davis, más tarde se derretirá de amor como Ingrid Bergman, sufrirá bellamente como Greta Garbo o Sophia Loren. Y sobre el final expondrá la sutileza y el estoicismo de una Deborah Kerr. Como en Moulin Rouge!, es evidente que Baz Luhrman le pide todas esas citas, que tamice todas esas influencias, y ella se entrega al juego gozosa. Con Lurhman, la originalidad no se logra negando las influencias del pasado, sino asumiéndolas. Los que la denuestan o la creen sobrevalorada, deben aceptar que se necesita mucho talento para hacer lo que le pide Luhrman.
Hugh Jackman compone un héroe decididamente moderno. Quiebra la tradición entregando un personaje tan duro y recio como sensible y emotivo. Por momentos, patentiza demasiado lo que nosotros como espectadores deberíamos sentir. En lo personal, creo que Humphrey Bogart, Gary Cooper o Burt Lancaster forjaron héroes inolvidables porque se entregaban sin reparos a la emoción, pero se detenían en las puertas del llanto. Nos conmocionaba, no su machismo, sino su pudor. Mostrar emoción no era de machos, y ellos trasgredían la norma exhibiéndola. Pero frenaban ante el llanto porque si se desmoronaban, lo que quedaba de su hombría sucumbiría. Y eso nos llegaba al alma.
No sé, quizá hoy en día las mujeres respondan mejor a un héroe más sensible, no tan primario. Pero a mí, un héroe tan llorón me deja indiferente. Si despliega tanta emoción, ¿qué lo diferencia de la protagonista? Ojo, estas consideraciones no van en desmedro del talento y carisma de Hugh Jackson.
En la crítica cinematográfica, como en todas las demás esferas de la actividad humana, hay modas. Hoy está de moda criticar a Baz Luhrman. Pero los críticos también se masifican, se ceban y se equivocan. A las pruebas me remito, Esperando la carroza en el estreno tuvo críticas que la trataban mal. Diez años después, esos mismos críticos la incluían entre las mejores películas argentinas de todos los tiempos. Cuando Graciela Duffau estrenó en el Teatro Cervantes Diatriba de amor contra un hombre sentado de García Márquez, los críticos fueron poco generosos con su notable actuación y la bellísima obra. Pero ella por suerte insistió. Un año y medio después la elegían por unanimidad la mejor actriz de esa temporada, y la obra se convirtió en ejemplo a emular de los oratorios teatrales. De donde se deduce que la estupidez humana no es privativa de los ignorantes.
El tiempo, que pone las cosas en su lugar, tiene la última palabra.
Mientras tanto, seamos prácticos y reconozcamos que es casi una bendición que además de espectacular sea una película larga, porque con estos calores abrasadores permanecer entretenidos dos horas y media en la penumbra refrigerada del cine no está nada mal.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
sábado, 10 de enero de 2009
El baño del Papa
Telefe, la perla de la corona de un multimedio monopólico, es ostentador, integrante, cómplice y amante del poder. Y el poder no se muerde la cola. Sí, está mal vender pirotecnia trucha, semi trucha o legal sin impuestos. Pero Telefe atacaba el problema desde el costado más débil, el más desprotegido. No atacaba las circunstancias que llevan al remisero (ciudadano integrado y pagador de impuestos, dado que la remisería estaba habilitada) a ponerse por un par de días al margen de la ley para hacerse de una diferencia que lo ayude a vivir mejor. No se atacaba al Estado ausente y cómplice que permite que la pirotecnia trucha se manufacture y se venda. Y menos que menos a las instituciones que coimean para hacer la vista gorda. Es más, hasta los inspectores que tendrían que haber actuado sin que un cronista los llamara, quedaban como héroes por clausurar el local. Tampoco se indagaban las causas que llevan a la gente a comprar mercadería peligrosa, aun cuando se entrevistaba a la pasada a clientes que decían que así podían compra mucho más con la misma plata con la que se llevarían mucho menos en las casas “legales”.
El poder que conocemos es esencialmente hipócrita: golpea y esconde la mano. En estudios, los conductores se desgarraban las vestiduras por la irresponsabilidad social, denostaban al pobre remisero y de paso alimentaban el prejuicio y el desprecio de las señoras gordas de barrio norte y de los “bienpensantes” de la clase media contra los “negros” de la periferia. Y untuosos de superioridad moral iban a la pausa a vender un estilo de vida que cada vez a más gente le cuesta mantener.
¿Qué tiene que ver esto con El baño del Papa? Mucho. El protagonista es un contrabandista de poca monta (bagayero, los llaman) que traslada en bicicleta mercaderías desde el Brasil al Uruguay. Esas mercaderías no son de él ni para él, se las encargan los comerciantes locales para hacer una diferencia. El poco dinero que gana duramente pedaleando kilómetros pasa por sus bolsillos, nunca permanece. Ni bien llega a su casa, se lo entrega a su mujer para que compre la comida del día. Es un fuera de la ley, más por obligación que por elección.
La anécdota se centra en una circunstancia histórica real: la visita del Papa Juan Pablo II a Melo, localidad de Uruguay fronteriza con Brasil, en 1988.
Los habitantes de Melo creen que la visita acercará a miles de fieles. Se disponen pues para atender sus necesidades que, suponen, les significará una notable recompensa económica que los saque adelante. La bendición papal les importa, pero espíritu tienen de sobra, de lo material están carenciados hasta la desesperación.
Algunos venderán su casa para comprar un par de vaquillonas para faenar. Otros permutarán sus camionetas por máquinas de hacer chorizos. Algunos sacarán préstamos bancarios leoninos para poner kioscos de pasta frola. Otros comprometerán sus ahorros para confeccionar recuerdos papales.
A nuestro protagonista, Beto, se le ocurrirá hacer un baño para cobrarles a los peregrinos la evacuación de sus necesidades fisiológicas.
Beto cuenta con el amor de su mujer, pero ambiciona que su hija se sienta orgullosa de él. Lo logrará a un amargo precio, que hipotecará el futuro de sus sueños.
Si bien se centra en una peripecia individual, el film, interpretado por actores profesionales, no profesionales y habitantes de Melo, cuenta la historia de un pueblo. Tanto las heroicidades como las traiciones serán perdonadas. Ellos saben que un semejante es un semejante y que la salvación económica o espiritual es un asunto de todos, nunca un atajo individual.
Esta película de César Charlone y Enrique Fernández fue muy festivalera. De los festivales de cine donde se presentó, no sé si se trajo algún premio mayor. Pero se vino siempre el amor y los premios del público y con el beneplácito de la crítica (es libre y sincera hasta en sus desprolijidades y exhibe momentos inolvidables como el del fin de fiesta, un ejemplo de precisión y síntesis). Es una obra cálida, humana, cercana de la que es imposible no enamorarse. Es un homenaje a la dignidad de los que no bajan los brazos porque si no hacen verdad el dicho popular: se los comerán los piojos. Tiran siempre para adelante, quedarse quietos o atrás es la muerte. Y sobreviven con alegría, es como si nos dijeran que cuando no queda otro remedio, amargarse es al pedo.
Si prestan atención al personaje del notero del noticioso, comprenderán una suprema ironía. El establishment para caer siempre parado hasta de la miseria interpreta un triunfo. Y en algún momento, todos deberíamos hacer lo que hace el protagonista con el televisor del bar. Las mentiras sociales no son veniales, son sangrientas.
Un abrazo,
Gustavo Monteros
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